miércoles, 18 de marzo de 2009

León Tolstoi

Educando al soberano

Por Guillermo Saccomanno
1 ¿Quién se cree Tolstoi?, se pregunta uno. ¿Dios? La idea de Tolstoi como Dios no es nueva. “Este hombre es como Dios”, dice Máximo Gorki. León Trotsky, en uno de sus artículos de Literatura y revolución, comenta que al leer a Tolstoi su fuerza le recuerda La Ilíada y el Pentateuco. Lejos de Trotsky, Harold Bloom comparte a su modo la opinión: cuando lo lee a Tolstoi, como al leer a Homero, siente que la voz narradora es la de Dios. Tolstoi propugnaba la humildad en la fe, pero, ¿hasta dónde, con su omnipotencia, no se creía él mismo Dios? Al mirar sus fotos, como un coloso de Miguel Angel, su gran barba, su porte gigante, su mirada severa, Tolstoi impone un instintivo respeto. Dios, padre, patriarca.
Tolstoi es un torrente. Las pasiones lo desbordan. Para bosquejar su ideología literaria puede ser un aporte internarse en esta recopilación (formato pocket, más de 600 páginas en tipografía diminuta) que incorpora relatos inéditos, otros poco conocidos y u
nos pocos clásicos. Como prodigio de orfebrería, lo integran también muchos relatos de los “libros de lectura” que Tolstoi compiló con ficciones de tono moral. Cuentos cortísimos, parábolas que, hacia acá, pueden asociarse con un anti La Fontaine, más próximo a Kafka o Monterroso. Tolstoi dio a leer algunos de estos textos a Scholem Aleijem y se publicaron antes en yiddish que en ruso. Sus fábulas suelen respirar un aire taoísta. En Buda anticipa, varias décadas antes y en pocas páginas, Siddharta, de Herman Hesse. Sus crónicas de aventuras y “hechos reales”, nouvelles introspectivas y amargas, pueden juzgarse un esbozo pionero de fiction non fiction. Como en su mayoría estos materiales fueron publicados originalmente en revistas, se recortan pequeños núcleos narrativos que, sin perder la gracia de lo autoconclusivo, enriquecen la lectura de sus grandes novelas. El escritor ajusta y perfecciona su técnica de la síntesis narrativa en función de una transparencia que le permita un impacto más directo, más certero. Porque Tolstoi pretende ser recordado no como el autor de Guerra y paz y Ana Karenina sino como el educador de estos libros de lectura. Este es el Tolstoi predicador pero, aun cuando pone en primer plano la cuestión de la fe, su bajada de línea no molesta. En muchas ocasiones, la incorporación de lo maravilloso (un milagro, una visión, una aparición celestial) produce el estupor de la literatura fantástica. Y si el gancho de cada pieza (en particular las más breves) sorprende, se debe sin duda a que Tolstoi extrema con austeridad el realismo de sus novelas.
2 “¿Quién me ha creado?” “¿Por qué soy? ¿Qué soy?”, se pregunta el narrador protagonista de Las memorias de un loco, cuento ejemplar del angst tolstoiano en el que, a través del monólogo interior, un terrateniente se ilumina al reparar en la injusticia de su clase. “Dicen que no hay que hacerse preguntas sino rezar”, recapacita el protagonista. Pero Tolstoi no se queda en el rezo. Las preguntas lo impulsan a actuar. El protagonista de estas “memorias” reparte sus tierras (como lo hará Tolstoi en su vejez) a sus legítimos trabajadores, los campesinos.
Las preguntas que se hace Tolstoi se podrían en parte contestar con su misma biografía, en la que, además de experimentar desde lo abyecto hasta lo sublime, no cesa de plantearse el sentido de su pasaje por la tierra. Tolstoi fue presumido, estudiante, camorrero, jugador, soldado, mujeriego, marido, adúltero, noble, anarquista, pecador, vegetariano, místico. Defensor del campesinado. Precursor de la antiglobalización. Desconfiado de la política y, sin embargo, intelectual comprometido. Tolstoi es el novio que antes de la boda le muestra a su prometida sus diarios en un acto que cree de entrega, de una presunta sinceridad que en verdad más que desnudar su alma es un aviso a la futura madre de sus hijos de aquello que les espera: los celos y el infierno, que en La sonata a Kreutzer denominará técnicamente “la tragedia del dormitorio”. Tolstoi se esfuerza tanto en una fidelidad que no le sale como en superarse en una escritura que nunca termina de convencerlo.
Su primer libro, Juventud, fue auspicioso. Continuó con relatos épicos como Sebastopol y Los cosacos, y ganó la atención crítica. Cada vez más afirmado en su escritura, aspira a una comunicación sencilla y directa de los hechos antes que a la palabra justa. Por supuesto, se contradice. A esta altura es redundante aclararlo: la contradicción es su rasgo más coherente. Con Guerra y paz y Ana Karenina despliega la perfección de un genio narrativo que todavía hoy es paradigma del realismo. Turguenev, a quien llega a desafiar a duelo, permanecería comodísimo en su lugar de privilegio. Su obra “casi” completa se ha reunido en Rusia en noventa tomos: más de sesenta son correspondencias, y el resto novelas, cuentos, artículos y ensayos. Pero esta voluminosa escritura no responde del todo el misterio. En su producción desmesurada, martillan una y otra vez las mismas preguntas, interpelándonos. Si un objetivo persigue Tolstoi es advertirnos que, así como él duda en definirse únicamente por su escritura, nosotros tampoco somos los que creemos ser.
Pero Tolstoi no es un hombre de letras sino uno de acción. No sólo pretende superarse a sí mismo sino también transformar a los otros y la sociedad.
En su ensayo Tolstoi y la ilustración, Isaiah Berlin rebate el axioma de que Tolstoi es un excelente literato y un mal pensador. “Las opiniones de Tolstoi son siempre subjetivas y pueden ser tremendamente perversas. Pero los problemas que en sus escritos más didácticos trata de resolver casi siempre son cardinales cuestiones de principio, siempre experimentadas en carne propia y que calan más hondo en la forma deliberadamente simplificada y escueta en que hábilmente las presenta, que las de pensadores más equilibrados y objetivos. La única compañía que le corresponde a Tolstoi es la muy subversiva de los cuestionadores a quienes no se haya podido dar una respuesta, ni sea probable dársela.”
A su finca de Yasnaia Poliana, durante un viaje místico y poético visitando iglesias, acompañado por Lou Andreas Salomé, acude Rilke. A Tolstoi le escribe su admirador Bernard Shaw. Edison quiere fotografiarlo y grabarlo. Mahatma Gandhi lo consulta a través de un sostenido epistolario. Más tarde se comprobará la influencia doctrinaria que ejerció sobre el líder hindú con respecto a la rebelión pacífica de su pueblo. Tolstoi es capaz de enfrentarse al zar y no hay enemigo que le pueda infundir temor. Porque desafiarlo es meterse con Dios.
La pregunta sobre su identidad, la incógnita de su propia naturaleza, puede respondérsela sólo a través de la fe y el amor. Pero no hay salvación individual sino en relación con los otros. Si el amor es responsabilidad, la responsabilidad es trabajo. Es decir, al modo de Kierkegaard, el amor se vuelca en obras. Escritor consagrado, ya no le importan los libros si no cumplen una función. El arte debe tener una utilidad. La educación debe ser una herramienta de transformación social.
3 Tolstoi comienza El padre Sergio contando cómo un joven y ascendente coracero de la corte del zar, a punto de casarse con una fräulein bellísima, rompe con todo y se hace monje. La proyección de los dilemas existenciales de Tolstoi está contenida desde el principio en esta trama, que va ganando en densidad al enfrentar al joven oficial Stepan Kasatski (más tarde rebautizado como el padre Sergio) con sus vacilaciones non sanctas. Pero en su renuncia tan tolstoiana a la feria de vanidades hay también vanidad, una vanidad silenciosa y superior que fluye subterránea en la mortificación del cuerpo y un simulacro de castración. La renuncia se debe a un desengaño amoroso y al orgullo herido. Cuanta más distancia fija el monje del mundo, cuanto más se aísla en busca de la pureza, más se le revela lo fallido de su propósito de redención. Una divorciada apuesta que puede seducirlo. En el momento en que ella despliega su sensualidad, la escena remite a Maupassant, único escritor francés que Tolstoi respeta. El padre Sergio es, al igual que la célebre La sonata a Kreutzer (esa diatriba impiadosa contra el matrimonio, la posesión y los celos), el registro minucioso de una caída como lo es, a su vez, otro relato emblemático, El diablo, donde se obsede con la imposibilidad de rebelarse contra la tentación. Para Tolstoi, el sexo es lo irreductiblemente animal que tenemos los humanos. En ciertas circunstancias, como en El diablo, los encuentros furtivos entre el terrateniente Yevgueni y una campesina adúltera fingen una distraída higiene sexual. El hábito saludable pronto se convertirá en un sino fatídico que determina la perdición de Yevgueni.
Estos tres relatos tienen otras características en común, además de estar anclados en la resistencia tormentosa al deseo. El tiempo que Tolstoi se tomó en escribirlos: treinta años para La sonata a Kreutzer, ocho para El padre Sergio, y diez para El diablo, que se publica ahora con dos variantes de final, indica la meditación, quizá más de forma que de contenido, que a Tolstoi le llevaba ajustar la moral de una ficción. Es aquí donde el contenido, la moraleja, importan menos al lector que la historia, no frenar hasta el desenlace.
En otro nivel, estos relatos no pueden aislarse de otros donde Tolstoi manifiesta el desprecio contra su propia clase y la renuncia a las prebendas: Pierre, en Guerra y paz; y Levin, en Ana Karenina. Renuncias y fugas. Siempre. Las huidas de Pozdnyshev, el uxoricida de La sonata a Kreutzer, Yevgueni, el marido adúltero de El diablo, y Stepan, El padre Sergio, son tránsitos geográficos que los conducen al fondo de sí mismos. Pozdnyshev confiesa su historia mientras un tren cruza el campo de noche; Yevgueni se muda de su finca arrastrando a su esposa embarazada e intentando desterrarse del adulterio; y Stepan, retrocediendo ante la fantasía sexual, se encierra en una cueva en la piedra. Pero toda renuncia, dice Tolstoi, por más corset que uno le ciña a lo animal, todo esfuerzo, toda negación, son una causa perdida, no tanto frente al demonio sino con nosotros mismos. Aquello de lo que huimos concluye por alcanzarnos, sugiere Tolstoi.
4 No hay chance de enfrentar el designio de la naturaleza, dice. La naturaleza, se pregunta, ¿tiene moral? Entre los humanos, no la hay. A menos que se recurra a la fe. Pero la fe tolstoiana no es una creencia ciega sino voluntarismo. Entonces, lo que puede deparar la salvación, un absoluto y un imposible, no es ya la obediencia debida a un dogma, aplicar la razón. El amor, en Tolstoi, no es un sentimiento manso y tranquilo sino responsabilidad, el reconocimiento del otro y las diferencias. Comprender, aceptar, ayudar, proponer. Esta convicción terminará acarreándole al cristiano insumiso la excomunión.
Lo que vale para mí, parece decirnos Tolstoi, vale para todos. Si conoce al prójimo se debe a que antes él mismo fue su objeto de análisis. Vale para la literatura, vale para su pedagogía. En este aspecto, al admitir su afán de predicar, no se le escapa cuánto subyace de vanidad en sus bajadas de línea. “Vanidad de vanidades, dijo el predicador”, ha leído en el Eclesiastés, el texto bíblico que no casualmente influiría en otros dos apartados: Faulkner y Onetti. Si el predicador admite que su acción evangelizadora incurre, desde el vamos, en la vanidad, a Tolstoi no le pasa inadvertido lo que de egotismo hay en su personalidad. La lucha que sus personajes libran contra la tentación y la caída no son diferentes de las suyas: su cuerpo es el campo de batalla. Y su alma, el espacio infinito de un desgarramiento que lo arrasa en vida y en obra.
5 Para analizar la línea apenas visible entre lo humano y lo animal, Tolstoi prueba observar a los hombres poniéndose en cuatro patas. En cuatro patas y castrado. Anticipándose en el uso del punto de vista animal que emplearían Virginia Woolf en Flush y John Berger en King, Tolstoi escribe Jolstomer, historia de un caballo. Nadie mejor que un caballo castrado para contar los dilemas de un indomable. En su monólogo, Jolstomer reflexiona: “La vejez puede ser majestuosa, repugnante o lamentable. A veces puede ser majestuosa y lamentable a un tiempo. La vejez del castrado es precisamente de ese tipo”. De nuevo su gran tema: deseo y represión. Pero además, superándolo con un filo cortante, otro de sus blancos predilectos: la propiedad. Y, con énfasis, su causa personal: orientar a los humillados y ofendidos en el camino de liberación.
La Rusia zarista es tierra de hambrunas, ignorancia, pestes, esclavitud. El sometimiento del campesinado espeluzna. El caballo castrado, todo un símbolo, medita: “Muchas personas que me consideraban de su propiedad ni siquiera me montaban: lo hacían otros. El hombre dice ‘mi casa’, pero nunca vive en ella, tan sólo se preocupa de su construcción o de su mantenimiento. Así como hay gente que considera su tierra parcelas que nunca ha pisado ni pisará. Hay gente que llama suyos a hombres que jamás ha visto y toda su relación con ellos consiste en hacerles daño, así como hay hombres que llaman suyas a mujeres que viven con otros hombres”.
Una lectura complementaria de la preocupación tolstoiana por lo social es Divino y humano, la historia en paralelo de Svetlogub, un estudiante revolucionario condenado a muerte por dinamitero, en contrapunto con la de un viejo cismático para quien la verdadera fe está fuera de los templos. Tolstoi abarca diferentes puntos de vista: desde la madre del condenado hasta el verdugo de su hijo, pasando por un funcionario que podría indultar al joven y el líder de una nueva secta. La narración presenta nuevamente la cuestión de la fe pero, como siempre en Tolstoi, la religión, tal cual la entiende, es política. Tolstoi extrema la discusión política, que comprende, al menos, las diferentes perspectivas ideológicas de tres generaciones revolucionarias.
En prisión, Svetlogub sólo accede a un texto, los Evangelios. Mientras se pregunta si la vida no es más que un sueño y la muerte un despertar, su angustia retoma la problemática dostoievskiana de Los demonios: la violencia como despertador de los oprimidos. Una vez más Tolstoi es pionero en lanzar un tema de debate que resuena en Pastoral americana de Philip Roth y Salto mortal de Kenzaburo Oé. Lo que está en juego es nada menos que el “No matarás”. Abrumado, Svetlogub se pregunta por qué los hombres no pueden vivir como dictan los Evangelios, si el amor y no la violencia será la estrategia para conquistar una sociedad más justa. A diferencia de Dostoievski, Tolstoi no discute la intervención de Dios: más bien es Dios discutiendo consigo mismo acerca de su creación. George Steiner titula su ensayo minucioso sobre estos dos escritores, “Tolstoi o Dostoievski”, como si fueran dos elecciones existenciales. Sin restarle mérito a la narrativa dostoievskiana, adentrándonos en Tolstoi se advierte que tal vez no estamos ante la diferencia entre dos escritores: Dostoievski, escribiendo en un sótano; y el otro, Tolstoi, al aire libre. En todo caso se trataría de que Tolstoi contiene, totalizador, a Dostoievski, pero esto no ocurre a la inversa.
6 A los cincuenta años, cuando podría reposar en su fama de artista y hacendado, Tolstoi lanza Mi confesión: “Sentí que aquello en que se apoyaba mi vida se rompía, que no encontraba ningún asidero, que lo que había construido mi vida ya no existía, que moralmente no podía vivir”. En el mismo período de crisis escribe el ensayo ¿Qué es el arte?, dueño de una mordacidad que le significará un camino sin retorno. Le indigna que una gorda soprano gesticulando a los gritos, como si alguien pudiera así expresar sus sentimientos con tanta estridencia, o un director de orquesta, con ese autoritarismo caprichoso típico, puedan ganar más que el obrero detrás de escena que se amasija como tramoyista. Le indigna que se gasten millones de rublos en academias, teatros y conservatorios, y apenas la centésima parte en educación. Le indigna que, en las grandes ciudades, centenares de millares de obreros –carpinteros, albañiles, pintores, tapiceros, sastres, peluqueros, joyeros, impresores– consuman su vida en trabajos forzados para satisfacer la necesidad de “arte” de un público aburrido y pretencioso. Tolstoi traza un relevamiento concienzudo de las discusiones sobre estética desde la antigüedad. No hay disciplina como la estética que se haya prestado, según Tolstoi, a tantas y tantas lucubraciones abstrusas. Y la definición de belleza, en tanto, sigue en discusión. Cualquier petimetre habla de arte, pero nadie sabe para qué sirve. A una edad en que tantos se jubilan y apoltronan, Tolstoi carga contra los críticos, las modas y la frivolidad, da vuelta otra página de su biografía y se dedica a construir escuelas, redactar un Nuevo Abecedario, una compilación de relatos brevísimos, y cuatro Libros rusos de lectura. Contra los juicios más adversos, estos libros venden más de un millón de ejemplares. Tolstoi se explica: “Mi ambicioso sueño es el siguiente: que durante dos generaciones todos los niños rusos, tanto los de la familia imperial como los de los mujiks, se formen con estos libros y extraigan sus primeras impresiones poéticas, y yo pueda morir en paz”. Hilarantes y filosos, cuentos como El abuelo se había vuelto viejo, La niña ratón o Las liebres exceden el género “para chicos”. Pero Tolstoi, el educador, no se engaña: sabe que no basta con predicar y cada uno debe ingeniárselas para descubrir su verdad. En todos los relatos que Tolstoi crea y también adapta para la educación popular (saqueando, cuando una historia le entusiasma, tanto Las mil y una noches como Herodoto), es el lector quien debe tomarse el trabajo de pensar. Qué hace vivir a los hombres, un relato fantástico con un ángel caído (y hay que animarse a un relato con un ángel, a menos que se sea García Márquez), tiene un sinfín de citas bíblicas como epígrafes, pero su capacidad para conseguir que el extrañamiento sea verosímil deslumbra. Mientras muchos escritores practican el cuento como entrenamiento para la novela, en Tolstoi pareciera que el proceso es al revés: del todo al uno, sus novelas monumentales devienen el laboratorio de ensayo para adquirir, en el relato corto, una sutileza que, más tarde, será influencia poderosa en Chejov. Tolstoi cuestiona la utilidad del arte. No jugar, no sorprender: enseñar. El cuento como sermón que propicia la meditación. Su contundencia es tal que impide saltar con apuro de un cuento a otro.
El prisionero del Cáucaso, “un hecho real”, como relato trasciende el género de la aventura. Como lo demostraría en Hadji Murat, su novela corta sobre este territorio que domina desde su juventud en el ejército, Tolstoi ofrece pistas para comprender las tensiones del país. Siempre visionario, da con sus relatos una explicación sobre las masacres que vendrán. Hace unos años, Juan Goytisolo, cronista en Chechenia, se ocuparía de subrayar cómo Tolstoi vaticinó las carnicerías políticas, religiosas y étnicas, es decir, qué sucedería en esta tierra casi cien años más tarde. La habilidad de Tolstoi para captar un ambiente no afloja en Canciones en la aldea, festejo campesino. Música y risas van cediendo lugar al llanto: los jóvenes de la aldea parten hacia la guerra. En estos relatos es difícil no pensar en Hemingway, en el origen de su teoría del iceberg: sólo se puede contar la superficie cuando se conoce lo que hay por debajo. Tolstoi afirma empecinado que no le importan ni la forma ni la palabra justa, pero de ¿Cuánta tierra necesita un hombre? (el cuento que Joyce calificaría como “el mejor cuento jamás escrito”), escribe 33 versiones. Lo desvela ser claro, llegar al otro: “No amemos de palabra y con la lengua sino con obra y de verdad”, había escrito Kierkegaard en Las obras del amor. Pues bien, para Tolstoi cada cuento, en tanto aspira a la elevación de su pueblo, es obra en el sentido material del término y no en el de carrera literaria. “Sólo hay un momento importante y es el ahora”, escribe en Tres cuestiones. Porque en Tolstoi la literatura es, además de esparcimiento, denuncia, cuestionamiento y búsqueda.
7 En una carta a Gorki, escribe: “Cuando un hombre ha aprendido a pensar, todos sus pensamientos se ocupan de su propia muerte”. Esta idea, la muerte que se presenta como revelación, impregna, además de su clásico La muerte de Ivan Illich, varios de estos relatos.
La oración es un ejemplo. En tiempos de la guerra ruso-japonesa, un bebé muere de hidrocefalia. En sus rezos, la madre interpela a Dios. Tiene una alucinación: divisa un viejo libertino con una puta. En el viejo reconoce los rasgos de su bebé. Despierta horrorizada. La mucama le explica que Dios supo lo que hacía al llevarse al bebé. Dios, ese azar que llamamos Dios, en este cuento se comporta como un demonio implacable a lo Stephen King, que abdujo esa almita. El cuento puede leerse como fantástico, pero también, por qué no, como de terror. Cabe consignarlo: el terror, en su eficacia, nubla el mensaje. Se vuelve boomerang: Dios es un poder arbitrario y letal. Una digresión y no tanto ahora: si este cuento, que se pretende evangelizador, opera como relato de terror; si transmite, contra su voluntad, una concepción monstruosa de Dios, ¿no será porque a Tolstoi le importa más escribir una buena historia, ser potente en la seducción, cincelar la forma, subyugar el lector, tenerlo agarrado, antes que suministrar una monserga? Desde esta interpretación, ¿no pesa más su vanidad de escritor que su intención predicadora? De ser así, estaría en juego ya no su idea de Dios tanto como su poder demiúrgico. “Vanidad de vanidades.”
Con variaciones distintas, en estos relatos fluye la desesperación por vencer el dolor y superar el miedo a la muerte. Si un sentido se encuentra en este tránsito, machaca Tolstoi, es en el amor, pero el amor es un compromiso con los otros. Inflexible, Tolstoi es un creador de ficciones memorables, pero en su imaginar no abandona nunca la denuncia. Chejov, menos expansivo y más desencantado, coincidirá en su mirada: “Si los hombres pudieran ver cómo viven, el mundo sería tal vez mejor”.
8 Si bien Trotsky no sortea que las interpretaciones de la Rusia pre–revolucionaria de Tolstoi pecan de anarcocristianismo, una posición tibia y burguesa, cuando el escritor cumple ochenta años lo saluda, elogiando su literatura como un fresco social tan desgarrador como inigualable que desmenuza, sin enmascaramientos, el estado de conciencia de la sociedad. A los ochenta años, escribe Trotsky, “Tolstoi puede estar vencido, pero no destruido”. La misma frase empleará Hemingway, medio siglo más tarde, para definir al pescador de El viejo y el mar.
En el final de Las memorias de un loco, Tolstoi pareciera vaticinar el propio: “Entonces la luz me iluminó por completo y me convertí en lo que soy. Y allí mismo, en el atrio, di a los pobres todo lo que llevaba, treinta y seis rublos, y regresé a casa a pie, conversando con los campesinos”. Pero la realidad es más sombría: reparte la herencia entre sus hijos y la tierra entre sus campesinos, hastiado de lo doméstico, de los menesteres de su ajetreada celebridad y de sí mismo. Tolstoi huye de su mujer y de su familia, y abandona Yasnaia Poliana acompañado por su hija menor. Se pierden en la nieve. Tolstoi arrastra una pulmonía. Muere en una estación de tren. Dos días después es enterrado, cumpliendo su voluntad, sin cruz, en un bosque de Yasnaia Poliana.
Al despedir a Tolstoi, Lenin escribe: “Ha muerto Tolstoi, y quedó en el pasado la Rusia anterior a la revolución, la Rusia cuya debilidad e impotencia se expresaron en la filosofía del genial artista y vemos reflejadas en sus obras. Pero en su herencia hay cosas que no pertenecen al pasado sino al futuro. Porque explicará a las masas trabajadoras y explotadas la significación de la crítica del Estado, de la Iglesia, de la propiedad privada de la tierra. Tolstoi es conocido como artista sólo por una minoría insignificante, incluso en Rusia. Para hacer efectivamente sus grandes obras patrimonio de todos hay que luchar, y esta lucha debe estar encauzada contra el régimen social que ha condenado a millones y millones de seres a la ignorancia, al embrutecimiento y a la miseria. Hay que hacer la revolución socialista”.

Un siglo casi después de su muerte, si Tolstoi ha sobrevivido a autoritarismos, hecatombes, genocidios y derrumbes, cabe preguntarse: ¿no será porque la buena literatura en vez de arrogarse respuestas nos interroga?

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