jueves, 8 de enero de 2009

Trulalá, Camnitzer, Salinger, discos del 2008

Trulalá revisitada
Pocas cosas tan argentinas como Trulalá. Pero también, pocos misterios como los de ese pueblo creado por García Ferré. Pasan los años y las preguntas sólo se multiplican. ¿Dónde queda? ¿Quién es realmente el Gran Hampa? ¿Cuál es el origen de la fortuna de Gold Silver? ¿Quién provee de armas a su párvulo Oaky? ¿De dónde salen los poderes del Sombreritus, que convierten a Hijitus en un superhéroe a hélice? ¿Alguna vez conseguirá su propósito el Dr. Neurus? ¿Por qué Pucho y Larguirucho lo obedecen? ¿Y quién le compró la escoba a la bruja Cachavacha? La edición de la primera de dos cajas de cinco dvd cada una con capítulos y extras fueron la excusa perfecta para que Rodrigo Fresán y Miguel Rep volvieran a visitar ese pueblo donde todo se resuelve con tiros, lío y cosa golda. Y marche preso.
Por Rodrigo Fresán
Una gran novela de un gran escritor inglés empieza con la siguiente gran frase que podría traducirse más o menos así: “El pasado es un país extranjero: allí hacen las cosas de manera diferente”.
Pero el pasado –al menos en mi caso y, estoy seguro, en el de muchos– también puede ser una ciudad argentina donde hacen las cosas de manera muy pero muy pero muy rara.
Y esa ciudad se llama Trulalá. Queda por comprobar, entonces, si Trulalá está en alguna parte de la geografía argentina. Pero Trulalá no tiene entrada en la Wikipedia (aunque sí figura un grupo cuartetero cordobés llamado Tru-La-La), tampoco está archivada en algún pliegue cartográfico de Google Maps, ni se la puede contemplar desde las alturas, descendiendo sobre ella, a la velocidad que se prefiera, con la ayuda de Google Earth.

Igualmente, Trulalá –que yo sepa, que yo recuerde– no tiene entrada ni salida en ese prestigioso gotha de sitios más o menos ficticios que es la Guía de lugares imaginarios recopilada por Alberto Manguel y Gianni Guadalupi.
No importa.
Trulalá existe.
Trulalá permanece.
Y, cuando muera, yo quiero que me entierren en Trulalá.


CIUDAD, DULCE CIUDAD

Volví a Trulalá hace poco más de un año. Un amigo me envió un DVD con un par de aventuras de Hijitus que
–tengo que admitirlo– no se contaban entre las mejor posicionadas en el ranking de mi memoria. Pero eso era lo de menos. Lo importante era que allí estaba. Trulalá. Tal como la había dejado. Igualita a como salí de allí para nunca dejarla del todo.
¿Pero dónde? ¿Es Trulalá una ciudad de las afueras de Buenos Aires? ¿Limita con uno de esos norteños desiertos lunares? ¿Llegan año tras año las ballenas para aparearse junto a sus orillas patagónicas? ¿O acaso se trata de una ciudad ancha y plana y pampeana? ¿Será, ahora que lo pienso, Trulalá algo así como el alias de La Plata?
De acuerdo: el Comisario suena a correntino; pero eso no significa nada y poco ayuda lo que se recita, patrióticamente, en el episodio “El portaaviones atómico”: “Vean al capitán pirata, mirando alegre hacia allá / Asia a un lado / Al otro, Europa / Y al frente, Trulalá”.
En realidad no importa demasiado su ubicación exacta dentro de un plano geográfico. Mejor tal vez, y quizá más justo y preciso, sea afirmar que Trulalá –dentro del mapamundi inmortal de nuestra infancia– quedaba en alguna parte entre Metrópolis y Ciudad Gótica y se llegaba a ella luego de haber más o menos agotado el Mundo del Revés y el País del No Me Acuerdo.
Porque –para los que tienen mi edad y mis taras– Trulalá funcionaba como opción, como punto de fuga, como sitio donde irse de vacaciones cuando nos sentíamos agotados de memorizar las diferentes y peligrosas propiedades de los demasiados tipos de kriptonita o intentar convencernos de la eficacia verdadera del último gadget Made in Baticueva.
Trulalá –de acuerdo– tenía su propio súper-héroe: Hijitus/Super Hijitus, quien sí tiene su lugar en la Wikipedia. Pero su doble personalidad era transparente –tan clara como el parecido obvio entre Clark Kent y Kal-El– y en ningún caso motivo de angustia para mí. Y todo dependía de un sombrero, de un sombreritus, de un objeto talismánico que lo alejaba de los jerarquías casi empresariales de los Campeones de la Justicia acercándolo más a las viejas mitologías y, tal vez de ahí, la explicación primera –cuando Hijitus todavía vivía en Villa Leoncia, como segundón en la historieta de Pi-Pío– de que descendiera directamente del linaje de los faraones egipcios más allá de que el perfil (casi inexistente) no fuera su mejor ángulo. Sí, Hijitus siempre va de frente aunque vaya de costado. Hijitus es siempre frontal, y no es casualidad que luego de pasar a través del sombreritus su cráneo adquiera la forma catódica de un televisor de los años ’60. Y siempre me extrañó que alguien –con el poder de volar– llevara una hélice en la cabeza. Más raro aún me parecía que, al transformarse en su versión súper, al patizambo Hijitus se le redujeran los pies y se volviera un tanto chueco.
En Trulalá todo estaba más o menos claro: Hijitus era pobre, súper-poderoso, pero feliz de seguir viviendo en su cañitus junto a Pichichus y de ir arrastrando latas con una satisfacción picaresca más cercana al Kid de Chaplin que a Dickens.
En Trulalá los ricos eran buena gente, y tenían nombres tan genialmente apropiados como Gold Silver, quien padecía (“¡Hijo mío!”, solía gemir el magnate) las travesuras de su hijo anarquista Oaky: siempre bien apañalado y (algo impensable en estos tiempos de corrección política) muy apañado en el manejo de armas de fuego y en el arte de serenatear a la Vecinita de Enfrente (amor imposible y fou que proponía una de las muchas aberraciones espaciales de Trulalá; porque siempre que veíamos una panorámica de la Mansión Gold Silver, no aparecía ninguna construcción cercana y clase media donde viviera la Vecinita en cuestión).
No importa, detalles mínimos que hacen a la grandeza del conjunto: Oaky solucionaba todo con sus lemas “Tiros, líos y cosa golda” o “¡Cosa Golda! ¡Lompo todo!”, perfectamente aplicables a los volátiles tiempos en que una versión pocket de mí mismo clavaba sus ojos en el blanco y negro de una pantalla de domingo, cuando se emitían todos los capítulos repartidos a lo largo de la semana y yo los sorbía de un saque junto a un vaso grande de Nutri –bebida oficial de los amiguitus del Club de Hijitus, salud– y masticando con esfuerzo un Mantecol.
En Trulalá –en una covacha montañosa en las afueras de Trulalá– había lugar para la práctica de una colorida magia negra (responsabilidad de la Bruja Cachavacha, siempre temerosa de la llegada de su contraparte luminosa, la diáfana Hada Patricia) y a Trulalá arribaban –para felicidad flemática y extranjera del Director del Museo, de ese museo tan platense, insisto– beautiful freaks y adorables aberraciones de la naturaleza como el Dragoncito Cantor o el Boxitracio.
En Trulalá, en una casa del centro con aspecto de observatorio, fraguaba planes y se retorcía las manitos y daba saltos con sus patitas el Profesor Neurus (nombre encantadoramente psi y muy a la moda del momento, y con esa gesticulación iracunda tan Blue Meanies de Pepperland), diseñando entidades maléficas como La Marañasa, mientras sus nunca del todo entusiastas subalternos lo contemplaban con resignada ternura y soportaban sus acusaciones de “¡Tontos re-tontos!”. Allí –¿eran hombres?, ¿eran perros que habían pasado por el laboratorio del Dr. Moreau?, ¿qué eran?– estaban el tanguero Pucho y su bandoneón bluesero, el moralmente cambiante Larguirucho y el casi inexistente Serrucho (quien en uno de los momentos más impactantes de mi vida resultó que era El Gran Hampa, ominoso genio del mal). Allí se creaban o llegaban a pedir asilo y trabajo el frankenstiano robot Trucu (uno de mis muñequitos preferidos de Jack y ¿habrá algo más magdalenísticamente proustiano que el sabor del chocolate Jack?), el digital y polimorfo Dedo Negro, Kechum (el sísmico primo de Pucho) o el rapaz y montés y gesticulante Raimundo: eterno fugitivo de ese patronato regentado por esas dos buenas y sufridas señoras y más tarde adoptado por Larguirucho. Y de más está decirlo: siempre sentí una gran pena por el mayordomo Gutiérrez, por Guti, por ese asalariado de luxe que fracasaba, una y otra vez, en sus intentos de ser villano de altura combatiendo al Capital.
En Trulalá, a menudo se producían inesperados cruces philipdickianos e interdimensionales con la realidad. Mucho antes de la Springfield de los Simpson (con la que compite más que dignamente en riqueza y ocurrencia demográfica), Trulalá y sus personajes interactuaron con las personas de Donald o Pipo Mancera o se pasearon por la avenida 9 de Julio y por una Mar del Plata rebautizada como Mar de Lata donde Cachavacha había abierto una pensión veraniega con look de Mansión Addams.
En Trulalá –en nuestro Macondo– podía pasar cualquier cosa.
Y pasaba.
Y sigue pasando.





















EL CIUDADANO


Manuel García Ferré sí tiene una larga y detallada entrada en Wikipedia. Allí está –para todo aquel que le interese– la trayectoria y el destino. Abundan también las investigaciones y entrevistas al hombre en blogs de fanáticos confesos que lo consideran si no un dios, al menos alguien divino.
Allí está el mito cierto de un hombre que nace en Almería en 1929, decide que la Guerra Civil no es una historia interesante y cruza el océano a los 17 años para hacer la Argentina. Allí se registra su paso por agencias de publicidad, sus estudios de arquitectura, su entrada en 1955 a la revista Billiken con Pi-Pío y la creación de Anteojito donde –durante más de tres décadas, una de las necrológicas que más me costó escribir fue la de esta revista– residiría la flora y fauna de una mente febril que me cuesta creer como producto de una sola cabeza. Todo Disney tiene su Carl Barks y -–me parece– está pendiente un sentido recuento de todos aquellos que, bajo la encandiladora sombra del maestro, aportaron ideas y personajes y voces. Si están ahí, den un paso al frente y levanten la mano. Quiero verlos, quiero saber quiénes son.
En la Wikipedia, también, se consigna el boom internacional que fueron las aventuras televisivas de Hijitus –producidas entre 1967 y 1974 y una y otra vez repuestas, Canal 13 en los tiempos del tycoon Goar Mestre, siete temporadas, 45 episodios divididos en varias partes– y el modo en que marcaron a varias generaciones potenciando al menos atractivo Anteojito. El responsable Anteojito –muchos aseguran que es primo de Hijitus– es al obsecuente Mickey Mouse lo mismo que la turbulenta Galaxia Hijitus es al caótico Universo Pato Donald). Así, el pobre de Hijitus recabando fondos para la creación de seres menos interesantes que, en ocasiones, se daban o no una vuelta por Trulalá: el nerd Calculín, el pingüino Petete, el Patriarca de los Pájaros (todos sabios y lógicos y como si, con ellos, García Ferré quisiera compensar el tremendo y brutal delirio de Hijitus y los suyos). Trapito el espantapájaros no es otra cosa que la versión folk de Hijitus: otro humilde, sin superpoderes y más cerca de la mística hippie y campesina que de los peligros de una metrópoli enloquecida y enloquecedora como Trulalá. Lo de Manuelita –más allá de su éxito– siempre me pareció una especie de torpeza innecesaria. Lo mismo que sentí –y me negué a presenciar– cuando Bob Dylan descendió a cantar “Like a Rolling Stone” con Los Rolling Stones. Y me entero de que hay otro personaje que no llegué a conocer llamado Pantriste, habitante de una versión un tanto medieval de Trulalá donde ya viven Cachavacha, Larguirucho y Pucho y se visita la pinacoteca de Neurus y, frente a Las Meninas, se canta “Velázquez todo es mentira, Velázquez todo es verdad”.
Jujujájujaju.




ESA CIUDAD


Con el tiempo, Hijitus y Larguirucho tuvieron sus propias revistas y me acuerdo de que, en un tiempo, venían con unos microlibritos donde se jibarizaban los grandes clásicos de la literatura con, seguramente, la ayuda de alguna máquina neurótica de Neurus.
Con el tiempo, también, comenzaron a desaparecer sus pobladores (¿trulalinos?, ¿trulaleros?, ¿trulalosos?, ¿trulados?) y Trulalá se fue vaciando.
La explicación para todo esto posiblemente está en la natural necesidad del hombre y del niño de conocer nuevos territorios. En Trulalá comienza casi todo y, sí, es ese privilegio de lo iniciático y fundacional el que deriva, inevitablemente, a estigma abandónico.
También –digámoslo– Trulalá carecía de esa malicia crossover y del rico subtexto de citas que convierten a la ya mencionada Springfield como un sitio apto para todo público y edad. Así, entonces, lo natural era saltar de la Trulalá provinciana a esa capitalina Buenos Aires (seguramente, La Boca es el barrio más trulalesco pero el Museo de Bellas Artes también es muy Trulalá y ¿habrá algo más trulalalesco que el Cabildo y el Planetario y la reproducción ésa de la casa francesa de San Martín?) en la que Isidoro dilapidaba los patacones de Patoruzú, Mafalda se negaba a tomar la sopa y un reeditado Juan Salvo esquivaba los copos de la nevada mortal.
Y desde allí –aclaro que yo nunca conocí Lagash– al mundo entero junto al Corto Maltés.
Pero Trulalá sigue estando donde estaba y -–no es casual que su nombre rime con Shangri-La– nada cambia ni envejece ni muere.
Trulalá no tiene videogame wii de última generación, pero su plano, sus parques y paseos, se las han arreglado para sobrevivir a las torpes groserías de Guinzburg y Fontova; ignorar la inevitable y absurda condena ideológica de algún intelectual (que la acusó de no reflejar de ninguna manera aquello que sucedía en el resto del país durante aquellos tiempos de chucu-chucu-chucus en las plazas y repimporoteos en los calabozos y de haber parido también, desde los Estudios García Ferré, al procesante Gauchito del Mundial ’78; aunque seamos sinceros: el “trazo” de Videla es igualito al de un posible “desacatao” de Trulalá), y pasar de largo una versión dark que la convierte en una especie de Sin City con un pichichus hidrofóbico y un Neurus mucho más peligroso. Tal vez esté buena esta última; pero me pregunto si tiene sentido transgredir a Trulalá cuando Trulalá ya es –de por sí, en esencia– La Transgresión.
Me fui del país hace casi diez años y, desde entonces, han sido innumerables las ocasiones en que algún viajero de ida y vuelta me ha ofrecido un “¿Necesitás algo de allá?” sin que yo nunca supiera qué contestarle porque, la verdad, no necesitaba nada.
Ahora sí.
Ahora (me dicen, me piden que escriba todo esto con motivo de la edición en DVD de una megabox trulalalesca mientras, leo por ahí, García Ferré ultima guión para un largo de Hijitus; aunque yo pienso que cuando se lleve al cine a Hijitus en versión carne y hueso, sóloRafa Nadal podrá dar el tipo y la carita) por fin sé qué responder.
Ahora sé qué pedir, qué desear.
Ahora sé lo que quiero, lo que nunca dejé de querer: esa ciudad.
Ahora comprendo que en la mirada del adiós ya está clavado el guiño cómplice del retorno.
Ahora, yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando nuestro retorno y chuculita, chuculata.
Ahora, oigo otra vez esa música de presentación como de cajita musical psicótica.
Parafraseando la última gran línea de un gran libro de un gran escritor norteamericano:
Trulalá Trulalá Trulalá, todos estuvimos allí.
Volvamos a estar.



Entrevistas > Del Di Tella a Tupamaros: Luis Camnitzer y el arte latinoamericano en los ’60
Cuando el arte ataca
A mediados de los años ’60, un movimiento artístico recorrió América latina como una revolución. El conceptualismo se adaptó a cada lugar: el Di Tella en Argentina, los Grupos en México, el CADA en Chile, etc. Pero la revolución no era sólo estética: en él convergieron el arte, la educación, la poesía y la política. Ese mapa es el que traza el artista, docente y curador Luis Camnitzer en su reciente Didáctica de la Liberación: el de un movimiento que, más allá de fronteras formales, buscó los modos de “empoderar” al público como herramienta de cambio.
Por Claudio Iglesias
Luis Camnitzer no necesita demasiada presentación: el prominente artista, docente y curador nacido en Montevideo en 1937 (actualmente residente en Nueva York) es bien conocido en la escena artística regional por el trabajo que ha llevado adelante a lo largo de cinco décadas, desde su inicial participación en el movimiento conceptual, tanto en Uruguay como en Estados Unidos, hasta proyectos curatoriales e intervenciones críticas muy relevantes para el arte de los últimos quince años. Camnitzer pasó por Buenos Aires para presentar su último libro, Didáctica de la Liberación, un multifacético ensayo sobre el conceptualismo latinoamericano. A lo largo de quinientas y tantas páginas, el libro cumple con el ambicioso proyecto de ofrecer una lectura cultural (en sentido amplio) del movimiento artístico que, promediando los ‘60, atravesó el subcontinente como una ráfaga de innovación estética y proyección política. Un movimiento muy glosado en cada contexto nacional (el Di Tella en Argentina, los Grupos en México, el CADA en Chile, etc.) pero pocas veces leído como un conjunto dinámico de prácticas, cargado de los intercambios complejos con cada idiosincrasia cultural. Generoso en hipótesis arriesgadas, Camnitzer dedica su frondosa capacidad de análisis no sólo a reconstruir los orígenes del gran estallido que implicó el conceptualismo en Latinoamérica, cuestionando e impugnando las presuntas filiaciones con el arte de los países centrales, sino también a poner en claro los vínculos sutiles con la cultura latinoamericana entendida como un todo cargado de elementos utópicos y disruptivos. Ya desde su título, esta “historia cultural-intelectual” hace énfasis en la importancia de situar al conceptualismo sobre el mismo eje que la pedagogía del oprimido, la Teología de la Liberación y muchas otras corrientes que, socavando los límites de sus respectivas disciplinas, se encargaron de la realidad latinoamericana como problema.
Ejemplo de ello es el capítulo inicial (e imprevisible) dedicado al pedagogo colombiano Simón Rodríguez, quien fue tutor de Simón Bolívar a fines del siglo XVIII y, en las primeras décadas del 1800, escribió abundantemente sobre el papel de la educación en la sociedad republicana, en libros extraños caracterizados por el uso enfático y original de tipografías y cajas de texto, precedentes legítimos tanto de los caligramas y la poesía visual como de la estética del arte correo y los libros de artista de 1970. La obra curiosa de Rodríguez aparece como una inicial (e ignorada) confluencia de compromiso social y construcción de cultura, que será recurrente en los sucesivos análisis y dará el tono del libro. Que Rodríguez no haya sido un artista, que no haya sido hasta hoy leído como artista, es lo de menos: desde el punto de vista de Camnitzer, lo que importa es que “en América latina, el arte, la educación, la poesía y la política convergen, y lo hacen por motivos enraizados en la propia América latina”.
De este modo el libro inscribe un conjunto de fenómenos que tuvieron lugar en la coyuntura artística regional desde mediados del siglo pasado en el cauce de la historia del pensamiento latinoamericano, lo que obliga a una muy nutrida revisión de fuentes y a la definición antagónica del conceptualismo latinoamericano como un movimiento preocupado por el contexto social y político, en oposición al “arte conceptual” anglosajón. “El conceptualismo aquí se caracterizó por la asunción de un conjunto de problemas políticos, que tienen que ver con el contenido de las obras de arte. Esto no es lo que ocurrió en Estados Unidos, donde la palabra clave fue desmaterialización, un término de sentido eminentemente formal”. Según Camnitzer, las investigaciones sobre la naturaleza del lenguaje del arte de Joseph Kosuth y otros conocidos artistas de vanguardia de Nueva York y Londres derivó en una “teología conceptual”, caracterizada por una serie de discusiones endógenas al campo artístico, sin contacto con el mundo exterior. Pero para entender el conceptualismo latinoamericano, las referencias no deben buscarse en esa biblioteca de artistas internacionales, sino en la propia realidad cultural de nuestra región, por fuera del marco de cualquier disciplina. “No me interesa el arte como cosa especializada sino como metodología del conocimiento. Como cosa especializada, el arte no es más que una artesanía, utilice los medios que utilice”. En este pasaje de la forma al contenido, el conceptualismo latinoamericano integró el uso de herramientas inéditas con el objetivo de hacer circular mensajes en determinados contextos. En el trabajo de Camnitzer los poemas pedagógicos (¿o pedagogía en versos?) de Simón Rodríguez conviven con el trabajo sobre circuitos de información de Cildo Meireles, la poesía de Cecilia Vicuña y la obra de Camilo Torres. Para Camnitzer, lo que debe rescatarse de estas prácticas no es tanto su carácter novedoso (en términos de originalidad) ni su “rupturismo” con respecto a una tradición, sino el modo en que apuntaron positivamente al “empoderamiento del público” como una herramienta de cambio.
“El arte tiene que ver con resolver problemas. Cuando encuentro un problema, puedo pensar en elegir los medios adecuados para resolverlo. No antes. No veo ninguna razón para preferir un medio por sobre otro. Por eso no entiendo bien qué se dice cuando alguien le pregunta a un artista qué hace y el artista dice yo pinto, yo hago fotografía. Lo que está diciendo no es qué hace sino cómo lo hace. Sería como si yo dijera yo escribo libros, una total generalidad, cuando en verdad escribí este libro por una serie de razones muy específicas y particulares.”
Didáctica de la Liberación analiza el modo en que distintas prácticas artísticas construyeron estrategias de comunicación para contextos específicos. En este punto (y sin desmedro de las valiosísimas páginas dedicadas a clásicos como Hélio Oiticica y Alfredo Jaar) es destacable que se destine un importante capítulo a la historia y el análisis de las acciones de los Tupamaros. No sólo por la originalidad de encontrar a una guerrilla en un libro de historia del arte. Amén de su importancia en el cuadro general de la lucha armada en América latina, los Tupamaros constituyen un provocativo caso de estudio para una revisión del vínculo entre estrategias estéticas y motivaciones políticas en su modus operandi. “A diferencia de otras guerrillas, los Tupamaros se arrogaban un rol de catalizador del cambio social y, en un sentido preciso, no buscaban la conquista del poder sino despertar a las masas, ponerlas en un movimiento consciente.” Para lograrlo, recurrían tanto a los afiches y la publicidad como a manifestaciones cercanas al happening y el teatro. Con la propaganda como objetivo central, Camnitzer sitúa los míticos operativos de los Tupamaros en línea con las experiencias del movimiento estudiantil mexicano, el EPS Huayco del Perú o las acciones de Tucumán Arde, en las cuales los medios estéticos se subordinaban a la agitación política. En este sentido, no importa tanto la reinvención del canon del arte latinoamericano que acomete Camnitzer como su convicción fundamental de que la imaginación es un proceso colectivo, pues “la cultura es algo anónimo”. Uno de los logros más meritorios del libro, en este sentido, es el de borrar las fronteras entre prácticas y estilos tradicionalmente considerados irreconciliables, como son el movimiento abstracto, el realismo en todas sus formulaciones a lo largo del siglo XX y el conceptualismo que vino a heredarlos. Según Camnitzer, la distribución de estos tres campos como cajones incomunicados oculta los núcleos subyacentes de afinidad política y proyectual entre artistas tan distantes formalmente como Joaquín Torres-García, Diego Rivera y León Ferrari. Doblando la apuesta, el autor incluso le reconoce su parte al realismo socialista soviético que, en plena Guerra Fría, se había convertido en el demonio del arte occidental: “Dejando de lado el paternalismo y las concesiones demagógicas que convirtieron al realismo socialista en una cháchara infantil, uno podría encontrar en él una buena plataforma para el conceptualismo latinoamericano”.
Con una capacidad extraordinaria para reponer referencias y matices, el libro indexa un impresionante arco de tradiciones por fuera de cualquier tipo de esquema, señalando las peculiaridades de cada región y su clima epocal, así como las estrategias adoptadas por los artistas: las tensiones entre una estética de ruptura y el intento de generar un arte popular que acarreó el conceptualismo en México, en relación con la herencia del muralismo y la gráfica popular, o bien el tardío caso chileno, marcado por los cruces con la poesía y las negociaciones permanentes con la censura pinochetista, son dos ejemplos del enfoque cercano, complejo y al mismo tiempo desafiante que ofrece el libro, en el cual el arte latinoamericano de los últimos cincuenta años no es tanto un argumento para el juego doctoral como la excusa para una experiencia inmersiva en la cultura de América latina.


Homenajes > Salinger cumple 90 años
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Con casi cincuenta años fuera de la vida pública a la que renunció después de una celebridad literaria que enseguida se transformó en culto, adoración y en algunos casos fanatismo, J. D. Salinger probablemente sea el escritor del siglo XX que despierta la devoción más imperecedera entre los jóvenes lectores. Sus cuatro libros publicados continúan vendiéndose año tras año y –prueba incontestable– es casi imposible conseguirlos en las librerías de saldo o usados. Pero además, al margen del éxito, su obra puede considerarse entre las más originales e importantes de la segunda mitad del siglo. Por eso, Radar le rinde homenaje en la semana en que cumplió 90 años.
Por Juan Ignacio Boido
Hoy, 1º de enero de 2009, J. D. Salinger cumple 90 años. Es raro pensar que Salinger todavía está vivo. Pensar que está ahí afuera, en algún lugar, todavía mirando el mundo, aunque hace rato prefiere que el mundo no lo mire. Es raro también que el cumpleaños de Salinger sea el 1º de enero. Las calles vacías, la ciudad relajada como una cuerda sin tensar, la gente distraída de tanto 31, y en un departamento una familia se junta a celebrar un cumpleaños: una escena muy salingeriana, demasiado salingeriana. Es raro también –es gracioso: es una forma de justicia salingeriana– pensar que el día del cumpleaños de Salinger es un día silencioso. Un escritor cuya obra se erige alrededor del silencio como el cristianismo alrededor de una cruz, cuyos libros sólo se reimprimen en tapas blancas, el color más silencioso de todos, cuyo libro de cuentos más célebre abre con un koan zen que dice: “Conocemos el sonido de dos manos aplaudiendo, pero, ¿cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?”, cuyo personaje más célebre recibe como regalo de casamiento una extraordinaria hoja en blanco, cuya personaje más célebre atraviesa una crisis existencial llamándose a silencio pero repitiendo en su mente una plegaria incesante, cuyo personaje más célebre perfora el silencio de la siesta de su esposa volándose –con una sola mano– la cabeza con un revólver. Un escritor que –después de una notoriedad desmedida, una notoriedad demasiado estridente y demasiado opinada– decidió llamarse a silencio. Por eso es raro también –es gracioso: es una forma de venganza salingeriana– pensar que el día del cumpleaños de Salinger no hay diarios. Justo diarios, que tanto han dicho de él cuando él ya no quería que se dijera nada. Diarios que publicaron sus fotos cuando ya no quería que se publicaran, diarios que todavía hoy, cada tanto, mandan un paparazzo hasta el pueblo de New Hampshire para seguir robándole una foto a la salida del supermercado o de la farmacia. Conozco gente que tiene una de esas fotos robadas –una foto de Salinger furioso, mirando a cámara y golpeando a cámara, descargando su bronca contra la ventanilla del auto desde el que le toman una y otra foto mientras, en el estridente silencio de esa imagen que no debería ser, se lo escucha decir “No, no, no”–, gente que tiene esa foto en su casa. Me encantaría tener una. Agradezco no tenerla.
Pero no siempre Salinger fue así. No sabemos mucho de cómo es hoy. Ahí están las periódicas memoirs infidentes de su hija, de una amante, de un periodista que lo acorrala hasta obligarlo a defender en persona ante un juez su derecho a no ser molestado. (Las tengo todas. Aborrezco tenerlas.) Sabemos que come comida macrobiótica, que practica la homeopatía, que sigue escribiendo, que escribe en un bunker con techo de vidrio. Leemos con dolor miserias que –ciertas o no– no son diferentes a las de nadie. Pero ninguna revela nada realmente. Lo único que revelan –lo único que realmente queremos saber– es que hay más libros de Salinger ahí adentro, libros que esperamos pero no sabemos si nos están esperando: libros que Salinger escribe, corrige y guarda esperando quién sabe qué. Hay un chiste –un chiste viejo, un chiste que debe haber cumplido muchos años también– que dice: “Cuando Salinger muera, en su caja fuerte van a encontrar una bolsita con cenizas y una nota de puño y letra que va a decir: ‘Esta era mejor que El cazador oculto’”. Puede que sí. Ojalá que no. Nos encantaría tenerlos. Agradeceríamos tenerlos. Silenciosamente, seguimos esperando.
Pero no siempre Salinger fue así. Alguna vez se llevó bien con diarios y revistas; alguna vez –antes de publicar libros– publicó en ellos cuentos y relatos. Por supuesto, no era el Salinger que conocemos, el Salinger que leemos.
El Salinger que conocemos, el Salinger que se lee en todo el mundo (no confundir con el Salinger sobre el que lee todo el mundo), el Salinger que sigue vendiendo 250 mil ejemplares por año de El cazador oculto, ese Salinger nació donde vio morir a tantos otros: en las playas de Normandía durante el Día D.
Antes de la Segunda Guerra, Salinger era otro. Ahí están sus cuentos publicados durante los años ‘30 y los primeros ‘40 en revistas como Story, Collier’s, el Saturday Evening Post –cuentos que alguna vez tanto costaron conseguir, que circularon durante años de mano en mano, en fotocopias gastadas, atesorados como copias piratas de un disco inédito de Lennon o una figurita en madera de Cristo carpintero, y que hoy cuelgan al alcance de todos los que se estiren para bajarlos de Internet–, en esos cuentos Salinger es todavía otro. Son cuentos cosmopolitas, sensibles y sofisticados, de personas heridas pero enteras. Cuentos donde ya hay cocktails, familias raras, adolescentes angustiados, pero cuentos que son, todavía, sobre aspiraciones más que sobre fracasos. Antes de ser Salinger, Salinger quería ser, digamos, Fitzgerald. O al menos era todavía uno de esos escritores que había crecido con la figura de Fitzgerald como lo más parecido a un héroe, un ídolo literario que alguna vez se conoció. Fitzgerald fue el primer escritor como quien los jóvenes querían ser y escribir. La Segunda Guerra le dio a Salinger la experiencia que Fitzgerald tanto deseó en la Primera (una guerra a cuyas puertas llega el Anthony Patch de Hermosos y malditos, una guerra que no se ve pero que tanto se siente en El gran Gatsby) y que nunca alcanzó. La Segunda Guerra lo convirtió en ese escritor de posguerra como quien los jóvenes querían ser y escribir.
En Hiroshima hay un monumento a la bomba: una pared sobre la que se ve, como una sombra, una silueta humana. No es una sombra, pero es humana: es el único rastro de una persona pulverizada por el viento atómico y cuyo polvo penetró en la pared. Así de sutil y así de atroz es el territorio emocional sobre el que escribe Salinger, el mundo en el que intenta buscar una respuesta, una salida, un camino.
De vuelta de la Segunda Guerra, Salinger encontró su tema y su territorio. El sinsentido de la guerra había creado un mundo nuevo, un mundo post–atómico en el que todo había sido arrasado, en el que nada había quedado en pie. Auschwitz, Hiroshima, Dresde y Nagasaki vaciaban de cualquier autoridad moral a las instituciones de Occidente. Dios había muerto y ahora el Padre también. Muchos padres murieron en la guerra. De pronto aparecían familias enteras de mujeres viudas, madres solteras, hijos huérfanos, hermanos mayores que ocupan el lugar de modelo. Ahí están –atravesados por el espíritu salingeriano– El salvaje de Brando, el Rebelde sin causa de Dean, la libertad sin red del free jazz, el despertar hormonal del rock’n’roll. Otros Padres morían en las mentes. La generación anterior no podía dar explicaciones a las atrocidades sobre las que se erigía el nuevo mundo. El desasosiego que tras la Primera Guerra y la Guerra Civil Española había experimentado Hemingway –a quien Salinger conoció y con quien se carteó durante la guerra– tomaba una forma concreta y colectiva. La juventud empezaba a tener inquietudes que los dogmas de los mayores no podían acallar. La juventud empezaba a padecer secuelas que los mayores no podían aplacar. La juventud empezaba a tener una verdad que los mayores no podían refutar. Sobre una América rica y victoriosa se empieza a cerrar un techo invisible pero asfixiante de consumo, macartismo, coches, paranoia, gaseosas y rockolas. Un techo, una burbuja, una cúpula azul, roja y estrellada que asegura que el afuera es peligroso. Contra ese techo que se cierne correrán carreras en busca de libertad los beatniks unos años después. Y ese techo querrán perforar, en busca de ese afuera que está adentro, las nuevas búsquedas espirituales que mirarán a Oriente, donde la Guerra del Pacífico dio lugar a una pacífica importación de costumbres y devociones. Una búsqueda espiritual –ahí está esa gran novela precursora de la búsqueda salingeriana, una novela cuyo protagonista bien podría haber sido un capitán de Seymour Glass en el frente, esa gran novela que es Al filo de la navaja de Somerset Maugham– que será, silenciosa pero indisimuladamente, el camino de los cuatro libros que publicará.
Se cuenta que Salinger empezó a escribir cuentos iluminado con una linterna bajo las sábanas de la escuela militar en la que estaba pupilo. Y ahí están esos cuatro tomitos blancos en un lugar de privilegio en toda biblioteca que los tenga. Cuatro libros pequeños, libros que entran en el bolsillo de una campera, en una cartera, en una mochila, en el bolsillo de atrás de un jean. Cuatro libros que te atajan si caes por el precipicio de cualquier crisis. Cuatro libros que son remedio y prospecto. Cuatro libros portátiles para atravesar cualquier noche. Libros de tapas blancas para cuando todo está oscuro. Libros perfectos para leer con una linterna bajo las sábanas. Cuatro libros que se perfeccionan y se mejoran a sí mismos. Cuatro libros que se leen como pequeñas biblias de una fe voluntaria, un credo que no se queda quieto y que sigue buscando. Cuatro libros que se comentan a sí mismos y corrigen el modo en que sus propios lectores lo fueron leyendo. Ahí está la reescritura contemporánea y urbana de la vida de Buda en las últimas páginas de El cazador oculto. Pero ahí están también los Nueve cuentos exponiendo las miserias y fracasos en la búsqueda de la iluminación. Ahí está Franny, atrapada en su crisis, repitiendo rezos como un disco rayado. Y ahí está Zooey, explicándole que el camino no lleva a la iluminación, que el camino es la iluminación. Ahí está Zooey transmitiéndole la sabiduría de su iluminado hermano mayor, pero también enseñándole que la mayor lección de un hermano mayor no está en la libertad de copiarlo sino en la libertad de ser uno. Ahí está Zooey aprendiendo y enseñando que si encuentras a Buda, mátalo. Y, finalmente, ahí está Buddy, testigo del casamiento de Seymour, su hermano mayor, sobreviviente a su suicidio, ocupando el lugar de escritor de la familia y del escritor en la segunda mitad del siglo XX –sobreviviente de las masacres, testigo de su época, atrapado en su experiencia–, para mirarlo, para contarlo, para –esa es su propia epopeya, así labra su propia leyenda– darle forma y encontrarle sentido a la historia de todos. Escribir por encima del horror, atravesándolo, para que la memoria de los muertos quede impresa como una silueta humana en una pared.
Si El gran Gatsby fue la gran proeza literaria norteamericana de la primera mitad del siglo, la obra de Salinger –esos cuatro libros– es una proeza similar para la segunda mitad, una proeza más imperfecta, pero también más compleja. Si El gran Gatsby creó un universo cerrado, un universo mítico al que volver para encontrar el funcionamiento profundo de lo más alto y lo más bajo de Estados Unidos –la moral puritana, el self made man, el sueño americano, la mafia, el lado espurio de la época dorada–, Salinger creó un universo ya no cerrado sino en permanente expansión. El universo de Salinger es un universo propio, pero dentro del cual late el nuestro, un universo en permanente expansión dentro del cual se expande –más pequeño, más ciego– el que habitamos nosotros. Los libros de Salinger parecen expandirse como etapas de una vida: la adolescencia (El cazador oculto), la búsqueda de la primera juventud (Nueve cuentos), el aprendizaje de la juventud (Franny & Zooey), la madurez (Levantad, carpinteros, la viga del tejado) y la edad adulta que ya puede mirar atrás sobre todo ello (Seymour: una introducción), si no con más respuestas, al menos con más serenidad. Son también espejo de las búsquedas espirituales de un autor en cuyas páginas se oye el silencioso aullido existencial (leer El cazador... a la luz de su contemporáneo El extranjero de Camus; leer los Nueve cuentos a la luz de su contemporáneo Esperando a Godot; leer Franny & Zooey a la luz de los beatniks; leer Levantad... y Seymour... a la luz de las teorías literarias tan en boga de los ‘60, que celebran la experimentación y la entropía mientras Salinger ensaya y consigue una obra que, antes de ahogarse en tanta explicación, fuga hacia adentro y se convierte en pura literatura: en literatura escrita por sus propios personajes; en literatura que ya no necesita del escritor que la firma en la tapa; en libros que pregonan la literatura como búsqueda y salvación, la literatura –como decía Cheever– como el medio de comunicación más inteligente entre las personas).
Pero, sobre todo, la de Salinger es una literatura que no se queja, ni se enoja, sino que mira al mundo a la cara y con infinita compasión, pero sin condescendencia. Son libros que no fueron escritos porque sí. Son libros que fueron escritos para algo.
Son cuatro libros en los que se explora la disfuncionalidad no como cliché de cine indie sino como una consecuencia exponencial y expansiva –cada vez más, cada vez más compleja– de las guerras, los exilios, las orfandades, las muertes y el largo etcétera de atroces experiencias del siglo XX. De ahí que los cuatro libros de Salinger se lean y se actualicen, pero también que lleguen hasta el umbral de nuestra voluntad y nuestra experiencia, y ahí nos dejen. Solos. Con nosotros mismos.
Por eso los chicos siguen leyendo a Salinger en presente, por eso Salinger habla del mundo, aunque el mundo se vea distinto.
Ahí está Lennon, otro hijo de la guerra, otro Holden Caulfield inglés, iracundo en su ternura, furioso con los caretas de este mundo, acribillado a balazos por un idiota con El cazador oculto en el bolsillo.
Ahí está Kurt Cobain, convirtiéndose de un escopetazo en el Seymour Glass de toda una generación.
Ahí está la línea invisible, cada vez más larga, cada vez más compleja, pero nítida y firme, entre el Holden Caulfield echado del colegio, convencido de que el mundo está lleno de caretas, y el rubio silencioso que, tras un día normal de colegio, vuelve a la tarde para abrir fuego a discreción sobre sus compañeritos.
Ahí está una línea igual de recta y compleja entre Franny o Zooey y el chico que monta una película con las grabaciones caseras de su propia desgracia en Tarnation.
Quien se familiariza con los libros de Salinger, los vuelve parte de su familia.
Por eso, la intimidad de sus libros –porque sus libros son profundamente íntimos, libros repletos de confesiones y revelaciones, libros que transcurren en cocinas y livings, en baños y camas– es nuestra propia intimidad.
Por eso, el 1º de enero es un día perfecto para el cumpleaños de Salinger.
El 1º de enero es –de una manera rara, de una manera colectiva– un día íntimo.
Por eso, antes de que empiece realmente el año, de que vuelva el ruido, de que volvamos a esta época que cambió a los Seymour por los Seinfeld, a Franny & Zooey por Sex & the City, de escuchar las mismas pavadas que el año pasado, de ver otra vez que los malos les ganen a los buenos, de que los buenos se cansen y se cansen de cansarse, antes de que vengan los vendedores de milagros, los apólogos del apocalipsis y los hombres de pollera a decirnos qué tenemos o no tenemos que hacer con nuestros órganos sexuales, no estaría mal ofrecerle algo de lo que nos es ofrecido desde las páginas de uno de sus libros: este modesto ramillete de paréntesis que –ahora– encierran una tonta pero sentida vela de cumpleaños: ((((((í)))))).
Feliz cumpleaños.
Si pudiéramos, estaríamos ahí.
Nos encantaría estar. Agradecemos no estar.
Pero acá estamos, de vuelta en otro día con diarios, perdidos en la multitud, diseminados en la Historia, leyendo con una linterna, escribiendo bajo las sábanas, todavía tratando de aplaudir con una sola mano.




Música > Los mejores desconocidos del rock y el pop de 2008
Los diez mejores discos del año (que casi nadie escuchó)
Como cada diciembre, las listas con lo mejor del año a cargo de los medios especializados (y no tanto) funcionan como yacimientos de nueva música para quienes no han seguido semana a semana, y mes a mes, los acontecimientos del mundo de la música. Tal como el año pasado, Radar presenta una decena de discos escogidos repetidas veces aquí y allá entre lo más destacado de 2008, pero que aún son perfectos desconocidos de este lado del mundo. Todo un universo –y un año– aún por descubrir.
Por Martín Pérez
Kasai Allstars, In the 7th Moon, the Chief Turned into a Swimming Fish and Ate the Head of his Enemy by Magic
Seis bandas de cinco etnias de la región de Kasai, en la zona del Congo más rica en diamantes, pero aun así con una infraestructura paupérrima, se reúnen para recuperar música, ritmos y bailes olvidados luego de la época colonial. Veinticinco músicos en el estudio para grabar el disco étnico del año, tercer capítulo de una fascinante serie llamada Congotronics, que los Kasai Allstars llevaron de gira por Europa en una formación reducida (!) de catorce integrantes. El título completo del álbum puede traducirse como En la séptima luna, el jefe se transformó en un pez nadador y devoró las cabezas de sus enemigos por arte de magia, y eso es todo lo que se necesita saber de un disco tribal, mágico y oscuro, con hipnóticos temas que suelen alcanzar los diez minutos y que no se limitan al rescate étnico sino que, cuando es necesario, no se privan de dar ese salto evolutivo que los acerca a la contemporaneidad.www.myspace.com/kasaiallstars
No Age, Nouns
Con un pie en la distorsión de My Bloody Valentine y el otro en la experimentación sonora de Sonic Youth, el primer tema del celebrado nuevo disco de No Age subraya el espíritu punk thrash del dúo, pero sirve también de antídoto y advertencia sobre todo lo que específicamente no es Nouns. Porque el segundo opus de este dúo de guitarra y batería de Los Angeles está más allá del punk, con el noise y las melodías atravesándolo de comienzo a fin, dejando un regusto de encanto en medio de la tormenta. Extraño aleph post-rocker, No Age se aleja del low-fi, pero sólo en lo estrictamente literal. Sus canciones por momentos son coloridos flashes pop que sólo se permiten quedar en pie después de soportar y abrirse paso por el terremoto sonoro que desatan Randy Randall y Dean Spunt, jóvenes veteranos de la escena skate de Los Angeles, artistas de Sub Pop, el sello que supo descubrir a Nirvana y finalmente encontró una nueva vida después del grunge.www.myspace.com/nonoage
Glasvegas, Glasvegas
Con el sorprendente apoyo de su compatriota Alan McGee cuando apenas si
tenían un par de demos publicados (trece años atrás hizo lo mismo con Oasis), este cuarteto escocés ya era una de las revelaciones del año antes de que su álbum debut viera la luz. Grabado en Nueva York y coproducido con Rich Costey –que trabajó con Franz Ferdinand, Interpol y Muse–, Glasvegas es un disco que está a la altura del hype, y lo primero que se destaca es una pared de sonido a lo Phil Spector, pero sin ninguna referencia retro. Subrayando la influencia de Jesus & Mary Chain, el Observer señala que, donde aquellos son nihilistas, los Glasvegas son jóvenes intensos que rezuman humanidad. Su noise pop, por lo tanto, termina siendo mucho menos distorsionado y gratamente optimista, a pesar incluso de sí mismos. Sus torturadas canciones se imponen primero por el sonido, luego llegan las voces y la melodía, y entonces llega esa grandiosidad poptimista incluso en la peor de sus historias.http://www.glasvegas.net/
Eli “Paperboy” Reed, Roll with you
Todo es posible en el siglo XXI. Incluso que de las cenizas de un rhythm & blues aparentemente condenado a ser sólo carne de sampler aparezca una figura como la de Eli Reed, un blanquito oriundo de Massachusetts que canta como lo haría un jovencito negro en los años ‘50 y ‘60. Con 24 años y dos discos editados, Eli Reed demuestra en el flamante Roll with you ser capaz de reproducir todos y cada uno de los extraordinarios manierismos vocales de ídolos como Otis Redding, Sam Cooke y Wilson Pickett. Pero, sorprendentemente, también alcanza su intensidad y sentimiento, un detalle que no ha pasado por alto a los críticos musicales del Viejo Continente, que han abrazado a Reed, dueño de una música soul visceral y absorbente. Es cuestión de apenas escuchar el tema como el que cierra su disco, el extraordinario “(Doin’ the) Boom Boom”, para caer seducido por su intensidad a lo James Brown, y luego pasar al sentimiento de la balada “It’s
Easier”, para apostar todo por este soulman del nuevo siglo.www.myspace.com/elipaperboyreed
Santogold, Santogold
“Cambiar, cambiar, cambiar/ quiero salir de mi piel”, canta Santi White en “L.E.S. Artistes”, el contundente tema que finalmente la ha convertido en estrella a los 32 años, después de sendas licenciaturas en música y estudios afronorteamericanos, un trabajo como cazatalentos para el sello Epic y dos discos pop-punk al frente del grupo Stiffed, de su natal Filadelfia. Reinstalada en Brooklyn, pasó apenas un año desde que apareció por primera vez bajo el nombre de Santogold en el disco Versus de Mark Ronson –en compañías ilustres como las de Lilly Allen o Amy Winehouse– hasta que vio la luz su ecléctico y contagioso álbum debut. Allí, desde una base de punk y ska, recorre un arco que va del hip hop a la new wave, siempre con un groove pop irresistible que la transforma en algo atrevido y familiar al mismo tiempo.www.myspace.com/santogold
The Bug, London Zoo
Productor discográfico, periodista y músico, Kevin Martin atravesó gran parte de la década pasada y la actual inmerso en la escena musical británica. Pero es con este tercer álbum de su seudónimo The Bug que ha logrado la unanimidad crítica alrededor de su obra. Al tope de casi todas las listas de fin de año en las islas, The Bug es dancehall a la máxima potencia, con letras confrontativas y políticas. Si el descubrimiento de la electrónica británica del año pasado era el autismo y la soledad de Burial, London Zoo es un llamado a la fiesta sobre los escombros, escondido detrás de bajos irresistibles y tal vez por momentos demasiado populistas. Pero es la poesía dub que se filtra a través de las voces de sus cantantes invitados lo que construye la esencia transgresora de la contundencia musical construida por Martin, como si los monos fiesteros de Madagascar en realidad fuesen los chimpancés a los que Terry Gilliam hizo anunciar el fin del mundo en 12 Monkeys.www.myspace.com/thebuguk
Fucked Up,The Chemistry of Common Life
La gran tradición del hardcore norteamericano tiene una nueva encarnación en esta banda de Toronto, cuyo nombre es impublicable en los grandes medios: al aparecer entre los mejores del año en el New York Times, donde debía leerse “Fucked Up” había puros asteriscos. Formados hace casi un lustro, con un primer simple titulado No pasarán –así, en castellano– y un álbum debut de un par de años atrás, con su segundo opus el quinteto es número puesto en las listas de 2008, un derecho ganado por su intensidad y su compromiso político. En una época de hiperinformación, el grupo no tiene casi site oficial propio en Internet, y hay más rumores que hechos a su alrededor. Lo cierto es que The Chemistry of Common Life es un álbum contundente, tanto gracias a la voz del cantante Pink Eyes y la pared de sonido –acoples antes que velocidad– del guitarrista 10.000 Marbles. El resultado es increíblemente hipnótico y urgente a la vez.www.matadorrecords.com/fucked_up
Deerhunter, Microcastle
Según anuncia Jon Pareles, el rol de Perry Farrell para una nueva generación –un tipo flaco, extraño y con voz aflautada, que ama el ruido pero también tiene un lado soñador– ha sido oficialmente ocupado por Bradford Cox, el líder y cantante –a veces travestido– de este quinteto oriundo de Atlanta, Georgia. Con su tercer disco, los Deerhunter han dado un paso sustancial al abrazar la canción dentro de lo que ellos denominan ambient punk, que es más bien una capacidad increíblemente heterogénea de recorrer todos los géneros en pos de un resultado siempre ensoñador e inquietante. Si su álbum anterior, el a veces cacofónico Cryptograms (2007), les permitió dar un primer salto a la popularidad, con Microcastle son al mismo tiempo más extremos y también más tradicionales. Hermosas canciones recorren un álbum lleno de descansos, que editaron incluso junto a un disco completo extra, titulado Weird Era Cont y grabado unos meses después del primero.www.myspace.com/deerhunter
Neon Neon, Stainless Style
Aun cuando supuestamente se trata de un álbum conceptual sobre el diseñador de autos John De Lorean, Stainless Style es un trabajo retro ochentoso, donde temas como “Dream Cars” o “I Told her on Alderaan” recuerdan cómo era escuchar esa música entonces. Neon Neon –sin dudas un gran nombre para un grupo cuyo sonido recuerda aquella época– es en realidad un dúo integrado por el productor Boom Bip y el cantante Gruff Rhys, líder de los galeses Super Furry Animals. “El disco es mitad celebración de la tecnología y mitad lamento”, apuntó en su momento Rhys, pero en lo que respecta a su resultado es todo celebración, recordando aquí y allá los mejores clichés sonoros de la época. “De Lorean es más un tipo de los ’50 y ’60, pero elegimos el sonido de los ’80 porque nos convenía”, explicaron –y casi se disculparon– sus autores. Pero no hace falta: Stainless Style suena con vida propia. Y no hay concepto que valga.www.myspace.com/neonx2
Black Kids, Partie Traumatic
Como los Jackson Five remojados en los momentos más festivos de The Cure: así es como suena este juvenil y entusiasta quinteto multirracial de Jacksonville, Florida. Si bien Partie Traumatic es su primer disco propiamente dicho, aparecieron en escena un año antes con Wizard of Ahhhs, un demo de apenas cuatro temas con producción de Bernard Butler (ex Suede). Festiva pero con el corazón roto: así suena la robertsmithesca voz de Reggie Youngblood, que durante muchos temas cambia de género desde su primera persona, rodeado por un grupo de familiares (su hermana Ali toca teclados) y amigos. Con títulos como “No voy a enseñarle a tu novio cómo bailar con vos” o “Menosprecié mi encanto (otra vez)”, los encantadores temas de Partie Traumatic son ideales para una fiesta que no presuma demasiado de serla, pero que aún queden ganas de bailar. Ah, y –como buenos nativos de Florida– son el aperitivo perfecto para cualquier verano.http://www.blackkidsmusic.com/
Los mejores (de verdad)
Más allá de esta selección de los artistas menos conocidos dentro de las listas de los medios especializados, los verdaderos discos del año son, sorprendentemente, varios debuts de grupos que, antes de 2008, eran poco o nada conocidos. Como el quinteto norteamericano Fleet Foxes, cuyo primer disco no falta en ninguna lista. Y lo mismo sucede con Bon Iver, el nombre bajo el cual el cantautor Justin Vernon grabó For Emma, forever ago, compuesto en la soledad de una cabaña en Wisconsin. Si no hubiese sido tan contundente su aparición, al punto de que fueron número puesto entre lo mejor del año desde la edición de sus discos, seguramente hubiesen merecido un lugar en esta selección. El premio a la revelación también debe ser para debutantes como los Vampire Weekend y el dúo neoyorkino MGMT, que también aparecen en otros lados. Otro omnipresente es Nick Cave, que no deja de sacar discos memorables cuanto más se acerca a los 50 años. Con Dig Lazarus Dig! volvió a sorprender al frente de sus Bad Seeds. El regreso de Portishead tampoco puede faltar, así como el extraordinario nuevo disco de TV on the Radio, Dear Science, que aparece siempre en los primeros puestos de todas las listas. Otros discos del año son el de los islandeses Sigur Ros así como los nuevos opus de The Hold Steady, Stephen Malkmus y Kings of Leon. Erykah Badu aparece con su New Amerykah: Pt. One (4th World War), y también en lo más alto no falta el rapper Lil Wayne y su flamante Tha Carter III. Y, por supuesto, loas al último trabajo de Metallica tampoco faltan.
Para esta selección fueron tomadas en cuenta las listas de los mejores discos del año de los diarios The New York Times, Los Angeles Times, The Guardian y The Observer; las revistas especializadas Mojo, Uncut, Q, Rolling Stone, Inrockuptibles, New Musical Express, Spin, The Wire, Magnet, Paste y Blender, y el site alternativo Pitchfork.

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