jueves, 21 de marzo de 2013

Derrida/Sara Gallardo/Irène Némirovsky


logo libros

El extraño arte de amar

Hijo de uno de los editores franceses más importantes de la segunda mitad del siglo, discípulo de Michel Foucault durante seis años y autor él mismo, Mathieu Lindon somete sus jugosas memorias de una vida en el corazón de la intelectualidad gala a ese ejercicio que sus compatriotas practican con impenitencia: pensar el amor al mismo tiempo que sentirlo.

Por Juan Pablo Bertazza
/fotos/libros/20130303/notas_i/sld30.jpg
Arriba, Mathieu Lindon. A la der., su padre, Jérôme, en las oficinas de su prestigiosa editorial Minuit.
En el ítem “comprender” de sus Fragmentos de un discurso amoroso, dice Barthes: “Querría saber lo que es el amor, pero estando dentro lo veo en existencia, no en esencia. Aquello donde yo quiero conocer (el amor) es la materia misma que uso para hablar (el discurso amoroso); estoy en el mal lugar del amor, que es su lugar deslumbrante: ‘El lugar más sombrío –dice un proverbio chino– está siempre bajo la lámpara’”.
En Lo que significa amar, obra merecedora del Premio Médicis 2011, el escritor Mathieu Lindon –prestigioso crítico literario del diario Libération– incurre también en el tan literario y prolífico error de hablar del amor desde adentro, es decir, intenta definirlo al mismo tiempo que lo experimenta: un sensible homenaje a sus seis años de relación con Michel Foucault, a quien define de manera magistral: “Un hombre tan fuera de lo común que no puede servir de ejemplo”. Manual de instrucción para convivir con la muerte, guía para sobrevivir, original autobiografía, Lindon tuvo la humildad no tan falsa de hablar de sí mismo hablando de su máximo referente, pero también de su padre, Jérôme Lindon, editor de Minuit (ver recuadro) y hasta de sus compañeros de ruta: entre ellos, Hervé Guibert, quien, dicho sea de paso, también había homenajeado al maestro con su libro Al amigo que no me salvó la vida, sobre los últimos años del filósofo y su muerte a causa del sida.
Lo que significa amar es un libro de linkeos, cruces y metonimias: Foucault es Michel, pero Foucault también es una especie de sustituto paternal y es la juventud idílica e irrecuperable de Mathieu y es también su emblemático departamento de Rue de Vaugirard donde fluían en iguales dosis el amor, la lectura, la alegría, el sexo y los ácidos.
Lo que significa amar. Mathieu Lindon Capital Intelectual 260 páginas
Valioso documento acerca de la literatura francesa en general, y de la gestación de una de las obras más importantes del siglo XX francés en particular, Lo que significa amar constituye un fusil automático que dispara odas simultáneas a las dos relaciones filiales más importantes de su autor. Un hombre atravesado por dos padres ya muertos: el padre elegido que literalmente le puso fin a su adolescencia tormentosa y con su extraña mezcla de inteligencia y vitalidad lo salvó, paradójicamente, de pasarse la juventud encerrado y leyendo; y el padre biológico con el que lo unen sentimientos encontrados: por un lado el fuerte rechazo a sus ideas conservadoras (de hecho, Jérôme lo obligó a Mathieu a publicar su primer libro, Nuestros placeres, en 1983, bajo el seudónimo de Pierre-Sébastien Heudaux para preservar su apellido de las extravagantes costumbres sexuales de su hijo); pero, por el otro, el respeto por su excelente trabajo como editor que, entre otras cosas, le permitió conocer de muy cerca a escritores de la talla de Samuel Beckett, Alain Robbe-Grillet, Claude Simon, Marguerite Duras, Pierre Bourdieu y Gilles Deleuze. Foucault era uno de los escritores del catálogo de Minuit aunque no de los que más relación tenía con Jérôme Lindon, quien no rechazaba ni tampoco celebraba la amistad entre el filósofo y su hijo. Pero Mathieu sí rescata un buen gesto de su padre el dificilísimo día de la muerte de Foucault: luego de un infrecuente abrazo, le dijo que él sabía muy bien lo que estaba sintiendo, en clara referencia a la larga amistad que había mantenido con Samuel Beckett. Dos padres, entonces, que no celaban por su hijo pero sí se tenían un respeto quizá demasiado frío. Dos padres, según cuenta Mathieu, unidos por una extraña paradoja: a pesar de constituir uno de sus temas de estudio más importantes, Foucault nunca se interesó por hacer valer el poder, mientras que su padre, que nunca escribió nada al respecto, siempre encontró la forma de ejercerlo.
Con un estilo que hace gala de la inexactitud, de la imprecisión (casi como una traducción realizada por alguien que no entiende del todo el idioma de partida), y a pesar del título, Lindon no pretende dar una definición concisa del amor, sino más bien descubrir nuevas vías para expresar el alcance y pertinencia del lenguaje a la hora de dar cuenta de sentimientos tan impactantes como laberínticos. En las antípodas de esa máxima de la literatura francesa que es la búsqueda de la palabra justa ordenada por Flaubert, Mathieu Lindon parece recurrir, adrede, a todo tipo de equívocos para que esa misma incertidumbre se tense hasta explotar de sentido, como es el caso de la palabra “amistad” con la que, a veces, alude a su relación con Foucault o incluso revelando lo que les respondía su correcto pero sincero padre a los escritores de otras editoriales que le enviaban sus libros: “Espero que su novela tenga el éxito que se merece”.
Libro tremendamente francés en la oblicuidad de su propuesta, además de resultar altamente disfrutable, Lo que significa amar es de esas obras que ofrecen el plus de funcionar como disparador para llegar a otras lecturas inolvidables.




Un hijo es un testigo

Figura imprescindible de la industria editorial francesa de la segunda mitad del siglo XX, Jérôme Lindon dirigió desde 1948 hasta su muerte en 2001 la emblemática editorial francesa Les Editions de Minuit que ostenta el record de haber publicado a tres premios Nobel. Además de resultar un faro para la literatura francesa, con la publicación de los escritores más destacados (a tal punto que, en cierta forma, la editorial catapultó a la fama al Nouveau Roman) tuvo también un destacado rol social durante los años de la guerra de Argelia, a partir de la publicación de numerosas obras que denunciaban la tortura y daban voz a los desertores. En 1989, Jérôme Lindon es nombrado miembro del consejo superior de la lengua francesa y también fue muy destacada su tarea como defensor del libro y de las librerías independientes contra la amenaza de las grandes cadenas comerciales: fue uno de los hacedores del proyecto que se convertiría en la ley de precio único del libro.
El mismo año de su muerte, el escritor Jean Echenoz (una de las últimas criaturas literarias más exitosas de Minuit) escribió una obra inclasificable, divertida, seria y reveladora acerca de uno de los editores más influyentes de su país: Jérôme Lindon, mi editor.
Sin embargo, faltaba la voz de su propio hijo para vislumbrar la otra cara de la moneda, los entretelones de la vida del editor consagrado. Sin concesiones, Mathieu elabora un listado completo de reproches a su padre: su conservadurismo, su fanatismo por el protocolo (a tal punto que si en una reunión se encontraba hablando con un ministro prefería no interrumpir esa charla para saludar a su hijo), cierto abuso de poder (parado sobre el indiscutible prestigio de su editorial escamoteaba el dinero correspondiente a los derechos de autor) y acaso cierta ceguera para entender el pulso del momento. Una ceguera que le impedía valorar, por ejemplo, lo que estaba produciendo Hervé Guibert. De todas formas, y a pesar de todos esos aspectos negativos, Mathieu siempre encuentra algún gesto capaz de reivindicar la imagen de su padre hasta quedar en paz con él. Sobre todo, y eso sí, por haber tenido la inconmensurable suerte de conocer a Michel Foucault.







Tapa libros


Por Gustavo Santiago
/fotos/libros/20130310/notas_i/sl25fo10.jpg
Escribir una vida. Invertir el gesto divino: pasar de la carne al verbo. Con tamaño desafío se enfrenta todo biógrafo. Si la vida en cuestión es la de un filósofo, los problemas se tiñen de matices particulares. La vida de alguien que se ha dedicado fundamentalmente a escribir, a pensar, ¿puede tener algo suficientemente atractivo como para ser contado? ¿No alcanza con lo dicho y escrito por él? Si estuviéramos pensando en una figura de la Antigüedad, un Sócrates, un Diógenes, esta última pregunta podría carecer de sentido. La vida de un filósofo y su palabra constituían inseparablemente su filosofía. Desde la modernidad, la pregunta por la vida de un filósofo es muy lateral. Casi un pecado de curiosidad. Lo que interesa es qué dijo, qué escribió el filósofo, no cómo vivió. Quizás haya una excepción en aquello que concierne a cuestiones políticas. En ese terreno sí puede pedírsele a alguien que exhiba una cierta coherencia entre lo que sostiene en los textos y su modo de vida. Pero a nadie se le pregunta en un examen de la facultad por qué Rousseau, autor de un texto pedagógico de la altura de Emilio, depositó en el hospicio público a sus cinco hijos recién nacidos.
Benoît Peeters (París, 1956) es un escritor que más allá de haber incursionado en la novela, el comic y la ensayística, tiene especial predilección por la escritura biográfica. Su último trabajo, dentro del género, está dedicado a Jacques Derrida. Peeters estudió filosofía en La Sorbona, y fue dirigido por Roland Barthes en una maestría en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. Conoce la tradición filosófica, maneja los recursos típicos del género. ¿Es suficiente para afrontar exitosamente la escritura de la vida de Derrida?
Anticipándose a algunos cuestionamientos de capilla, el autor se apura a confesar: “Mi intención no fue proponer una biografía derridiana, sino una biografía de Derrida. El mimetismo, tanto en esta materia como en muchas otras, no me parece el mejor favor que podamos hacerle hoy”. El texto de Peeters estará escrito, entonces, siguiendo las más habituales reglas del género: organización cronológica (con la correspondiente división: infancia y juventud, madurez, vejez), consulta de fuentes, entrevistas a testigos –en este caso, cerca de cien–.
Con esto le basta al autor para componer un libro ágil, por momentos atrapante, que lleva al lector a recorrer un camino que parte de la situación marginal del niño argelino, atraviesa el esplendor de La Sorbona y de las principales universidades norteamericanas y finaliza en el cementerio de Ris-Orangis. No sería de extrañar que, al llegar a este punto, al lector se le escaparan algunas lágrimas, como si perdiera al personaje de una película hollywoodense, de las que apasionaban a Derrida.
Para dar cuenta de la corporeidad del personaje compuesto por Peeters nos detendremos aquí no en la trayectoria intelectual –de la que también se ocupa el texto–, sino en algunos aspectos “marginales” de su vida.
EL NIÑO JUDÍO-ARGELINO-FRANCÉS
En los años de la infancia, su condición de judío-argelino-francés lo llevó a experimentar la marginación y el hostigamiento. Derrida nace en El Biar, un suburbio de Argel, el 15 de julio de 1930. Se trata de una sociedad atravesada por conflictos raciales y religiosos. En 1940, en una escalada de antisemitismo, se deroga el Decreto Crémieux, que concedía la nacionalidad francesa a los judíos de Argelia. A partir de dicha derogación, comienzan a establecerse cupos para los alumnos judíos en las escuelas primarias y secundarias. En 1942, el pequeño Jackie es expulsado de la escuela por su condición de judío (el año anterior ya lo habían sido su hermano mayor, René, y su hermana Janine). Como consecuencia de esto, es inscripto en el liceo Maimónides, que congrega a los chicos judíos. Peeters cita a Derrida: “Creo que fue entonces cuando comencé a reconocer, si no a contraer, ese mal, ese malestar, ese mal-estar que, para el resto de mi vida, me volvió inepto para la experiencia ‘comunitaria’, incapaz de disfrutar de cualquier forma de pertenencia”. El pequeño Derrida afirma haber sufrido casi del mismo modo la segregación antisemita como la “integración” homogeneizadora. Cuando dos años más tarde sean abolidas las medidas antisemitas y pueda reintegrarse al liceo, habrá dejado de mostrar interés por los contenidos escolares.
AMORES
El gran amor de su vida fue Marguerite Aucouturier, hermana de un compañero de la Ecole Normale Supérieure. Marguerite estaba comprometida con “un muchacho serio que caía muy bien a sus padres”. Derrida se convierte en amigo íntimo de la pareja y rápidamente desplaza al (ex) prometido. El noviazgo de Jackie y Marguerite provoca un escándalo en las familias de ambos. Los Derrida no aceptan que ingrese a la familia alguien que no pertenezca a la comunidad judía; los Aucouturier, no se resignan al desventajoso cambio de candidato. Un gesto de Derrida agrava la situación. El hermano de Marguerite cuenta que Derrida envía una carta a sus padres en la cual “en lugar de pedir la mano de Marguerite de modo clásico, exponía en detalle su concepción muy libre de las relaciones de pareja”. Finalmente, se casan, en 1957, lejos de ambas familias, en Estados Unidos.
Más allá de esta relación estable que dio lugar a una familia “tradicional” ampliada algunos años más tarde por la llegada de Pierre y Jean, a Derrida se le sospechan numerosos amoríos. Esto no significa, según Peeters, que haya sido infiel: “Para Derrida, seducir es una necesidad irresistible (...) en él, lo femenino siempre se conjuga en plural. Si Derrida halaga la fidelidad (...) es porque para él cada relación es un acontecimiento único, irreemplazable, por lo tanto piensa que es capaz de numerosas fidelidades”.
Entre esas fidelidades “paralelas” hubo una que le trajo serios dolores de cabeza: la vivida con Sylviane Agacinski, a quien conoció en 1972. Derrida era ya una celebridad en el mundo intelectual francés y Sylviane, una joven estudiante quince años menor que él, “de una belleza que cortaba la respiración”. En 1984, ella le comunica que está embarazada y que en esta ocasión –a diferencia de lo hecho algunos años atrás– piensa tener el hijo. Derrida se aterroriza por la posibilidad de que su familia se entere de la situación (aunque aparentemente todos lo sabían) y decide tomar distancia. Todo estallará algunos años más tarde, cuando Sylviane se case con Lionel Jospin. Durante la campaña electoral de 2002 se publican dos biografías del candidato, en las que queda expuesto que el hijo que Jospin “crió como suyo” es del –por entonces, ya célebre– filósofo Derrida. En toda su vida Derrida sólo vio una vez –por una circunstancia azarosa– a su hijo Daniel.
PLACERES
Además del placer de las fidelidades múltiples, Derrida disfruta de cosas simples como manejar un auto a gran velocidad, nadar, jugar al fútbol y al poker, ver cine y televisión. No disfruta tanto como uno podría esperar de la lectura. Cuando lee, no puede dejar de pensar que está trabajando. Lee para escribir. Y la escritura –o la exposición en conferencias o clases de lo escrito– no siempre le deparó satisfacciones.
PADECIMIENTOS
Por una cuestión de oficio, podría decirse que lo que más atormentó a Derrida a lo largo de su vida fue tener que someterse a tribunales académicos. Padeció los exámenes para ingresar en la Ecole Normale Supérieure (particularmente, claro está, en las dos ocasiones en las que fracasó); sufrió “hasta estar al borde del desmoronamiento psíquico” en sus dos presentaciones en el concurso de agrégation (en la primera ocasión reprobó y en la segunda obtuvo una nota mediocre). Y no se trata de un malestar de juventud. Cuando, en 1981, concursa por un cargo en la universidad de Nanterre, debe atravesar un nuevo calvario. Dominique Lecourt, que lo ve salir de la entrevista “blanco como un papel”, relata que el propio Derrida “más tarde me contó que algunos miembros del jurado se habían divertido leyendo fragmentos de sus libros en voz alta, de la manera más sarcástica posible”.
También se atormenta ponderando el reconocimiento (o la falta de él) por parte de sus pares. Enumerar a aquellos de quienes se distanció por cuestiones de ese estilo daría lugar a una lista casi de la misma extensión que la de quienes fueron sus amigos. Entre las batallas más célebres podrían citarse las que libró con Foucault, Lacan y Bourdieu.
LA VIDA Y EL INTELECTUAL
Sería exagerado afirmar que con este libro Peeters logra esclarecer el pensamiento del filósofo –no hay texto que pueda hacerlo–, pero no sería desacertado sostener que proporciona una buena introducción a él. Tanto por las correctas, aunque inevitablemente apretadas, síntesis de cada uno de los textos más importantes de Derrida que ofrece cuando el hilo cronológico lo permite, como por su atractiva composición de clima de época que permite entrever el marco en que esos textos fueron gestados. Insistimos: no se trata de una “biografía intelectual”. Es, en todo caso, la biografía de un intelectual, de un hombre: Ecce Homo.
Derrida
Benoît Peeters
Fondo de Cultura Económica
682 páginas





El centro ya no es el centro

Por Juan Pablo Bertazza
Es notable cómo a veces algunos conceptos de una obra pasan de nivel y se transforman en una especie de símbolo –o incluso de arma contundente– para dar forma e imagen a la trayectoria de su autor.
Tardíamente valorado en Francia, casi todas las miradas de los custodios del saber se empezaron a posar en Jacques Derrida durante la tumultuosa década del ‘60 en los Estados Unidos. Más precisamente en 1966, cuando el filósofo presentó en la Universidad Johns Hopkins su artículo “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, que luego sería publicado en La escritura y la diferencia.
En ese artículo, Derrida marcaba un antes y un después en el concepto de estructura, asestándole un fuerte golpe al estructuralismo reinante, a la sazón, en todas las disciplinas humanas. Hasta ese momento, decía Derrida, se buscaba asignarle a la estructura un centro, un origen fijo que organizaba coherentemente la estructura y limitaba su juego. Un significado trascendente que limitaba los sentidos. El centro totalizador se encargaba de cerrar el juego que abría y hacía posible. En ese centro quedaba prohibida la sustitución de los elementos porque, en tanto rey de la estructura, gozaba del privilegio de sustraerse a la misma. En ese sentido, concluía paradójico Derrida, el centro está dentro y fuera de la estructura. Es decir, si bien se encuentra en el centro de la totalidad por comandarla, al mismo tiempo sabe sustraerse de esa totalidad y dejar de pertenecerle, por lo que la estructura tiene, en realidad, su centro en otra parte. La conclusión era tan impensada como urticante: el centro ya no es el centro. Y el corolario era que la estructura sufría una distorsión mientras que el centro se transformaba en un no lugar donde sí se jugaban libremente, y hasta el infinito, las sustituciones. Derrida marcaba como antecedente de esto a Nietzsche, quien, en su crítica a la metafísica, sustituía ser y verdad por juego e interpretación y signo.
Lo notable es que al mismo tiempo que ese centro antes inmaculado se empezaba a caer a pedazos, Derrida comenzaba a dejar los márgenes para desembocar también en otro centro, el centro del saber. En ese sentido, resulta insoslayable el dato de que Derrida nació en los suburbios de Argel, hijo de una familia judía sefardí, y que sufrió la represión del gobierno de Vichy a tal punto que terminó siendo expulsado en octubre de 1942 de su escuela argelina. Un trauma que, además de problematizar con extraordinaria belleza en El monolingüismo del otro, lo acompañaría quizás para siempre.
Se podría pensar que Derrida es a la filosofía francesa lo que es Albert Camus a su literatura. Existen, por lo menos, algunas semejanzas en ese itinerario, en ese trayecto desde los márgenes hacia el centro en un país donde, se sabe, el centro es casi tan inamovible como aquel del estructuralismo. Ambos nacieron en Argelia, ambos soñaron con ser futbolistas profesionales (Camus llegó a ser un buen arquero en diversos clubes argelinos), Camus obtuvo el máximo galardón que ofrece el canon, el Premio Nobel de Literatura, y Derrida no lo ganó, al parecer, solo porque murió antes.
A pesar de que hoy es el filósofo francés más traducido en el mundo y uno de los que más polémica generaron en las últimas décadas (la publicación de su biografía por Benoît Peeters, sin ir más lejos, generó una rabia infantil en Michel Onfray, quien descalificó de manera vil y obsoleta al autor del libro por ser fanático de Tintín) los filósofos despreciaron y ningunearon durante mucho tiempo la obra de Derrida con el mismo fervor con el que la recibieron los críticos literarios. Otra vez, de la periferia hacia el centro: Habermas lo llamó, en su momento, “autor de una especie de teorización irracionalista posmoderna” y actualmente Derrida es considerado casi unánimamente el filósofo francés más importante de los últimos tiempos, sobre todo por su condición de desbaratador del discurso del saber.
Si dentro de la historia de la filosofía hay un lugar de poeta que ocupó Platón, un lugar de dramaturgo maldito que ocupó Nietzsche, no es descabellado pensar que a Derrida le cabe el lugar de crítico literario de la filosofía. Un lugar que es margen y centro al mismo tiempo. Un lugar desde el que Derrida prácticamente logró borrar las fronteras entre filosofía y literatura.




Ceaux: la biografía como amistad póstuma

De Hergé a Derrida

Por Pascal Ceaux
/fotos/libros/20130310/subnotas_i/sl25fo01.jpg
Benoît Peeters nunca terminará con Derrida. A pesar de haber pasado tres años íntimos, tres años sumergido entre documentos, escuchando los testimonios de vida del filósofo siempre caótico y a veces increíble, el autor de la primera biografía de Jacques Derrida (1930-2004) confiesa: “Voy a continuar viviendo con este libro”. Y quizás también con este hombre singular –pensador que creó un mundo propio surcado entre la filosofía y la literatura– al que Peeters se siente ligado, a partir de ahora, por una suerte de “amistad póstuma”.
El sentimiento es más fuerte en tanto que el encuentro no fue premeditado. Ahora, con cincuenta y cuatro años de vida, Peeters se hizo conocer por el gran público gracias a Tintín. La vida de Hergé es la vida que el quiso contar desde su juventud. Está, por lo tanto, íntimamente ligado a la trayectoria de su compatriota belga, a tal punto que produjo en 2002 una biografía de cabecera: Hergé, hijo de Tintín (Flammarion). Escribió también historietas, novelas, relatos y fragmentos de todo tipo.
Pero a pesar de eso, Jacques Derrida no le resultaba tan lejano. Licenciado en filosofía, alumno de Roland Barthes, estrella de la escena intelectual, Benoît Peeters nunca dejó de leer al inventor de la deconstrucción, ese “artista del concepto”, como él lo define. “En una oportunidad lo fui a ver porque había publicado, en 1985, con Marie–Françoise Plissart, un relato fotográfico y él aceptó escribir un comentario para acompañar nuestro trabajo.”
Sin embargo, cuando decidió escribir una biografía, no pensó espontáneamente en Derrida. Jean-Luc Godard y Barthes le daban vueltas. ¡Pero no! Ya se había hecho. Muy complicado. El filósofo ofrecía la ventaja de un terreno virgen. “El corpus de documentos accesibles era importante, explica Peeters, al igual que la cantidad de testigos vivos para entrevistar.” No había más que una condición que cumplir: conseguir la autorización de la viuda de Jacques Derrida. “Ella pudo haber abortado el proyecto. Fue muy considerada y nunca pidió releer el libro: ni ella ni yo deseábamos una biografía autorizada.”
Así pudo comenzar la investigación sobre el niño judío de Argelia, expulsado del colegio por las leyes antisemitas de Vichy, el estudiante desarraigado, afrontando las angustias del ingreso a l’Ecole Normale Supérieure, y después de la admisión, el pensador incongruente que se establece fuera de la Universidad, fuera incluso de Francia, porque es Estados Unidos el primer país en propulsarlo al rango de héroe del pensamiento. Benoît Peeters no esquiva ningún tramo de ese trayecto a través del cual Derrida se revela, rápidamente, como un maestro estratega. “Es el filósofo que más viajó en la historia. Y lo hacía para ofrecer su palabra. Yo lo comparo con San Pablo por su esfuerzo en conquistar los espíritus, evitar el cisma y los desvíos.”
Al final de esta larga investigación acerca del hombre, Benoît Peeters sintió sólo un fuerte arrepentimiento. No haber podido dar con Sylviane Agacinski, la filósofa y esposa de Lionel Jospin, quien antes de casarse vivió, durante diez años, un amor secreto con Jacques Derrida. “Quizás la publicación de la biografía la haga cambiar de opinión”, se ilusiona Peeters, dispuesto a retomar su trabajo “de acá a algunos años”, aunque sean muy pocos los trozos que encuentre de esa vida de la que ya sabe demasiado. Decididamente, no terminamos con Derrida.




Roudinesco: las múltiples facetas de un filósofo apasionado

Al acecho de lo imprevisible

Por Élisabeth Roudinesco
Tratándose de un filósofo de la envergadura de Jacques Derrida, cuya inmensa obra –sesenta volúmenes, sin contar los seminarios aún inéditos– se tradujo y comentó a lo largo de todo el mundo, Benoît Peeters eligió, con razón, dedicarse no a la génesis ni al contenido de esa obra sino a la vida del hombre detrás del autor: su infancia, su familia, sus relaciones con las mujeres, sus amistades, su seducción, sus redes, sus angustias, sus gustos literarios, culinarios y hasta de ropa, su enseñanza y su itinerario político. En otras palabras, redactó una excelente biografía en el más puro estilo de la tradición anglosajona. Fue el primero en tener acceso a los archivos del filósofo, pertenecientes al Instituto Memorias de la Edición Contemporánea (IMEC) y a la biblioteca Langson de la Universidad de Irvine en California, y se entretuvo con un centenar de testigos esenciales.
También reconstruyó con la distancia necesaria las etapas de una vida que han conducido a un joven judío laico, nacido en 1930 en El Biar, en las alturas de Alger, después expulsado del liceo en octubre de 1942 por el régimen de Vichy, nada menos que a París en 1949 para seguir sus estudios en el liceo Louis le Grand e ingresar enseguida a la Escuela Normal Superior (ENS).
En 1966, después de iniciarse en la obra de Husserl, Derrida participa del célebre simposio sobre el estructuralismo, organizado por la Universidad Johns Hopkins, de Baltimore, donde se encuentran Roland Barthes, Jean Pierre Vernant, Jean Hyppolite, René Girard y Jacques Lacan. Un fecundo momento de la historia cultural franco-americana. Un año más tarde, conoce a Paul de Man, teórico modernista de la crítica literaria, que le abre las puertas de varias universidades estadounidenses. Muy rápidamente, y sobre todo con la publicación de De la gramatología (Minuit, 1967) y de La escritura y la diferencia (Seuil, 1967), obtiene un éxito considerable, transformándose en contemporáneo, diez años más tarde, de dos brillantes generaciones de intelectuales con los que no cesará de dialogar: Emmanuel Lévinas, Maurice Blanchot, Jean Genet, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Louis Althusser, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, etc...
Derrida siempre ha sido un socialdemócrata, anticolonialista, feminista, hostil a la pena de muerte, heredero del Siglo de las Luces, ligado a la escuela republicana, admirador de De Gaulle y de Nelson Mandela. Sin embargo, a partir de 1987, tal como subraya Peeters, es tratado de nihilista, antidemócrata y adepto a dos teóricos nazis –Carl Schmitt y Martin Heidegger–, además de haber tomado, en 1987, una pobre defensa de su amigo de Man, cuyo pasado de viejo colaborador de un diario antisemita belga se reveló póstumamente.
Todas esas habladurías son puestas en evidencia gracias a la investigación de Peeters, que revela las múltiples facetas de este filósofo apasionado, gran viajero que temía a los aviones, inventor de una nueva escritura filosófica con la que buscaba transgredir las fronteras. De ahí su interés por todas las disciplinas –literatura, derecho, psicoanálisis–, por todas las situaciones sociales –los excluidos, los homosexuales, las minorías–- y por todos los combates contra el sufrimiento y la discriminación: racismo, antisemitismo, crueldad hacia los animales.
Derrida hizo escándalo, no porque fuera un fanático sectario, sino porque estaba al acecho de lo que ocurría: lo imprevisible, los márgenes, los extremos, la diseminación. Tal es el sentido de los dos términos que popularizó: la “deconstrucción”, proceso para desmontar un sistema de pensamiento hegemónico y resistir la tiranía de “lo Uno” (la Unidad) para avanzar hacia el devenir siendo fiel e infiel a una herencia; y la différance (con “a”), que posibilita pensar un universal de alteridad.
Entre los momentos más fuertes de esta biografía, encontramos lo que sucedía a principios del mes de octubre de 2004: pocos días antes de su muerte, se enteró de que podría llegar a recibir el Premio Nobel de Literatura. Terrible y última crueldad para este filósofo que se mantenía en las fronteras de las instituciones académicas sin nunca cuestionarlas: “Me lo quieren dar –dijo–, porque saben que me voy a morir”.
Onfray contra la biografía

Piedad por Derrida

Por Michel Onfray
Jacques Derrida les temía a los biógrafos y a las biografías. Tenía razón. De hecho, cayó en manos de un biógrafo, Benoît Peeters, tal como todos nosotros quedaremos a merced, algún día, de un empleado de pompas fúnebres. El biógrafo sostuvo un diario de su biografía, que apareció bajo el título de Tres años con Derrida.
Se trata de un hombre que se hizo conocido por haber hecho una biografía de Hergé, por sus colaboraciones en distintas historietas y por ser un especialista en Tintín –todos títulos de nobleza filosófica, por supuesto– que quería escribir una biografía pero ¡sin saber sobre quién! Y empezó a tantear: quizá Magritte, quizá Jérôme Lindon, pero ¿por qué no otra personalidad? Entonces se dejó tentar por una editora y aceptó el encargo de hacer un Derrida.
Preocupado por descubrir el “método” de este hombre, que ha subtitulado su libro Las libretas de un biógrafo, me sobresalté al descubrir que reivindica una ¡”lectura flotante” de la obra de Derrida! De la misma manera que Freud conceptualizó la escucha flotante en la técnica psicoanalítica para justificar el adormecimiento del psicoanalista en su sillón (confesión autobiográfica hecha en una carta al médico alemán Wilhelm Fliess, fechada el 15 de marzo de 1898), intentando explicarlo todo en términos de que, a pesar del sueño, los inconscientes se continúan comunicando, Benoît Peeters cree que él puede leer distraídamente la obra completa del filósofo sin que la calidad de su biografía se vea afectada.
Así se comprende por qué el hombre no ama a los que no les gusta Freud y tiene en tan alta estima a los defensores de la parapsicología vienesa. Comprendemos entonces que le pueda quedar tiempo disponible robado a su “no lectura” de Derrida, para emprender un gran uso de Google y de Internet y alcanzar así sus “verificaciones incesantes”, o que pueda ir de cita en cita para encontrarse con eminencias como Bernard-Henri Lévy, Julia Kristeva o Philippe Sollers, cuando no Jean Birnbaum, cuya única gloria consiste en... ¡haber sido el último periodista en haber entrevistado a Jacques Derrida! O incluso Elisabeth Roudinesco, cuyo extenso saber lo sumerge en abismos de inhabitual modestia –Peeters escribe después de un encuentro: “Me asusté y me fastidié por la amplitud de mi ignorancia”–. Conclusión de las visitas realizadas a personalidades de esa talla: “¡Qué suerte tengo de poder contactarme con gente tan destacada!”.
En ese sentido, valoramos algunos de los pasajes consagrados a Michel Delorme, fundador de la editorial Galilée (la que publicó al filósofo), que se negó a colaborar de cerca y de lejos en esta biografía en la que Google parece haber tenido más lugar, según cuenta su propio autor, que aquella fuente auténtica que no ha revelado ningún secreto. El silencio de Delorme vale como una invitación a una “lectura paciente” de la obra de Derrida, algo que exige, por otra parte, la forma misma de su obra –en las antípodas de esa “lectura flotante” que constituye una especie de insulto post mortem...–.
A manera de antídoto contra esa mala acción intelectual, podremos leer y meditar sobre Derrida, leer por ejemplo Políticas de la amistad o El derecho a la filosofía, o reflexionar acerca de cómo sería una auténtica biografía filosófica, que incluso volviera posible esa filosofía de la biografía que lastimosamente intenta construir en cinco páginas el especialista en Tintín. Pero una obra tal exige obreros trabajadores y aguerridos, es decir, obreros de otra temple.




Onfray contra la biografía

Piedad por Derrida

Por Michel Onfray
Jacques Derrida les temía a los biógrafos y a las biografías. Tenía razón. De hecho, cayó en manos de un biógrafo, Benoît Peeters, tal como todos nosotros quedaremos a merced, algún día, de un empleado de pompas fúnebres. El biógrafo sostuvo un diario de su biografía, que apareció bajo el título de Tres años con Derrida.
Se trata de un hombre que se hizo conocido por haber hecho una biografía de Hergé, por sus colaboraciones en distintas historietas y por ser un especialista en Tintín –todos títulos de nobleza filosófica, por supuesto– que quería escribir una biografía pero ¡sin saber sobre quién! Y empezó a tantear: quizá Magritte, quizá Jérôme Lindon, pero ¿por qué no otra personalidad? Entonces se dejó tentar por una editora y aceptó el encargo de hacer un Derrida.
Preocupado por descubrir el “método” de este hombre, que ha subtitulado su libro Las libretas de un biógrafo, me sobresalté al descubrir que reivindica una ¡”lectura flotante” de la obra de Derrida! De la misma manera que Freud conceptualizó la escucha flotante en la técnica psicoanalítica para justificar el adormecimiento del psicoanalista en su sillón (confesión autobiográfica hecha en una carta al médico alemán Wilhelm Fliess, fechada el 15 de marzo de 1898), intentando explicarlo todo en términos de que, a pesar del sueño, los inconscientes se continúan comunicando, Benoît Peeters cree que él puede leer distraídamente la obra completa del filósofo sin que la calidad de su biografía se vea afectada.
Así se comprende por qué el hombre no ama a los que no les gusta Freud y tiene en tan alta estima a los defensores de la parapsicología vienesa. Comprendemos entonces que le pueda quedar tiempo disponible robado a su “no lectura” de Derrida, para emprender un gran uso de Google y de Internet y alcanzar así sus “verificaciones incesantes”, o que pueda ir de cita en cita para encontrarse con eminencias como Bernard-Henri Lévy, Julia Kristeva o Philippe Sollers, cuando no Jean Birnbaum, cuya única gloria consiste en... ¡haber sido el último periodista en haber entrevistado a Jacques Derrida! O incluso Elisabeth Roudinesco, cuyo extenso saber lo sumerge en abismos de inhabitual modestia –Peeters escribe después de un encuentro: “Me asusté y me fastidié por la amplitud de mi ignorancia”–. Conclusión de las visitas realizadas a personalidades de esa talla: “¡Qué suerte tengo de poder contactarme con gente tan destacada!”.
En ese sentido, valoramos algunos de los pasajes consagrados a Michel Delorme, fundador de la editorial Galilée (la que publicó al filósofo), que se negó a colaborar de cerca y de lejos en esta biografía en la que Google parece haber tenido más lugar, según cuenta su propio autor, que aquella fuente auténtica que no ha revelado ningún secreto. El silencio de Delorme vale como una invitación a una “lectura paciente” de la obra de Derrida, algo que exige, por otra parte, la forma misma de su obra –en las antípodas de esa “lectura flotante” que constituye una especie de insulto post mortem...–.
A manera de antídoto contra esa mala acción intelectual, podremos leer y meditar sobre Derrida, leer por ejemplo Políticas de la amistad o El derecho a la filosofía, o reflexionar acerca de cómo sería una auténtica biografía filosófica, que incluso volviera posible esa filosofía de la biografía que lastimosamente intenta construir en cinco páginas el especialista en Tintín. Pero una obra tal exige obreros trabajadores y aguerridos, es decir, obreros de otra temple.






Un héroe mitad ángel y mitad monstruo

Después de un viaje a Salta a fines de los años ’60 y a instancias de su marido H. A. Murena –quien le había sugerido que escribiera “fuera de su clase”–, Sara Gallardo concibió su particularísima novela Eisejuaz, que le valió comparaciones con Di Benedetto, Rulfo, Guimaraes Rosa y Mario de Andrade. Eisejuaz es el monólogo místico de un indio mataco que, cree, está recibiendo señales de Dios. Pero además, es la invención de una lengua que nada tiene que ver con el mimetismo propuesto por los indigenistas. Extraña y única en la literatura argentina, Eisejuaz acaba de ser reeditada por El cuenco de plata, con la inclusión de una carta de Manuel Mujica Lainez a la autora –eran muy amigos– y un prólogo de Martín Kohan, que reproducimos.

Por Martin Kohan
/fotos/libros/20130310/notas_i/sl31fo02.jpg
Toda ficción nos convoca a suspender nuestras creencias para poner, en su lugar, un sistema de creencias diferente. El pacto de lectura de Eisejuaz parece en principio proceder del mismo modo. Sin embargo, no tardamos en advertir que estamos ante un caso muy distinto, que estamos ante un libro excepcional. Porque una vez que, como lectores, dispusimos esa habitual suspensión de certezas previas, una vez que aceptamos descreer de lo sabido para poder creer de otro modo, en ese espacio así despejado Eisejuaz prefiere no poner nada. Las creencias desplazadas no encontrarán su reemplazo desde el mundo de la ficción. Lo que en cambio proporciona Eisejuaz es un estado de vacilación perdurable, que no podrá –ni querrá– resolverse. No se trata, por supuesto, de esa clase de vacilación propia del género fantástico o de lo maravilloso, que cuando se publicó por primera vez este libro, en 1971, está ya tan fuertemente codificada en la literatura argentina que hasta puede equivaler a una certeza.
El estado de vacilación en que Eisejuaz nos coloca y nos mantiene es sin dudas de otra especie. Porque su materia, justamente, está hecha de creencias, y su dilema, en gran medida, es discernir en qué se puede creer y en qué no. Sara Gallardo concibió esta novela a partir de algunos viajes que hizo a Salta a fines de los años ’60. Si esa experiencia tuvo el poder de suscitar la escritura de este libro es ante todo porque, en ella, se encontró con una nueva posibilidad para la lengua. Se trata de ese “idioma medio inventado” que tan genialmente se nutre de la despojada parquedad del habla indígena y que tan genialmente Sara Gallardo convierte en otra cosa; esa lengua que “en principio parece difícil de entender” aunque “enseguida se aprende”; ese insistente subrayamiento de la negación (“Nada no había”, “nada no pasó”, “nada no hablé”, “él tampoco no la tuvo”, “nadie no habló”, “nadie no contestó”) y esa forma inusual de lo impersonal (“se cumplimos años”, “se enfermamos”, “se vamos a morir”) que son tan profundamente existenciales y tan prodigiosamente literarios. La afinidad que la crítica literaria ha señalado entre Eisejuaz y la literatura de Juan Rulfo o de Joao Guimaraes Rosa encuentra allí su fundamento: lo estimulantes que pueden ser las hablas regionales para la exploración de nuevas formas literarias, siempre y cuando se las libere de la chatura mimética del regionalismo costumbrista. No obstante, hay en Sara Gallardo una originalidad tan radical, que lo más justo es inscribirla en esa zona de la literatura latinoamericana de los libros que no se parecen a nada, y que no encajan ni aun en el canon de la heterodoxia finalmente establecida, y que no van a aparecer o a recordarse sin dejar de ser un descubrimiento.
Aquel viaje a Salta que hizo Sara Gallardo la puso además en contacto con un ámbito en el que líneas sociales muy diversas se intersectan, se interfieren, confluyen, se refractan o se hostigan de manera por demás particular. Y Eisejuaz parece responder en gran medida a esa captación: está el universo aborigen, la presencia de la Iglesia Católica, los gringos que explotan y se aprovechan... ¿Desde qué perspectiva corresponde abordar el caso de las creencias de Eisejuaz? La pregunta es válida tanto para los personajes de la novela como para sus potenciales lectores. ¿Es posible creer en eso que habla Eisejuaz? ¿Y es posible creer en Eisejuaz mismo, cuando dice que cree en eso? Es cierto que lo más atinado es ver en su postura tan sólo un delirio o una farsa, el extravío personal de un pobre alucinado. Pero no es menos cierto que esos otros regímenes de creencias que aparecen en la novela, más asentados y establecidos, más severos e institucionales (el de la misión de San Francisco, el de la iglesia noruega, el de la fe cristiana) no resultan de por sí menos inverosímiles ni menos fabulosos.
Lo que cree o dice creer Eisejuaz es que Dios le ha enviado señales. Y él procede, siguiendo su figuración de otro mundo, cada vez más desencajado de las cosas de este mundo. Elena Vinelli habla de la “conciencia mística (o psicótica) de un indio mataco”, y cita una carta de Manuel Mujica Lainez a Sara Gallardo en la que habla de “un héroe mitad ángel y mitad monstruo”. Así queda escindido Eisejuaz, según se lo considere desde su propia perspectiva o desde una perspectiva exterior, según se decida admitir sus creencias o tomar distancia de ellas: será un salvador o un torturador, un santo o un traidor, un místico o un psicótico, un ángel o un monstruo, según se piense o no que es verdad eso que él cree, según se piense o no que lo cree de verdad.
Eisejuaz dice de sí: “No tengo dos palabras”. Y es verdad. Pero en cambio tiene dos nombres: es “Eisejuaz, Éste También” desde que lo ha elegido Dios; y es también Lisandro Vega, antes de que eso pasara. Dos nombres tiene, tiene dos vidas: la que llevaba antes, trabajando en una caldera, capataz de un campamento, y la que Dios al parecer un día le encomendó: Salvar a un hombre, esperar nuevas señales que pueda llegar a enviarle.
Sara Gallardo había indagado en cuestiones similares en los libros que preceden a Eisejuaz. En Enero, su primera novela, de 1958, aparecía un pecado indecible, el miedo a la confesión ante un cura, el amparo en el silencio, la tragedia de una chica de campo rodeada por ricos de estancia. En Pantalones azules, de 1963, es un militante católico el que peca y el que no encuentra, frente a un cura, ocasión de confesar, hasta verse forzado al silencio. En Eisejuaz esos mismos elementos (la falta, la culpa, la posible redención, la presión de la Iglesia, el silencio inexorable) reaparecen pero dispuestos bajo un cambio visceral. Porque el que guarda silencio es Dios. Y el que espera su mensaje es Eisejuaz, que ha dado por seguras señales inciertas y ahora se deja abrumar por la presencia de lo callado. La mitad monstruosa de ese ángel, la parte psicótica de ese místico que es Eisejuaz, tal vez esté cometiendo un pecado contra el hombre al que ha tomado para obrar su salvación. Pero cuando grita al Señor: “Si levanté un pecado contra vos hacémelo saber”, Dios permanece terriblemente en silencio: “No hubo contestación”.
Callar, no hablar, nada decir, es la cosa que más hace Eisejuaz. A imagen y semejanza de Dios. Los libros de Sara Gallardo transcurren siempre sobre esa franja, la que prefiere el no decir al decir. En Enero ese silencio es opresivo, tan opresivo como lo es el campo mismo; en Pantalones azules da cuenta de una imposible comunicación, la que brota de la confusión urbana; en Los galgos, se juega en el ida y vuelta entre dos tópicos del mundo de clase alta: la estancia y el viaje a París, hábilmente alterados, desviados, deslucidos.
En Eisejuaz el espacio es otro: un pueblo de provincia al que la lluvia ha dejado aislado. Y el recorte social también es otro (Leopoldo Brizuela sostiene que fue a instancias de Héctor Morena, su marido por entonces, que Sara Gallardo decidió salir de los límites de la clase que prevalecía en su literatura). El mundo de los indígenas es un mundo de trabajo y explotación, donde “el río tiene dueños”, donde es necesario enfrentar el avance de un nuevo orden económico: “Nos echan de aquí. Necesitan la tierra para plantar caña”. Pero precisamente de esa situación desertará Eisejuaz, atraído por otra clase de salvación, por otra redención posible. Un intento solitario, casi secreto, abstracto, acallado, en fuga, un intento que es apenas pura creencia y a la vez completamente increíble.
Sellado entonces por un doble silencio, el suyo y el de Dios, Eisejuaz admitirá: “Se me pegó la lengua”. Y de esa forma estará hablando de sí mismo no menos que de esta novela. Surgida de una lengua que se pega, brilla en el extremo insondable de una lengua pegada: va de esa lengua inusitada que se adquiere en la extrañeza, al límite de lo que se calla porque no hay más verdad que el silencio.



La mujer fría

El último rescate de la valiosa obra de Irène Némirovsky es una novela bella y despiadada donde el personaje principal, Gladys Eysenach, es un alter ego de la distante y frívola madre de la escritora, una mujer que pierde el control y llega al crimen cuando entiende que la juventud y la hermosura finalmente la han abandonado.

Por Alicia Plante
/fotos/libros/20130310/notas_i/sl28fo01.jpg
Desde que sus novelas empezaron a publicarse en castellano, la trágica historia de la escritora Irène Némirovsky, nacida en Kiev, Rusia, en 1903 y asesinada en 1942 en el campo de exterminio de Auschwitz, es penosamente conocida. En 1919, frente a la expansión incontrolable de la revolución bolchevique y el consiguiente derrumbe de la Rusia zarista, el padre de la futura escritora, un acaudalado aristócrata, abandonó la patria y emprendió un largo y accidentado viaje con su esposa y su única hija adolescente, con las que se instaló en París. Habiendo puesto a salvo el pellejo familiar, posteriormente logró entrar en Rusia varias veces a fin de rescatar también gran parte de su fortuna.
Esa riqueza permitió que Irène se criara con cuchara de plata, aunque sin una madre que se la acercara a la boca. Una mujer frívola y egoísta que no se resignó jamás al destierro y la pérdida de los privilegios aristocráticos, Mme. Némirosvky se desinteresó totalmente de las necesidades emocionales y afectivas de su hija, que fue criada por mujeres contratadas que dejaban a la madre en libertad para entregarse a los encantos de la vida social europea de entreguerras. Irène, solitaria en un medio extraño pero no hostil, se educó en los mejores colegios y completó con honores sus estudios de Letras en la Sorbona. Su excepcional carrera literaria, inaugurada con el lanzamiento por parte de la editorial Grasset de su primera novela, David Golder, la colocó desde el primer momento en un lugar prominente del mundo occidental. Se casó con Michel Epstein –también asesinado por los nazis– con quien tuvieron dos hijas, custodias durante décadas del manuscrito de Suite Francesa, quizá su novela más importante. En 1942, sabiendo, como todo el mundo, que las tropas nazis avanzaban sobre París, eligió permanecer en la ciudad, donde fue hecha prisionera y enviada a una muerte prácticamente inmediata en Auschwitz.
Esa inmolación suya sólo puede entenderse desde la tristeza, una constante en su vida y en su narrativa, desde el abandono moral del que fue víctima por parte de su madre, desde la soledad en la que creció y a pesar de todo desarrolló su talento y elaboró una obra trascendente, traducida a más de treinta idiomas. Esa madre, que significativamente no sufrió persecución alguna a manos de los nazis, cuando su hija fue arrestada y sus nietas pequeñas acudieron a ella en busca de amparo, se rehusó a abrirles la puerta de su casa.
La presente novela, Jezabel, tiene un personaje central, Gladys Eysenach, que es evidentemente un retrato despiadado y sin embargo más dolorido que rencoroso de la madre de la autora. A Gladys no le interesa el amor, sentirlo, enamorarse. Es una emoción que nunca llega a conocer. Desde que toma conciencia de su belleza perfecta, de la admiración y la ambición de poseerla que despierta en los hombres, así como de la envidia y los celos que sienten por ella las demás mujeres, su único propósito en la vida, al cual consagra todo su tiempo y todos sus esfuerzos, es nunca dejar de provocar la pasión descubierta la primera vez, cuando, a los quince años, su enorme poder de seducción se le vuelve evidente sin todavía haber hecho nada por conseguirlo. La consiguiente necesidad de saberse objeto del deseo del otro finalmente la esclaviza y la somete hasta un punto en el que el terror a la vejez y a la pérdida de su poder la llevan a la angustia, la impiedad y la degradación. Su cuerpo es un altar nunca lo bastante venerado por sus devotos, hombres y mujeres, y a medida que el relato avanza y el tiempo también, Gladys verifica que la Fuente de Juvencia está seca, que en realidad su cuerpo privilegiado nunca se deslizó por las aguas sagradas porque la juventud era pasajera, apenas un préstamo, un hecho cruelmente provisorio.
En una ecuación del deseo del otro con la propia existencia, el hombre, finalmente cualquiera, debe confirmarla bella y deseable y sobre todo joven para que la vida tenga algo semejante a una razón de ser. Gladys Eysenach, alter ego de Mme. Némirovsky, no sabe en la novela qué hacer con el tierno amor de su hija, una niña delicada y frágil que sin embargo ostenta una personalidad más atada a la realidad que la de su madre. Mme. Némirovsky seguramente tampoco supo qué hacer en la vida real con el de la pequeña Iréne, y su indiferencia la condenó a no escapar de una muerte atroz que tal vez antes no se había animado a buscar.
El comienzo del relato coloca a Gladys ante un juez y un jurado, ante un público como todos, ávido de escándalo. La Eysenach, la notable, la famosa, la bella, ah, el placer de verla quebrada por la culpa: ¡la malvada mató de un balazo a un muchacho de apenas veinte años! La intriga acerca del papel que ocupó ese hombre sin gracia ni encanto en la vida de la hermosa Gladys acompaña al lector a lo largo de toda la novela. Y es naturalmente el dramático remate que los personajes merecen el que nos hace cerrar el libro con el sabor de la pena en la boca y el placer del contacto con un destello de la verdad y un reflejo de la belleza en el espíritu.
Jezabel
Irène Némirovsky
Salamandra
190 páginas




No hay comentarios: