lunes, 5 de enero de 2009

La peor fiesta de mi vida
Convocados por Ñ, cinco reconocidos escritores latinoamericanos escribieron un texto a partir de esta consigna. El resultado, historias que rozan la autobiografía en la mirada de los argentinos Andrés Neuman, Marina Mariasch y Cecilia Szperling, el chileno Alejandro Zambra y el peruano Santiago Roncagliolo. Feliz Año Nuevo.


Marina Mariasch

Autora de XXX (Siesta) y Tigre y león

El collar chino

Era el último día del año, el primero desde que nos habíamos separado. Me acuerdo bien, salí de casa con un collar chino de cuentas verdes, barato y brillante, y el frizz que el verano había impuesto moda en mí. En la calle, la insidia del sol atravesaba los párpados y lastimaba como la belleza. El hombre que me había dado un anillo y un par de hijos llegó con zapatillas nuevas. ¿A qué venía? Seguramente a llevar algo de un lado del mundo al otro. Los chicos sonorizaban la tensión que nosotros callábamos. Me fui taconeando, con un hijo en cada mano y los malabares que aprendí a hacer desde que me convertí en madre. Los chicos lloraban y yo era eso, una mujer con peso en los brazos caminando por la vereda de la sombra. Cruzamos tres barrios hacia el norte, cruzamos tres estados de ánimo en ese viaje hasta la casa de mi madre. Cuando bajamos del taxi brindando un espectáculo tramposo, nos vio mi tía. Se le llenaron los ojos de agua y ofreció ayuda como si fuéramos ancianos, paralíticos o una mujer sin marido. Cargué todos mis bultos cuesta arriba y en el espejo del vestíbulo vi la palidez perlada de mi frente. Enseguida llegaron los primos y mi hermana y yo flirteamos con ellos. Iban a dar un modesto concierto con canciones tontas, gratas al abanico de generaciones. Armé un plato con bocados y los llevé a la habitación donde afinaban. Tomábamos vino. Mordíamos con negligencia y nos reíamos de trivialidades con los cachetes colorados.Me tiré en el piso, o más bien me senté como una señorita, que es lo que empezaba a ser. Empezó la música. Mis hijos estaban más allá, con sus abuelos paternos, que todavía concurrían a las reuniones familiares por una cuestión de diplomacia o de instinto de conservación, y mi madre estaba con los años cada vez más conservadora. Sonaba una canción francesa. En la guitarra, mi primo mayor cantaba: Muerdo, muerdo la vida como a una manzana jugosa, y me miraba. ¿Qué era eso? ¿Una bolsa de nylon en el aire? ¿O el plano de una bolsa de nylon hinchada de aire bailando contra el fondo de un muro? ¿Quién era yo? ¿La bolsa? ¿El aire? ¿El muro? Pronto la escena estaría completamente perturbada por unas hojas secas, pelusas, envoltorios de chocolate. Así, siempre, algo, se iba corrompiendo, pero cuándo, me preguntaba, cuándo había tenido lugar ese momento. O era una cosa totalmente diferente, un campo minado de margaritas, donde cada flor era una amenaza (¿me quiere?, ¿no me quiere?) y, entonces, otra vez, ¿quién era yo? ¿el campo? ¿las margaritas? ¿la amenaza? Mi madre sonreía y pasaba una bandeja con calentitos. Era su manera de disfrutar de la fiesta; interrumpía el espectáculo pero a la vez lo animaba y creaba cierta inquietud en el ambiente. Ofreciendo, se interpuso entre la mirada del cantante y la mía. Negué con la cabeza, como me negaba los gustos, y me acomodé con las piernas cruzadas como un indio para que quedara un hueco donde mi hija pudiera sentarse a mi cobijo. Signos universales de reconocimiento primario, en las familias los gestos se leen como una lengua materna: mi hija corrió hacia mi falda, y me dio un abrazo que no abarcaba más que el diámetro del cuello, apretándolo. Eso era yo, entonces, una mujer ahogada por el amor. El collar se rompió y las cuentas rodaron por el suelo, haciendo un escándalo verde sobre el parquet, escapando de lo que las mantenía atadas, huyendo a escondites recónditos, llegando algunas, otras no, al año nuevo.

Alejandro Zambra

Autor de Bonsai (Anagrama)

Año nuevo en Lisboa

Quería pasar el año nuevo en Madrid, pero mi amigo y su novia insistieron en que los acompañara a Lisboa —no es bueno que te quedes solo, me dijeron, pero eran ellos quienes verdaderamente temían a la soledad; eran ellos quienes necesitaban la presencia de un tercero, de un testigo, de alguien que viajara en los asientos de atrás, durmiendo o fingiendo dormir mientras discutían sobre las rutas correctas, sobre las canciones correctas, e incluso sobre mí, sobre lo que yo debía hacer con mi vida. Recuerdo, con precisión, ese diálogo: al principio hablaban bajo para no despertarme, pero de a poco fueron subiendo el tono. ¿Debía yo volver a Chile? Ella opinaba que sí, él creía que no. ¿Era yo un buen poeta? El decía que no, ella creía que sí. Nos detuvimos en Elvas a almorzar largo y luego hicimos un poco de turismo antes de emprender el tramo final. El pueblo era precioso, pero a esas alturas mis amigos se habían vuelto por completo insensibles a la belleza. La visión de un castillo o de un acueducto no tranquiliza a quienes viajan junto a las personas de las que huyen.Entramos a Lisboa por la noche del 30 de diciembre del año 2001. Dormí muy mal en esa pieza a la que llegaban, con nitidez, desde el cuarto vecino, numerosas recriminaciones y promesas y hasta el detalle de un polvo corto y rutinario. Por la mañana conseguimos entradas para la gran fiesta de año nuevo y la tarde se nos fue en rápidas caminatas que solamente interrumpimos para sacar, en el Chiado, las consabidas fotos junto a la estatua de Fernando Pessoa. Mis amigos discutían, ahora, sobre el posible parecido de Lisboa con Valparaíso, que a mi juicio era anecdótico, pero yo prefería guardar silencio, sobre todo porque la historia de ellos había comenzado justamente en Valparaíso, hacía dos años, cuando la estudiante española aventurera se había encaprichado con el poeta que vendía chocolates por las pensiones del puerto. Pasamos las doce en una plaza menor de la ciudad, en medio de un grupo de gente muy seria que hablaba, con cautela o con pavor, sobre la inminente puesta en circulación del euro. No teníamos relojes, por lo que esperamos a que los demás se abrazaran, pero al parecer esa gente no acostumbraba abrazarse o tal vez nadie en ese grupo llevaba relojes. Cuando ya era evidente que el año había comenzado hacía rato, mis amigos se miraron con amarga solemnidad y enseguida se abalanzaron sobre mí para llenarme de buenos deseos.Entonces fuimos a esa gran fiesta que no fue la peor de mi vida, pues en ese tiempo yo estaba acostumbrado a las fiestas malas, o más bien no creía que las fiestas pudieran ser buenas. Pero fue, sin duda, la peor fiesta en la vida de mis amigos. Pasé la noche en esa discotheque mirándolos hacerse pedazos, como los personajes principales que eran y querían ser. Quedaba, para mí, el alivio de no estar en el centro de esa pista movediza; el alivio de ser solamente un personaje secundario que pedía dignamente, cada tanto, otro whisky.

Cecilia Szperling

Autora de Selección natural (Adriana Hidalgo)

Marlene, mi mejor amiga

Mi amiga Marlene me llevaba unos 7 años más o menos. Tenía 25. Era abogada y tenía un puesto en un estudio de esos con ventanales desde los que se ve el río y hasta la costa uruguaya en un día despejado. Yo tenía 18, recién terminaba el secundario y no sabía qué hacer con mi vida. En cambio Marlene sabía tomar decisiones. En poco menos de un mes había bajado considerablemente de peso, había dejado al novio que tenía desde los 14 años. Se había ido a vivir sola a un departamento y planeaba irse a Berlín, de ser posible para siempre. Gracias a ella leí a Virginia Woolf, a Freud, y a Gertrude Stein. La química era así: su personalidad completamente ajustada a la realidad se juntaba con la mía, con absolutas dificultades para adecuarse a cualquier situación en general. Yo la admiraba profundamente."No hace falta festejar nada", dije, intentando mostrarme independiente ese 31 a la tarde. "Sí.", me contestó parca. Después la oí decirle a sus padres en el teléfono que se iba a quedar conmigo a festejar, porque no quería festejar. Me sentí muy feliz con mi decisión. Ella tenía un departamento nuevo. Eramos mejores amigas ¡qué más! "Mamá, no voy a festejar con ustedes esta noche", le dije. Ella aceptó sin discutirme porque había decidido perder todas las peleas con sus hijas adolescentes, de modo que no fue de ninguna manera un triunfo ante la autoridad familiar. Y en vez de victoria, en vez de una pelea, mamá ofreció dejarme un regusto amargo por mi elección.No importa, quedaba todo el resto del mundo y sus famosas fiestas para enfrentar. Así la noche empezó a avanzar. "No", al ex de Marlene y sus amigos, ¿acaso creía que la decisión tenía vuelta atrás? "No" a una amiga que no nos gustaba tanto y que además vivía lejos. Llamó mi hermana para invitarnos a una fiesta. Me tentó. Quise irme y sentirme parte de la celebración como todos, pero no podía rendirme ante Marlene. Su autosuficiencia me fascinaba y creía que tenía que ser así yo también. Escuchamos fuegos artificiales, pero sólo vimos unas ráfagas débiles. Recordé con tristeza la terraza de mi hermana, en la que se veía todo el barrio iluminado por los fuegos. Descubrí que el departamento era un rectángulo anodino, un cubículo. Si tenía un pequeño cuarto y un baño, pero no había nada que explorar, no había escaleras para subir, ni rincones para esconderse, ni pastito, ni cielo, ni terraza, ni árboles, ni estrellas. Tampoco salimos a la vereda. Nos habíamos encerrado. Tuvimos hambre. No habíamos preparado cena, yo planeaba irme a vivir sola, pero todavía estaba acostumbrada a que siempre hubiese algo rico para mí. Marlene trajo pan negro en rodajas y algo como salamín y mayonesa. Esa comida no me gustaba para nada. Igual comí y tomé jugo.Pronto se nos agotó la charla. Nos veíamos todos los días, no había más secretos, no había playa para caminar, constelaciones para mirar, estrellas fugaces que estallaran en el cielo ni helados para tomar. Marlene era completamente austera. ¿Esperaba de mí que esa noche me encendiera como un arbolito? Con esa idea de darle la espalda al mundo, el mundo nos dio vuelta la espalda a nosotras, pensé. Y menos que encenderme me apagué completamente. La lejanía de los ruidos festivos me traían nostalgia y me sentía claustrofóbica. Pero, atada a un juramento tácito, no me animaba a decir: "¿Salimos?"Y ahí empecé a añorar mi casa con jardín. Los fuegos artificiales de los vecinos. El chin-chín. La bombacha rosa que siempre me regalaba mi mamá. Pero también una fiesta. Ese ruido, sacarte a los pesados de encima, caminar con tacos a las 6 de la mañana en grupo buscando inútilmente dónde desayunar.En algún momento nos dormimos. Al otro día me desperté con el pecho cargado de un ácido corrosivo que destiló el llanto contenido. En cambio Marlene, estaba exultante, había logrado escabullirse de los que había abandonado y de los planeaba abandonar en breve, las cosas no andaban bien en su mundo. Y yo, yo fui su mejor coartada.

Santiago Roncagliolo

Autor de Abril rojo (Alfaguara)

Mi primera borrachera

Yo tenía catorce años y no sabía nada de la vida. Pero comprendía que estaba a punto de entrar en un territorio de leyenda, en un lugar del que no se salía indemne, en la meca de la vida social: me habían invitado a una fiesta de quince años.Por entonces, entre los colegios de varones de Lima, el ranking femenino se establecía por colegios: una fiesta del San Silvestre era lo mejor que te podía ocurrir: significaba que tu futuro social estaba garantizado. No muy atrás quedaban las del Santa Ursula y el Villa María, que implicaban que eras aceptado en la pequeña aristocracia limeña. Aún resultaban respetables los colegios Belén y Sophianum. Y en el último lugar, casi en segunda división del atractivo femenino, estaba el colegio Nuestra Señora del Desamparo. Mi primera fiesta de quince años fue de ese colegio. Había que ir elegante a esas cosas. Yo llevaba una corbata mal anudada y un traje que mi papá había mandado a reducir para no comprarme uno nuevo. Papá insistía en que era un traje muy bonito de casimir. Es verdad que había sido bonito muchos años antes, antes incluso de mi nacimiento.Lo bueno es que ir vestido como un espantajo de los años sesenta no se veía especialmente mal en esa fiesta, cuyo sentido estético era muchísimo peor que el mío: las paredes estaban decoradas con rosas pegadas con cinta adhesiva, las chicas llevaban medias de bobitos, la quinceañera bailaba con su padre una versión pop del "Danubio Azul", y yo me sentía solo como una cucaracha con la corbata mal anudada.Yo no conocía a nadie, porque la fiesta era de una amiga de mi enamorada. Y mi enamorada se había retrasado en la peluquería. Así que me dediqué a hacer lo que un hombre de verdad haría en esas circunstancias: beber.Yo tenía catorce años y no sabía nada de la vida. No distinguía la cerveza del champán, el vino del whisky, el licor bueno del malo. Para cuando mi novia llegó de la peluquería, ella llevaba en la cabeza una especie de pastel de bodas negro e iba enjoyada como un árbol de Navidad. Y yo llevaba una borrachera de campeonato. Pero además, yo no sabía que estaba borracho, porque nunca lo había estado. Entonces empezó lo peor.Después de "El Danubio Azul", se dio paso a la tradición de que la quinceañera arrojase de espaldas un ramo de flores hacia los chicos. El que cogiese el ramo, debía bailar con ella. Ese era el momento en que todos los hombres se arrastraban por las paredes y se ocultaban entre los arbustos para huir del temido ramo. Todos menos el borracho, claro.Mi memoria de ese momento no es muy nítida, pero recuerdo que algo me cayó en la cabeza, que en el auditorio se oyó un suspiro de alivio y que, súbitamente, sentí que me arrastraban hasta topar con una figura blanca, delgaducha y sonriente: era la quinceañera. Imagino que ella estaba demasiado emocionada con la ocasión para prever lo que ocurriría. Y yo... bueno, yo no estaba en mis mejores días. La pieza que nos tocaba bailar era un vals, y a mí me costaba mucho coordinar mis movimientos, de modo que empecé a dejar que ella me llevase. Pero realmente, ella se movía demasiado rápido, describía gráciles piruetas sobre la pista de baile, y las sacudidas empezaron a perturbar mi delicado estómago. Intenté retirarme mientras estaba a tiempo, pero ella me apretó más fuerte y me recordó que la canción no había terminado, y de todos modos daba igual, porque ya era tarde, y entonces los compases del vals y las medias de bobitos y la sonrisa orgullosa del papá ya se me mezclaban con los tallarines del almuerzo, y la leche del desayuno, y con alguno que otro de los canapés de la fiesta, que francamente no estaban tan malos, pero que de todos modos devolví en su integridad a su verdadera propietaria, y precisamente sobre su blanco velo, símbolo de su pureza, de su inocencia y su virtud.Mi siguiente recuerdo es el de mi cabeza sumergida en el water. De vez en cuando, alguien la levanta y me larga un par de bofetadas. Bajo la pelea de gatos que parece su peinado, reconozco a mi novia, o más bien, ya en este momento, mi ex. Pero yo tengo catorce años, aún no sé nada de la vida, y de todos modos, las chicas de su colegio no figuran en el ranking femenino escolar.

Andrés Neuman

Autor de Bariloche (Anagrama)

Una rama más alta

Enredado entre collares de luces, el árbol falso se mantiene a duras penas en equilibrio junto a la puerta de entrada. El pequeño Andrés (pero Andrés siempre ha sido pequeño) calcula su estatura frente al árbol falso. Cree recordar que en el diciembre anterior su cabeza alcanzaba una rama más baja. De pronto se siente fuerte y preparado, muy lejos de aquellas navidades. Se agacha y empieza a remover paquetes al pie del árbol falso. Hay varios con su nombre, pero el pequeño Andrés busca uno y sólo ese. No le cuesta reconocer un paquete grande, alargado. Se detiene a meditar. Asoma la cabeza hacia el interior de la casa y no ve a nadie. En las habitaciones contiguas tintinea el silencio. El pequeño Andrés desgarra ansiosamente el envoltorio, como un depredador que despelleja su presa favorita. La caja le resulta un poco más pesada de lo previsto. Enseguida comprueba que no se ha equivocado. Es eso. Eso. Sostiene con esfuerzo el enorme regalo que tanto había deseado. Lo eleva ante sus ojos. Es exacto. Ese mismo. Por fin se lo han comprado. El pequeño Andrés intenta que le venga alguna lágrima, sentir que se le erizan los vellos de la nuca, un nudo en la garganta, ganas de saltar, algo. Pero más bien le parece que no siente nada. Nada, salvo un peso inerte entre los brazos. Devuelve la caja al suelo con lentitud. Trata de reconstruir el envoltorio. Y, con el perfil iluminado, de rojo a verde, de verde a rojo, el pequeño Andrés obtiene la primera gran conclusión de su vida.

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