miércoles, 9 de junio de 2010

Jorge Baron Biza

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Lo bello y lo triste

Jorge Baron Biza había publicado una novela extraordinaria, El desierto y su semilla, cuando pocos años después se suicidó, en 2001. La tragedia de la historia familiar marca sin dudas su destino de escritor, pero siempre luchó contra la reducción autobiográfica. La publicación de Por dentro todo está permitido (Caja Negra-Cceba), donde se recopilan sus reseñas, retratos y ensayos, amplía la comprensión de un autor que merece mucho más que ocupar el casillero de descendiente de la raza de los malditos

Por Claudio Zeiger
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Más de diez años antes de dar a conocer El desierto y su semilla, en un artículo que ahora se recopila en Por dentro todo está permitido, Jorge Baron Biza establecía un punto de vista respecto de su historia familiar. Era una respuesta, o más bien un comentario, a una nota de Enrique Sdrech que Baron Biza juzgó excelente, acerca de la trágica relación de sus padres, Raúl Baron Biza y Clotilde Sabattini. Ahí escribió: “He luchado con mi historia familiar, con la manera en que debo acomodar los hechos para seguir viviendo. Procuré durante muchos años no decir una palabra sobre el tema. Después traté de enfrentar fantasmas, girando con lupa y escalpelo en torno de viejos episodios. Ahora sé que no hay nada que acomodar, ni ocultar, ni exhibir. Que cada amor conserva sus huellas propias, en las que están impresos más allá de las palabras, los sentimientos; que éstos sólo son contradictorios para las palabras, pero que permanecen firmes, poderosos e inexplicables mucho después de que morimos”.

Cuando finalmente decidió romper el silencio y escribió –y publicó– la novela familiar, Baron Biza se consagró y marcó también un límite, su límite. Quedó encerrado en la dulce trampa de la autobiografía; digo dulce porque sus redes son tibias. Lo empujaban a pensar salidas del laberinto. Lo habían dejado en una suave disponibilidad. Ser otra clase de escritor sin negar lo hecho. Cambiar el rumbo. Empezar una nueva vida literaria. No nos dejó otra novela, pero este volumen que recopila reseñas, retratos y ensayos producidos entre mediados de los ’80 hasta su muerte, en 2001, ofrece indicios, pistas, señales que se fueron acumulando y destilando: su ironía nada ofensiva, su penetrante capacidad para entender, tratar de explicar desde adentro los mecanismos del arte, la belleza, la creación entendida como trabajo.

En el ensayo La autobiografía (ver aparte) también reflexionó acerca del papel del nombre, “un elemento autobiográfico no mentiroso”.

“El nombre va a ser lo que nos va a unir con nuestra muerte y nos va a permitir que después de que muramos sigamos siendo nosotros mismos”, señalaba. No se puede sino recordar que en El desierto y su semilla los nombres de la historia familiar están cambiados: Raúl es Arón; Clotilde es Eligia, Jorge es Mario. Estos reemplazos parecían sugerir un guiño para leer la novela como tal, para no atar más firmemente al lector al pacto autobiográfico, y sin embargo no le ha quitado el carácter de novela familiar: aire de familia, similitud con los hechos sucedidos, aunque con la posibilidad de amplificarse y no reducirse por medio de la ficción literaria. Y el nombre como sostén de una identidad más allá de la muerte no deja de mostrar la sombra de la sutil persecución de lo reprimido. Perpetúa la estirpe y la consolida en una novela que, única como un monumento, se singulariza aun más. Jorge Baron Biza es de aquí en más el autor de El desierto y su semilla, y es inevitable que sea a partir de la pieza única que se evalúe su lugar en la literatura argentina.

En el prólogo de Martín Albornoz de Por dentro todo está permitido, se despliega este tema que no está para nada cerrado. Pero es casi seguro que, más allá del suicidio, no corresponda situar a Jorge Baron Biza en una estirpe de malditos o marginales que siempre necesitarían de un momento reivindicatorio por parte de una crítica fascinada por el margen o de alguna otra fuente emanadora de malditismo o marginalidad ella misma para hablar de orilla a orilla. Sí es bastante posible entrever su conexión con una narrativa preocupada por los lazos entre vida y literatura, existencia y literatura. Pensar el lugar de la belleza y el arte en la vida es uno de los esfuerzos más notables que se lleva a cabo en El desierto y su semilla. Y esto sí que se retoma, se vuelve palpable y esencial en la recopilación de sus trabajos dispersos.

Por dentro todo está permitido Jorge Baron Biza Caja Negra-Cceba 203 páginas

Por dentro y por fuera

Jorge Baron Biza ejerció el periodismo desde joven y lo hizo como corrector, redactor fantasma y con firma, editor, coordinador de medios, de toda clase de revistas y secciones de revistas. Orbitó siempre alrededor de la cultura, el arte, pero también amplió su zona de interés a cuestiones de la sociedad, alta y baja. En una semblanza autobiográfica consignó que “me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos...”. Siempre reivindicó el centro y la provincia, el arte provincial y no provinciano, como señala en uno de los ensayos.

La lectura de los trabajos de Por dentro todo está permitido lo sitúa como un cabal heredero del periodismo modernizador de los años ’60. Es un crítico de arte que parece mirar los fulgores de la vanguardia desde adentro, pero con una apreciable distancia como para preguntarse por las líneas de tensión entre lo culto y lo popular. A propósito de Emiliano Di Cavalcanti y la vanguardia brasileña surgida a partir de la célebre Semana de Arte Moderno de San Pablo, se permite reflexionar que el panorama brasileño se muestra en los antípodas del devenir argentino: “Nada más lejano que el rumbo hermético y elitista que tomaba la modernidad argentina de la mano de escritores como Borges y Girondo, mientras los pintores de nuestro país no podían articular una línea fuerte y constante de la vanguardia hasta la década del ’40. Estas vacilaciones permitieron que ex post facto apareciera el tema de la oposición Florida-Boedo, que no existió como guerra, pero sí como brecha íntima entre lo popular y lo moderno en muchos de los artistas argentinos”.

Esa percepción de la brecha íntima revela una verdadera sensibilidad para apreciar el arte, y lo mismo sucede con el análisis del rol de la caricatura o el cocoliche que tanto le interesarían. Y con la conexión entre belleza y dolor, inevitable en retratos como el de Frida Kahlo, pero latiendo en la apreciación de todos los grandes artistas plásticos a los que aquí se reseña.

Hay un párrafo de la novela que siempre me pareció de los más potentes, de lo más hondo que haya escrito Jorge Baron Biza, en el que un sacerdote da su sermón en la capilla de la clínica italiana donde atienden a la madre de sus heridas en la piel. El sacerdote tiene enfrente un auditorio de enfermeras y otras personas más bien indiferentes. Pero el sermón, referido a los males del cine y la televisión (de la corrupción por la cultura audiovisual), es terrible, a la altura del crítico de arte más despiadado: “¡Levantad por un momento un ángulo de esa pantalla de perdición! Espiad qué cosa hay del otro lado. Como si fuese una mortaja, la pantalla esconde detrás de ella vuestra propia calavera y despojos. Estáis vosotras mismas allí enterradas, al final de una vida de ociosidad, malgastada ante esas imágenes engañosas y tentadoras: contemplad vuestro cadáver, descomponiéndose detrás de la pantalla, como bien sabéis que ocurre con los cuerpos que, recubiertos por una sábana, todos los días sacáis de las habitaciones a las tumbas, carne ya indiferente a Dios, hasta que el Juicio Final la restituya. Sólo si durante la vida habéis aprovechado la oportunidad que os ofrece Dios, os reconciliaréis y reconciliaréis vuestra carne con el espíritu”.

Y hay verdad más allá del tono del sermón (para el que Baron Biza consultó un diccionario de teología, según aclara) y que sin dudas no es el arte religioso ni el pecado audiovisual lo que aquí interesa. Sí la profunda convicción de que detrás de la literatura y del arte se juega el destino de la carne. Razón suficiente para interesarse por los caminos de la belleza y el dolor.

Los retratos, reseñas y ensayos de Jorge Baron Biza son un fino equilibrio entre lo snob, lo culto y lo masivo, un paseo preciso, agudo, de algunas derivas del arte del siglo XX. No se trata de encontrar la exacta contracara del novelista de El desierto y su semilla, ni la estricta confirmación de su sino dolorido y angustiado. Hay una relación diferente entre ambos libros, que se juega más bien en pliegues y repliegues, en ese gesto de levantar la piel del arte para ver lo que hay debajo.

Se pueden entrelazar estos dos libros, El desierto y su semilla y Por dentro todo está permitido, para lograr un cuadro más acabado del escritor que hizo todo lo posible por escapar a su destino, escribiendo su destino.

La autobiografía

Por Jorge Baron Biza

Creo que el límite inferior de la autobiografía está en la lucha contra el chisme y la autocomplacencia. Son los dos peligros básicos que aparecen cuando nos sentamos a escribir sobre nosotros mismos.

Pero vamos a tratar de señalar también el límite superior. La biografía es el instrumento por el cual podemos insertar en la historia nuestras vivencias, de manera tal que –tanto la historia como nuestras propias vivencias– tengan un significado más rico. Es casi uno de los pocos medios que existen para que eso ocurra. Cuando hablamos de vivencias, nos referimos a los recuerdos en los que predomina más la sensación y la emoción que la simple memoria automática.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando escribimos una biografía y sobre todo cuando la publicamos? Sucede lo mismo que con todo libro; aparecen los lectores, que son el otro término fundamental de la biografía. Habitualmente, el pacto autobiográfico entre el escritor y el lector presupone, de parte del lector, el reconocimiento de que es posible escribir autobiografías. ¿Qué quiere decir esto? Presupone que el sujeto se puede conocer a sí mismo, puede expresar ese conocimiento que, además, tiene características especiales y privilegiadas en algunos aspectos. El lector acepta estas bases, estos supuestos, y decide que recibe un conocimiento privilegiado. Precisamente, para verificarlo, asume una actitud de juez; o sea: para saber cuánto dice de verdad este hombre y en qué momento ingresa en los límites inferiores de la autocomplacencia, el chisme o lo no auténtico.

En mi concepto, nada de esto es verdad ni funciona realmente así, si lo analizamos en profundidad.

Empecemos por el escritor. Es un tanto ingenuo creer que si uno escribe un texto sobre uno mismo, ese texto va a ser privilegiado por un conocimiento especial. Pensemos: cuando la gente habla sobre sí misma, habitualmente es cuando más se equivoca. Esa es una experiencia que todos hemos vivido alguna vez, y que sabotea la idea básica de la autobiografía.

Otro de los supuestos que corroen a la autobiografía es la idea de que uno tiene un punto de vista especial sobre los acontecimientos (además de un conocimiento preferencial). Si reflexionamos, no hay autobiografía inmediata. O sea, el escritor no va volcando en el texto los hechos a medida que ocurren, sin ninguna mediación. La vida no es como un torrente que cae sobre un papel y queda ahí plasmada. Hay mediación. Es más, existe la misma mediación que hay en todo conocimiento que tenemos de cualquier cosa o de otra persona. Si me senté ayer a escribir sobre lo que hice hace treinta años, en esa escritura va a estar la mediación de la memoria y lo que yo pueda creer que ocurrió hace treinta años. Entre ayer y hoy también pudo haber una explosión que me conmocionó, pude haberme tomado tres botellas de whisky o haberme enamorado y las perturbaciones que surgieron en mi interior me impiden tener una visión privilegiada de lo que ocurrió ayer, y mucho menos de lo que pasó hace treinta años.

La memoria es selectiva. La memoria es réplica –es embellecedora, también– pero nos tiende enormes traiciones. Así que tampoco creo en el privilegio de la persona que se sienta a escribir una autobiografía. Quizás estoy saboteando a muchos editores, pero verdaderamente creo que es así y mi experiencia así lo indica.

Finalmente, la interpretación que hago de los hechos va a estar también teñida por emociones tanto más intensas cuando son acerca de nosotros mismos que cuando tenemos que interpretar un hecho interno. De manera tal que la autobiografía, como se la concibió en el siglo pasado, sobre todo en la época del positivismo, no se puede sostener.

Entonces, la crítica empezó a buscar hasta qué mínimo podemos llegar a encontrar en la autobiografía algo que sea indudable desde el punto de vista literario. Y se encontró un elemento, una célula mínima que nos da pie para la autobiografía: el nombre. Nuestro nombre es, indudablemente, un elemento autobiográfico no mentiroso. Por lo tanto, hay que empezar a reflexionar sobre cómo funciona con respecto a nosotros.

Un nombre tiene una función intransitiva, digamos así, que es la de nuestra identidad. El nombre va a cubrir lingüísticamente los hechos más o menos conocidos de nuestra vida, las partes físicas –nosotros somos físicamente “esto”– y quizá las consecuencias físicas de nuestras acciones. Va a ser una especie de imán en torno del cual van a girar una suerte de limaduras dispersas que vamos a llamar el yo, lo que nosotros somos.

Pero también hay otra función, que es muy importante, y es transitiva. El nombre va a ser lo que nos va a unir con nuestra muerte y nos va a permitir que después de que muramos sigamos siendo nosotros mismos. En esta función transitiva, precisamente, quiero poner el acento.

Un gran poeta inglés, William Wordsworth, un romántico del siglo XIX, se planteó de igual modo estos temas y encontró que la gran metáfora de la autobiografía –la metáfora esencial y fundante– es la lápida. Trae los hechos fundamentales de nuestra vida: el nombre, el momento del nacimiento, el año de la muerte (el marco temporal), a veces una declaración de afecto, de amor, que también es un elemento clave de la autobiografía.

Reflexionando sobre esta metáfora, un ensayista inglés, Paul de Man –-quien escribió un texto muy interesante titulado La autobiografía como desenmascaramiento–, señala que la lápida tiene dos aspectos: uno abierto al mundo y otro enterrado. El aspecto abierto –esa parte de la lápida que tiene la escritura, que da la cara al sol, que representa los aspectos luminosos de nuestra vida– comunica con una parte enterrada que representa –o que es– la muerte. Esa pieza oculta también es todo aquello que no tiene forma, que permanece en nosotros de manera informe, y que por lo tanto no se puede expresar tan sencillamente, como por ejemplo el sueño o el subconsciente.

En esos aspectos profundos e informes, que nosotros somos y vamos a ser en la muerte, es donde se generan el sueño y el subconsciente y donde aprendemos que somos básicamente contradicción. ¿Por qué ocurre esto? Porque todos los aspectos subterráneos han dejado de lado el tiempo. Tanto el subconsciente, como el sueño y la muerte, son elementos atemporales.

Esto es importante porque lo temporal es lo que nos ordena. El orden de la sucesión es lo que nos da el sentido habitual en nuestra vida, mientras que aquello en lo que no hay tiempo tiende a desordenar nuestro ego y a desconcertarnos. En el subconsciente, ya se sabe, podemos seguir siendo niños, seguir sufriendo una herida de hace treinta o cuarenta años y se pueden seguir enviando pulsiones al consciente y desordenar esa prolija parte de la lápida que está al aire libre y que aparentemente es tan clara como un nombre, como una fecha.

¿Qué sucede con la contradicción? La contradicción profunda y vital, como es en este caso, nos comunica con el infinito. La contradicción fundamental –como la de la muerte, el sueño y el subconsciente– no tiene solución, por lo tanto es eterna. A diferencia de las contradicciones que podemos encontrar en el mundo del sol, nos plantea un diálogo eterno. Esto no quiere decir que sean contradicciones dramáticas. En ellas, sencillamente las cosas se dan fuera del tiempo, eternamente. Y lo que se da afuera del tiempo, contradictoriamente, o sea incomprensiblemente, es la esencia de la espiritualidad. En ese mundo vamos a encontrar nuestra espiritualidad de una manera que no se puede expresar directamente.

Vemos así que la autobiografía es un elemento integrador del ser humano. Y que el auténtico autobiógrafo no debe escribir para elogiarse ni para chismear, sino para salvarse de la muerte. ¿Cómo trata de salvarse? Escribiendo. Sabe o reconoce que gran parte de lo que escribe no se comprende, que él no se presenta como un proyecto cerrado, como un ser que se ha conocido a sí mismo totalmente. Se sabe incompleto e ignorante de muchos aspectos de sí mismo. Se sabe sorprendido por lo que ha hecho, y al mismo tiempo se sabe arrepentido. Porque también en el arrepentimiento está presente todo ese mundo subterráneo que nos desconcierta.

Y así, en ese estado imperfecto, reconociéndose no ya como un ser que sabe todo y lo va a contar desde un punto de vista privilegiado, sino con la humildad del que sabe que no domina, que no se conoce a sí mismo ni nunca va a poder conocerse completamente, se conecta con el mundo subterráneo y desde allí sale a relucir una nueva lápida, que es el texto autobiográfico. Este texto se produce en el mundo del sol y de lo diurno, en el mundo de lo consciente. Pero ahora viene impregnado de todo ese universo profundo de la contradicción, de lo infinito espiritual.

¿Y qué pasa con el texto de la persona que se reconoce incompleta, que sabe que ha fallado y que se arrepiente de muchas cosas que ha hecho? Es un texto necesariamente incompleto. ¿Quién tiene el poder de completarlo? ¿Quién tiene la llave para convertir al autobiógrafo imperfecto que reconoce toda su oscuridad? ¿Quién tiene el poder de recoger eso?

Aquí aparece un tema de importancia en la autobiografía: el lector. Porque es él quien le va a dar la verdadera inmortalidad al autobiógrafo. El lector va a ser el constructor de la realidad de esa vida mediante un arma poderosísima que se llama interpretación. La hermenéutica, la interpretación que hace el lector del texto.

Entonces, esa vida empobrecida por el error, por el desconcierto, por esas fuerzas oscuras que acechan al hombre, florece en centenares y miles de interpretaciones. Y así, el autobiógrafo llega por medio de ese texto al lector, y a través de la multiplicidad llega a lo colectivo; y a través de lo colectivo, quizás también llegue a esa gran concepción del ser humano que es Dios. Tal vez, el hermeneuta final del texto sea la suma de todos esos lectores, y el único que pueda hacer ese balance sea Dios.

Elogio de la reseña

Por Jorge Baron Biza

En los tiempos de los medios de comunicación social, vale la pena distinguir entre crítica y reseña. La crítica se pertrecha con la mochila de la filosofía. Hoy, sus preocupaciones metodológicas y su despreocupación por las prácticas del arte están tan acentuadas que han terminado por montar en ámbitos académicos su propia industria de la teoría, en torno de una función de análisis muy remotamente vinculada con las prácticas del arte. La crítica ya trabaja sin el combustible de textos y obras, o sólo con dosis homeopáticas de esta materia prima. Pero el aislamiento académico debería por lo menos resguardar la profundidad de los planteos. Sacar las terminologías críticas de su ámbito de publicaciones especializadas significa un cambio brusco en el plano de la recepción, cambio que modifica radicalmente los significados.

Por su parte, la reseña es la hermanita pobre. Se pertrecha con la mochila de la comunicación. Esta función informativa es benéfica, la aleja de los peligros del solipsismo o de las jergas incomprensibles, la mantiene dentro de una ética del emisor-receptor.

Hoy casi nadie quiere practicar reseñas. Tanto académicos como periodistas culturales se montan a las jerigonzas críticas, sin cuidarse del medio para el que escriben. Algunos artículos confeccionados con los vocabularios hegeliano, estructuralista, bourdiano, semiótico o lacaniano, y publicados en medios masivos, han espantado más gente de los libros y las galerías de arte que todas las represiones anticulturales. Además, tales artículos comprometen –tergiversándolas– el prestigio de esas profundas corrientes de pensamiento, al enviar irresponsablemente mensajes codificados de una manera que sólo el gran público podrá descifrar poniendo de su parte una gran dosis de creatividad dubitativa.

Los veteranos recordamos lo que ocurrió en los años ‘60 con las teorías de Freud y su difusión en revistas femeninas. Hoy se pueden leer parrafadas seudocríticas del tipo de: “El estilo de E. hace crucial nuestra relación con la idea de paisaje como una de las alternativas posibles a un sistema de signos en implosión, condenados por su síndrome de autorreferencialidad”.

En la reseña, creemos, está el medio que puede destrabar la crítica de su aislamiento académico. Consideramos pues a la reseña como una artesanía noble que no se apoya en prestigios sino en eficacias, que exige al que la practica con honestidad mucho talento para transmitir a grandes públicos mensajes complejos, sin distorsionarlos. Además, requiere la humildad de restringirse –kenosis, diría un teólogo– de la misma manera ejemplar que Dios se autolimita para permitir que exista la libertad.

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