martes, 10 de febrero de 2009

Juanele,Ejército israelí y Deleuze,Mitford,Bs.As.Goliat

RESCATES > Entrevistas con Juan L. Ortiz
Las enseñanzas de Don Juan
A lo largo de los años, Juan L. Ortiz no sólo consiguió su lugar de privilegio en la poesía argentina, sino que iría conversando con y deslumbrando a diferentes poetas y escritores. Una poesía del futuro (Mansalva) recopila reportajes y artículos de Juana Bignozzi, Francisco Urondo, Tamara Kamenszain, Ricardo Zelarrayán, Guillermo Boido y Jorge Conti sobre el gran maestro entrerriano.

Por Mercedes Halfon
Marginal y de culto, ignorado, reencontrado, agotado y reeditado, celebrado pero perdido en las quemas de libros en la dictadura, luego vuelto a aparecer en una monumental obra completa, la historia de Juan L. Ortiz y sus lecturas es la de un redescubrimiento permanente. Algo que tiene que ver con varias cosas: su particular enclave geográfico, su vida solitaria, su singular y único proyecto literario. Su casa en Entre Ríos se convirtió a partir de los años ‘50 tímidamente, y luego cada vez más, en una suerte de centro de peregrinaje y refugio de poetas y escritores que acudían a conversar con él, “Juanele” –como se lo apodó cariñosamente–, que ya se había convertido en el faro de varias generaciones por venir.
El libro Una poesía del futuro, conversaciones con Juan L. Ortiz, probablemente sea el eslabón que faltaba para terminar de conocer su figura, el giro por el que Juanele logró ocupar el lugar en la poesía argentina que merecía y que durante tanto tiempo se le escamoteó. Fueron esos encuentros con narradores y poetas jóvenes como Hugo Gola, Juan José Saer y Francisco Urondo los que lograron salvar las distancias, achicar el mito, dimensionar la talla de su trabajo poético: es que la poesía orticiana era radicalmente diferente de la que se practicaba en Buenos Aires en la primera mitad del siglo XX. Fue impresionista, anticosmopolita, pero lejos de una poesía provinciana y costumbrista, la suya era mística, antirrepresentativa, casi intangible.
Ortiz, es sabido, es un poeta del paisaje. A contarlo y consustanciarse con él se dedicó toda su vida; es por eso que en este caso, más que en ningún otro, vida de poeta y poesía se funden. “Señor/ esta mañana tengo/ los párpados frescos como hojas/ las pupilas tan limpias como de agua/ un cristal en la voz como de pájaro/ la piel toda mojada de rocío/ y en las venas/ en vez de sangre/ una dulce corriente vegetal”, eso decía temprano, en su primer libro, El agua y la noche, publicado en 1933. A éste le siguieron, entre 1937 y 1958, El alba sube..., El ángel inclinado, La rama hacia el este, El álamo y el viento, El aire conmovido, La mano infinita, La brisa profunda, El alma y las colinas y De las raíces y del cielo. Títulos que siguen hablando de la naturaleza, todos publicados por el autor en tiradas de pocos ejemplares. Su poesía será conocida y difundida de un modo definitivo recién en 1970 cuando la Biblioteca Vigil de Rosario lance los tres tomos de En el aura del sauce, que incluían los diez libros anteriores más tres inéditos: El junco y la corriente, El Gualeguay y La orilla que se abisma.
Las entrevistas compiladas en el libro fueron realizadas por poetas como Juana Bignozzi, Tamara Kamenszain, Ricardo Zelarrayán, Guillermo Boido, Jorge Conti, Francisco Urondo, ciertamente fascinados por Ortiz, lo que les permite indagar en cuestiones de su poética, mundo y filosofía, más allá de lo meramente anecdótico.
Todos coinciden en las descripciones de Don Juan, delgadísimo, con una marcada debilidad por los objetos largos y finitos: galgos, bombillas, mates, boquillas eternas en las que fumaba y fumaba, y hasta su letra, delicada casi invisible, obsesión que se trasladaba hasta el mismo momento de la impresión de sus poemas.
Ortiz une en su obra preocupación social –fue anarquista, viajó a conocer los “países socialistas”– y una concepción mística y hasta pagana de la naturaleza. Esta imbricación entre vida y obra proviene de que el poeta, que nació en 1896 en Puerto Ruiz, población cercana a Gualeguay, salvo contadas veces –una excursión juvenil en un barco a Marsella, una temporada en Buenos Aires en su primera juventud y la mencionada expedición a URSS y China– nunca salió de su Entre Ríos natal. Trabajó casi treinta años en una dependencia municipal en Gualeguay, luego se trasladó a Paraná, la capital provincial, al jubilarse, donde residió hasta su muerte en 1978.
La poesía del futuro que da título al libro, la que hace y añora a su vez Ortiz en las entrevistas, es una poesía que logre ser la de todos y la de nadie, del pueblo, del paisaje, enclavada en la experiencia de vivir, una poesía fundida, orgánica. Así escribe, así se ve en sus versos finitos y largos, su fraseo como el caudal de un río, el quid de su obra, su peculiaridad imperecedera: “Regresaba/ –¿Era yo el que regresaba?–/ en la angustia vaga/ de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas./ De pronto sentí el río en mí,/ corría en mí/ con sus orillas trémulas de señas,/ con sus hondos reflejos apenas estrellados./ Corría el río en mí con sus ramajes./ Era yo un río en el anochecer,/ y suspiraban en mí los árboles,/ y el sendero y las hierbas se apagaban en mí./¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!”.
Juglares, poetas y sabios:
“Los filósofos y los poetas, después de estar en las cortes, se daban a vagar y recorrían toda China a pie. La gente tenía la presencia periódica de los mejores, personalmente. Esta gente la caminaba, de modo que por un lado estaba ese contacto directo y por el otro una poesía escrita a-nó-ni-ma que ni siquiera ellos la conocían como poesía escrita, porque no podían conocer el Libro de la sabiduría de Confucio, dadas las condiciones de vida. Pero se cantaba, se decía, había juglares. Yo los he conocido, gente que iba por todas las aldeas”.
Borges:
“Es un hombre muy cordial y siempre me ha distinguido. A pesar de que hay momentos en que lo juzgo un poquito macaneador, siento por él estima, respeto y admiración también, por cierto. Hemos andado juntos, hombre, hasta las tres o cuatro de la mañana cuando yo iba a Buenos Aires. Hemos ido al cine. He ido a comer a su casa. Simplemente ha dicho cosas que no lo favorecen mucho, que no son dignas de él. Es claro que cuando habla del indio, por ejemplo, lo hace con frivolidad, con desconocimiento, como en todo lo referente a la América latina. He conversado mucho con él y me ha mostrado tremendas lagunas. Recientemente, hablando del indio, ha dicho cosas parecidas a las de Sarmiento. Por otro lado, esa pasión por el compadrito, por el cuchillero, tal vez se deba a la ley de compensación. Es muy tímido. Quizá lo que le falte sea el coraje; no el coraje civil, porque lo tiene, sino el otro coraje, el coraje físico”.
Lugones:
“Las primeras influencias fueron de Lugones, aunque nunca he sido lugoniano. En su poesía me molestaban los alardes, la poesía enfática. Era un modelamiento en metal de la expresión y en metal pesado, relumbrante. Agréguele a eso todas las piedras preciosas, porque había un derroche de piedras preciosas, crisoles. Fui casi admirador, pero muy poco tiempo. Me di cuenta de que eso no podía ser. Juan Ramón Jiménez decía ‘cincelar en oro etéreo’ porque estamos cargados de oro macizo. Lo de Lugones era oro, pero era un oro muy pesado”.
El reconocimiento del poeta:
“No olvide usted que en Oriente no hay nombres de poetas, recién ahora aparecen. Yo creo que ese sentido, diremos individualista de la poesía, se va a integrar, uno se va a sentir poeta por la necesidad de dar su visión, de expresar eso que es original e inédito y el sentido de responsabilidad que va tener cada uno en condiciones dadas mucho más favorables que ahora, de enriquecer esa visión común, pero sin esa furia del nombre y de la carrera. Los poetas de las culturas precolombinas figuran con nombres que casi se los han inventado, porque era una poesía casi anónima. El poeta era un hombre elegido por la comunidad (el sentido funcional de la cultura que tanto asusta a algunos señores ya existió, y en qué forma) y cumplía una función en el mejor sentido de la palabra. Se lo elegía como se elegía para médico al hombre con cierto ojo. Estaba integrado y no se sentía disminuido, ni disminuía a la sociedad, porque ésta lo necesitaba. El poeta ahora realiza su función, diremos, muy azarosamente”.
Las poetas:
“Pienso que la mujer se ha expresado con la misma intensidad del hombre. Por ejemplo, durante varias dinastías chinas, en una situación nada favorable para la mujer, surgieron poetas extraordinarias. La expresión artística de la mujer ha sido, es, tan importante como la del hombre. Eso sí: no se la ha valorado como corresponde. Se sitúa a la mujer en un segundo plano. No hay más que ver las antologías poéticas, donde por lo general no figuran más de dos o tres mujeres. Y ello es extraño si se piensa que la actitud de todo artista, de todo creador frente al mundo, es esencialmente femenina, desde el momento que gesta, que engendra, para luego dar a luz. Por mi parte, admiro profundamente a Emily Dickinson, a la extraordinaria Carson McCullers, a Colette, a Louise Michel, la revolucionaria de la Comuna de París, y a tantas otras”.
El estado poético:
“El estado poético no es solamente patrimonio del que se considera poeta, yo creo que está en todos; está especialmente en el niño, por el tipo de asociaciones o de aprehensión de la realidad, mejor dicho el tipo de sentimiento, de comunión que hace con ella (a pesar del individualismo de los chicos); está en el hombre más humilde (cuanto más humilde sea, y de eso ya hay pruebas); y está en los esquizofrénicos, en los locos. Además, hay estados que llegan a tocar un poco lo que ahora se llamaría patológico, como en el caso de Antonin Artaud. Pero, a la vez, Artaud mismo que vivió en ese estado en una relativa permanencia, una exaltación casi permanente, ¿no?, y que sufría cuando ella degradaba, encontró en cierto modo su compensación o su consuelo en las revelaciones de los indios mexicanos, los tarahumara. ¿Usted recuerda cómo ellos ordenaban sus ceremonias para la comunicación con su Dios? Pero los momentos de la vida común, cotidiana, eran casi de preparación y se mantenían como en disponibilidad para recibir las ‘señales’... Es decir, que esos estados de gracia no son patrimonio de los poetas, porque los vivieron todas las tribus primitivas. Estas experiencias del hombre primitivo ilustran sobre la universalidad del sentimiento poético en la expresión, yo diría, quizá más pura y de la que dan muestra las distintas mitologías, religiones... ”
El Martín Fierro:
“El Martín Fierro glosa o tiene como ambiente o personaje al gaucho que se dio justamente en la Pampa Húmeda. La población de la Mesopotamia y del Norte de la Argentina es otra. Hay otros grupos étnicos y otras culturas: la guaranítica, la quechua, la aymara. Lo mismo sucede en el Sur. Está bien en el Martín Fierro esa reivindicación del gaucho cuando el gaucho era perseguido, pero después aparecen esos sentimientos un poco racistas de Hernández contra el negro y el indio. Realmente no sé hasta dónde puede decirse que el Martín Fierro es expresión de este complejo argentino. Es un libro significativo, pero hasta por ahí no más. La Argentina no es solamente la Pampa Húmeda”.
El tema de la poesía:
“No hay temas en poesía. Hay constantes poéticas, pero la poesía puede ser lo menos temático. Se suele creer que el tema es algo objetivo que está frente al poeta y que éste lo aborda. Pero la experiencia poética es una percepción, un sentimiento de ciertas zonas de la realidad que el conocimiento racional no abarca. La poesía es fundamentalmente descubrimiento. Esto no debe ser interpretado como que el poeta, que vive en una época determinada y está vinculado con los hombres y los hechos, no escucha la voz de su pueblo, esa voz que le permite tener una esperanza en la revolución. El pueblo es la naturaleza. En general, cuando hablamos de naturaleza nos referimos a algo muerto en el que el mundo vivo —animales, hombres— no participa. La poesía intenta hacer participar al hombre de lo natural. La reivindicación poética implica la reivindicación del hombre. Como dice Césaire: ‘La poesía es revolución’. Si la actitud política es como la definieron los griegos, todo lo que atañe a la ciudad, y la poesía es lo que ha nacido del hombre, ¿cómo podría la poesía desinteresarse en las manifestaciones de éste? El poeta es el que ve el sufrimiento de una planta, de un insecto, el drama de la luz, ¿cómo no va a ver el sufrimiento del hombre?”
Hegel, Kant y la Edad de Piedra:
“La vez pasada leí que un francés fue a un pueblo de la Malasia, que vive en una etapa equiparable a la Edad de Piedra; este hombre aprendió —con ayuda de un intérprete— el idioma y entró en relación con uno de los sobrevivientes de esa comunidad; ganó su confianza y pudo charlar, como nosotros estamos charlando. Le hizo las preguntas que un occidental podía hacerle, pero en su lengua. Bueno: asombra la facilidad que uno encuentra en ese primitivo para responder. Y le aseguro que le hizo preguntas que podría haber hecho Hegel, Kant, Heidegger, o cualquiera de los filósofos, sobre el ser, el no-ser, el alma, etcétera. ¡Una comunidad sobreviviente de la Edad de Piedra, fíjese!”
La música de la poesía:
“La prosodia de los chinos termina en lo que se llama nota cristalina. Es una línea ondulante, empieza con un sonido mate de madera, diremos, y va ascendiendo, ascendiendo, vuelve a una nota transparente y luego sube levemente y se va así, como diría, opacando y se aclara luego y termina a lo último cristalinamente. Eso que siento tanto, lo he sentido sin querer: lo que en música podría llamarse el compás o el acento marcado, en la métrica se da por la influencia de los italianos más que por propia necesidad rítmica de la lengua castellana. Aparte, esa necesidad melódica es para aligerar, quitar gravedad a los finales, lo que no quiere decir que en un momento no tenga en cuenta nada. Fuera de ese algo de conciencia que hay en la transcripción, como dirían los surrealistas, en la elaboración, no tengo ningún prejuicio. Puedo terminar también con notas o sílabas opacas. Además, como se ha abusado tanto del adjetivo, otra necesidad me llevó a prescindir de él. Lo que se suma a la propia necesidad, como una planta que va creciendo, se mueve para acá, para allá, larga un tallo... Yo no tengo en cuenta la música, yo la necesito”.
Todos los fragmentos están tomados del libro La poesía del futuro,conversaciones con Juan L. Ortiz(Ed. Mansalva).




Casos > Las lecturas de Deleuze y Guattari que inspiraron tácticas del ejército israelí
La guerra rizomática
Durante los años ’90, el brigadier general (hoy retirado) Shimon Naveh fundó y dirigió el Instituto de Investigación de Teoría Operacional, cuya función era tratar de pensar la guerra a contrapelo de viejos conceptos militares. Los textos elegidos para ser difundidos entre las Fuerzas de Defensa de Israel fueron los de pensadores posmodernos franceses, pero el autor favorito resultó Gilles Deleuze, sobre todo su libro en colaboración con Félix Guattari, Mil mesetas. Así, muchos comandantes del ejército israelí se familiarizaron con un modelo descentralizado e irregular para enfrentar a la resistencia palestina en su propio terreno.
Por Osvaldo Baigorria





Ejemplos de los boquetes que el ejército israelí abre en las casas palestinas; los seguidores de las teorías deleuzeanas llaman a la táctica “caminar a través de las paredes”


Que un yuppie en el Metro de París pueda leer ¿Qué es la filosofía? de Deleuze y Guattari mientras se traslada a hacer negocios a la Bolsa de Comercio ya no debería sorprender a nadie. Más difícil sería que un oficial israelí en un tanque en la Franja de Gaza se pusiera a leer Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia antes de disparar sobre niños terroristas (o terroristas-niños). Sin embargo, esto también ya ha ocurrido.
Para evitar francotiradores y trampas “cazabobos”, los soldados israelíes aprendieron a entrar por el costado de las casas abriendo agujeros en paredes laterales y así poder moverse de una habitación a otra, con un dispositivo de observación manual que produce representaciones tridimensionales de cuerpos orgánicos entre obstáculos. También a usar bombas ligeras y precisas, como la GBU-39, que minimiza daños colaterales sobre la superficie, pero puede penetrar bajo tierra para destruir túneles y escondites. O a llamar por teléfono a residentes de Gaza haciéndose pasar por árabes preocupados de países limítrofes que preguntan por familias vecinas y así obtienen datos sobre la situación en el barrio. A golpear rápido, disparar y ocultarse, huir pero llevándose un arma, entrar por donde menos se espera, como milicianos islámicos o guerrilleros de todas las épocas, máquinas de guerra nómades, flexibles, móviles, errantes, dispersas.
Las nuevas tácticas no sólo fueron posibles por el desarrollo técnico de la industria militar norteamericana ni evolucionaron meramente en forma espontánea sobre el campo de batalla, ajustándose “por instinto” a condiciones cambiantes. Los textos deleuzeanos habrían tenido efectos impensados y acaso anómalos pero duraderos en las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), donde fueron introducidos en los años ‘90 por el brigadier general (hoy retirado) Shimon Naveh, director del Operational Theory Research Institute (OTRI), en el cual participaron militares en actividad junto a académicos civiles. Allí los oficiales pudieron leer en hebreo a Deleuze y Guattari, entre otros pensadores franceses. Y comenzaron a familiarizarse con conceptos como el de rizoma, cuyos principios de conexión, heterogeneidad, multiplicidad, ruptura y cartografía ofrecieron al ejército israelí un modelo de despliegue descentralizado e irregular para enfrentar a las guerrillas palestinas en su propio terreno.
Un espacio estriado
En el rizoma, dice Deleuze, cualquier punto puede ser conectado con cualquier otro, la línea no sigue un contorno, no está subordinada a la horizontal ni a la vertical, la diagonal se libera, rompe o serpentea, pasa entre los puntos y entre las cosas (y las casas). El rizoma pertenece a un espacio liso, no estriado, otro concepto que también comenzó a discutirse en las FDI en términos de operatividad militar. Un espacio estriado es siempre limitado y limitante. Como la ciudad o la ruta: en él se ordenan las vías fijas y hasta las variables en la circulación, se va de un punto a otro, se distingue de modo tajante entre lo exterior y lo interior, lo público y lo privado, en él rige lo sedentario, la propiedad, el Estado y la Ley. Un espacio liso, en cambio, es abierto e indefinido como el mar o el desierto, es el espacio de los nómades, de la variación continua, allí donde los puntos tienden a subordinarse al trayecto, donde es posible trazar una diagonal pura y se producen los flujos y movimientos de manada, enjambre o cardumen, con todas esas multiplicidades que siempre escapan, contagian, infectan, desenraizan, sorprenden.
“Las áreas palestinas podrían entenderse como estriadas, en el sentido en que están cercadas por vallas, muros, zanjas, obstáculos”, decía Shimon Naveh en una entrevista con Eyal Weizman, autor del libro Hollow Land: Israel’s Architecture of Occupation. “En las Fuerzas de Defensa de Israel se utiliza ahora con frecuencia el término ‘alisar el espacio’ cuando quiere referirse a realizar una operación en el espacio como si éste no tuviera fronteras. Antes que contener u organizar nuestras fuerzas de acuerdo a fronteras existentes, el ‘alisamiento’ nos permite movernos a través de cualquier barrera.” Naveh, un hombre que según algunos periodistas tiene el cuerpo de Rambo y la cabeza de Foucault (incluso la calva), ha utilizado a Deleuze para pensar contra la lógica binaria que opone teoría y práctica, modelo y terreno, uso y función, a fin de emancipar la acción militar de toda restricción y transformar, cada vez que sea necesario, el espacio privado en una superficie pública y sin fronteras.
Uno de sus mejores alumnos fue el brigadier general Aviv Kochavi, comandante de Brigada de Paracaidistas que aplicó sus lecturas de Mil mesetas al ataque al campo de refugiados de Balata y a la ciudad vieja de Nablus en la Ribera Occidental en 2002. Allí, en una operación de “geometría urbana inversa”, Kochavi implementó por primera vez en forma masiva el método de “caminar a través de las paredes”, es decir, abriendo boquetes en las casas para evitar el desplazamiento por calles, rutas y puertas de entrada donde pudieran hallar trampas o francotiradores. Así lo explicó Kochavi al arquitecto Weizman: “Este espacio al que diriges tu mirada, esta habitación que miras, no es más que tu interpretación de la misma... ¿Cómo interpretas un callejón? ¿Tal como lo haría cualquier arquitecto o urbanista: un lugar a través del cual se puede caminar? ¿O como un lugar por el que está prohibido caminar? Nosotros optamos por la metodología de caminar atravesando paredes como un gusano que se abre camino comiendo, surgiendo en ciertos puntos y después desapareciendo”. Esa “maniobra rizomática” provocó la destrucción de 800 viviendas y la muerte de cerca de 500 palestinos. Y Kochavi, ya como comandante general de división en Gaza, tuvo que cancelar en 2006 un viaje a Londres tras advertir que podía ser detenido y juzgado por crímenes de guerra.
No sólo los autores de Mil mesetas, sino Jean-François Lyotard, Paul Virilio e incluso Guy Debord fueron estudiados –diríase, como mínimo, “fuera de contexto”– dentro del instituto fundado por Naveh, en el que cursaron, entre otros, el comandante de colegios militares israelíes Gershon Hacohen, el jefe de una unidad de inteligencia Nitzan Alon y el brigadier general Gal Hirsch, comandante de la División 91 que actuó en Líbano en 2006. Pero el principal referente que tomaron para pensar en contra del viejo concepto militar de segmentos estrictos, con batallones y regimientos en formación lineal, para que el soldado israelí se ajuste a la capacidad furtiva de sus oponentes y actúe en enjambre, de modo disperso, difuso y flexible, fue sin duda el “comandante Deleuze”. Como dijo Naveh a Yotam Feldman, periodista del matutino Haaretz, cuando se le preguntó si era consciente de que el pensamiento de resistencia y liberación de Deleuze había sido influido por las revueltas de 1968: “Por supuesto. Y esta guerra tiene que conducir a la liberación de los palestinos. Liberación es crear una prisión y desmantelarla, crear una forma de pensamiento y desmantelarlo: liberación es la idea de cambio permanente... Y el movimiento de ejércitos implica liberar al pensamiento de sus cadenas”.
Bajo cada judio, un egipcio
Alguno dirá que no lo leyeron bien, que olvidaron la condena de Deleuze a la ocupación israelí en 1987. Otro observará que ciertas apropiaciones de este autor tienden a crear jerga para uso y abuso. Otro, que una lectura sesgada y fragmentaria puede perfectamente oponer a los sacerdotes despóticos del Islam y a los arcaicos estados teocráticos, árabes o persas, toda la artillera teórica deleuzeana, con sus trazados conectivos y contagios del pensamiento producido en estados capitalistas “avanzados”. Y aun otro podrá lamentar que en la guerra las palabras no sirvan o que también entren en guerra las palabras.
De cualquier manera, la introducción de estos textos en las fuerzas armadas israelíes no dejó de ser una aventura marginal. Naveh tuvo que retirarse en 2005 tras un informe negativo acerca de su instituto, cuestionado porque la mayor parte de la investigación había tenido producción oral y no escrita, y por otras críticas de académicos militares que señalaban que su trabajo estaba viciado por una “indistinción posmoderna entre mentira y verdad”.
Hoy Naveh es ya un autor publicado en Londres (In Pursuit of Military Excellence: The Evolution of Operational Theory) y consultor en EE.UU., da conferencias en varios países y, sintiéndose incomprendido, suele lanzar agresiones de cierto calibre (“idiotas”, “ignorantes”) sobre muchos jefes militares israelíes, a quienes acusa de no haber sabido conducir con inteligencia la guerra. Pero los efectos de las lecturas que introdujo pueden tener largo alcance. La última intervención en Gaza parece confirmar la intención de las FDI de operar tanto a escala convencional, con bombardeos masivos sobre poblaciones civiles, como a través de “maniobras fractales” más selectivas para “alisar” el terreno. En fin, ya se sabe: ser fluidos, cambiantes, apelar a todos los recursos, entrar por la ventana en vez de usar la puerta. Queda por ver si terminarán teniendo más capacidad de mutación y conectividad que los milicianos de Hamas en Palestina.
En Mil mesetas, Deleuze y Guattari describen cómo los Estados convierten las máquinas de guerra inventadas por los nómades en instituciones militares, cómo las adaptan a la forma estatal, y cuáles son las consecuencias de esa adaptación. Una de ellas es que pueden terminar convirtiéndose en máquinas de (auto)destrucción, con la guerra como único objetivo. “Es cierto que la guerra mata y mutila espantosamente. Pero lo hace tanto más cuanto el Estado se apropia de la máquina de guerra.” Refieren al ejemplo del nazifascismo europeo, por cierto: un nihilismo realizado, una pura línea de autoabolición. El Estado suicida del que habló Virilio. Pero ¿qué lejos estamos del encuentro con ese peligro final en Medio Oriente?
“Bajo cada negro y cada judío hay un egipcio”, decía Deleuze. En jerga criolla básica: aun las minorías más perseguidas y las formas más evolucionadas recubren una inscripción despótica, un sueño de faraón o emperador, un Führer en potencia. Cierta miopía puede ilusionar a algunos con que esas lecturas habrían de volverlos más claros, mejores, superiores. La claridad del microscopio, del radar que mira a través de las paredes, la claridad que enceguece. De esa oscura claridad al delirio del poder hay un solo paso. Y de ese poder a la guerra por la guerra en sí, apenas otro.




Diana y sus hermanas
Pocas familias del siglo XX produjeron tal caudal de libros, artículos y ensayos como la de las hermanas Mitford. Nacidas para vivir y morir en un plácido anonimato, sus militancias políticas (una, nazi amiga de Hitler; otra, comunista en la Guerra Civil Española), sus estruendosos matrimonios, sus personalidades y los libros que ellas mismas escribieron las convirtieron en el centro de atención social, político y cultural durante más de cincuenta años. Una recorrida por ese derrotero, a la luz de la correspondencia entre ellas, recientemente editada en inglés, es también un paseo por el mundo de posguerra.
Por Juan Forn




Hitler y Unity.Diana y Unity Mosley en Berlín, donde llegaron como invitadas especiales de Hitler durante las Olimpíadas de Berlín.Jessica Mitford en diciembre de 1963.La mitad de la pandilla: tres de las hermanas Mitford.Diana Mosley.


La historia de las hermanas Mitford es como la historia del siglo XX contada por la revista Hola. O quizá sea al revés: la historia de las hermanas Mitford es como una revista Hola que se tomó un ácido. Los ingleses llevan más de medio siglo tratando de aclarar la cuestión y el tema ha terminado convirtiéndose en un género en sí mismo (Christopher Hitchens lo llama “mitfordiana”): hay biografías, ensayos, volúmenes de correspondencia, novelas, documentales, miniseries y hasta leyendas urbanas sobre las Mitford; incluso hubo una comedia musical en Broadway (The Mit Sisters, rebautizada por ellas, con su característico desdén, como “La triviata”).
Las Mitford eran seis hermanas de alta cuna, criadas para casarse con insulsos pares del Reino, dar descendencia y alcanzar después la más perfecta invisibilidad cuidando sus rosales en la campiña inglesa. “El nombre de una dama sólo debe aparecer tres veces en los periódicos: cuando nace, cuando se casa y cuando muere”, les decía a sus hijas Mamá Mitford (más conocida como Lady Redesdale). Mucha bola no le dieron, las nenas. Durante más de medio siglo se cansaron de ver aparecer su nombre en los diarios, unido al de Hitler, Churchill, Goebbels, De Gaulle, Faulkner, Wallis Simpson y John Kennedy, entre muchos otros. Ellas mismas alimentaron el fuego con sus extemporáneas decisiones matrimoniales y políticas y con las asombrosas intimidades propias y ajenas que confesaron en sus libros. Y mientras tanto, en todo momento se preguntaban con impostado fastidio cuándo llegaría el día en que la prensa las dejara tranquilas. Todas las familias mediáticas se parecen, diría Tolstoi, pero es difícil encontrar una que se parezca a la de las Mitford.
David Freeman-Mitford y su esposa Sydney (Lord y Lady Redesdale) criaron a sus seis hijas mujeres y su único hijo varón en una imponente mansión de la campiña inglesa. No eran precisamente ricos, cosa que disimularon haciéndose los excéntricos. Papá Mitford decía que no enviaba a sus hijas al colegio porque las harían jugar al hockey y él no quería que tuvieran pantorrillas gruesas. Mamá Mitford aprovechaba la visita mensual del veterinario para que revisara a las chicas y sostenía que vivir sin calefacción y comer todos los días puré de papas garantizaba el cutis marfilino que caracterizaba a las mujeres de la familia. Así fue como, mientras el único hijo varón (Tom) fue enviado a Eton y después a estudiar música en Viena, las seis chicas Mitford se pasaron la mitad de la infancia escondidas en el armario de ropa blanca, que era el único lugar templado de aquella mansión, perfeccionando la afiladísima lengua que sería su marca de fábrica y convenciéndose de que el único pasaporte de salida de la jaula era el casamiento.
Llegado a este punto, se impone un pequeño procedimiento mnemotécnico para que al lector no se le mezclen las hermanas. La operatoria habitual es definirlas así: Nancy, la mayor, fue la Escritora de Bestsellers; Pamela, la siguiente, fue la Lesbiana Rural; Diana, la tercera, fue la Belleza Fascista; Luego vienen las casi mellizas que compartían habitación: Unity, la Suicida por Amor a Hitler; y Jessica, La Comunista Desheredada. Y, para cerrar, la única que cumplió el anhelo materno, y la única de las hermanas Mitford que sigue con vida hasta el día de hoy: Deborah, duquesa de Devonshire. Ahora sí, la historia.
Nancy fue la primera en presentarse en sociedad y en comprometerse, con el aristócrata y esteta escocés Hamish Saint-Clair Erskine. Pero, de visita en Londres en casa de su amigo Evelyn Waugh, descubrió que su prometido era incorregiblemente gay e intentó suicidarse. Waugh le sugirió que, si quería vengarse, mejor que abrir las llaves de gas (y poner en peligro la integridad de él) sería ridiculizar a su prometido en un libro. Así escribió Nancy su primera novela, como huésped de Waugh, mientras su anfitrión escribía otra novela en el cuarto de al lado. El libro de él (Cuerpos viles), que usaba sin pudor muchos de los mohínes y modismos que Nancy había inventado con sus hermanas, lanzó a Waugh a la fama: las “Bright Young Things” que retrataba fueron el equivalente británico de las flappers de Fitzgerald. Nancy no tuvo la misma suerte con su libro, pero la notoriedad que le dio Waugh suplió con creces el desengaño, tanto literario como amoroso: durante cinco años brilló en los salones londinenses. Hasta que su despampanante hermana Diana se presentó en sociedad y se comprometió, en tiempo record, con el heredero de la fortuna cervecera Guinness.
Haciendo honor a su excentricidad, Papá y Mamá Mitford se opusieron en principio al casamiento de Diana (consideraban que el novio tenía demasiado dinero) pero finalmente la autorizaron después de que cumpliera los veinte años. Nancy, que ya arañaba los veintiocho y no quiso quedar desairada, se casó precipitadamente con el primer tipo que encontró, un diplomático mujeriego llamado Peter Rodd, con quien viviría más tiempo separada que juntos (nunca lo acompañó a sus destinos diplomáticos) hasta terminar divorciándose después de la Segunda Guerra. Pero también en el rubro divorcista Diana precedió a su hermana mayor: no habían pasado ni tres años de su casamiento con Bryan Guinness cuando lo dejó por, escándalo de escándalos, un hombre que, además de estar casado, era el fundador y líder de la Unión de Fascistas Británicos. Lo que escandalizó a Papá y Mamá Mitford de Sir Oswald Mosley no era su fascismo sino que Diana hiciera público que se había convertido en su amante, cuando Mosley no hizo el menor intento por separarse de su esposa.
Para seguir con la larga historia de escándalos de Diana y Mosley, hace falta antes hablar un poco sobre las otras hermanas. Pamela, la segunda de las chicas Mitford, nunca sintió la menor atracción por los brillos de Londres. Su desvelo era el mismo de sus hermanas: irse de la casa paterna. Pero, en su caso, sin dejar de vivir en el campo (Nancy la inmortalizaría en uno de sus libros repitiendo a todo aquel que la sacaba a bailar en las fiestas de sociedad: “Prefiero los animales a los hombres”).
Después de evitar durante años el acoso de un vecino llamado Johnny Betjeman, que la consideraba su “musa silvestre” (y que años después se convertiría en Sir John Betjeman, Poeta Laureado del Reino Unido), Pamela logró sacarse de encima en un solo movimiento a su admirador y a su familia con un matrimonio pantalla, ofrecido galantemente por su amigo el científico Derek Ainslie Jackson (que, poco después, continuaría por las suyas su notable carrera matrimonial: se casó siete veces más). Instalada en una casa de campo cedida por su ex marido, Pamela pudo dedicarse el resto de su vida a las tres únicas cosas que le importaban: el bajo perfil, la cocina y la jinete hípica italiana Giuditta Tommasi, con quien convivió casi sesenta años (tan felices fueron las dos que, sólo meses después de la muerte de Giuditta en 1993, Pamela la acompañó al otro mundo).
Unity y Jessica, las dos hermanas siguientes, se llevaban tres años entre sí, pero eran tan unidas como si fueran mellizas (de hecho, Nancy y Diana las llamaban a ambas con el mismo sobrenombre: “Hen”). No sólo compartían habitación sino que incluso se vestían igual, hasta el cisma que se produjo entre ambas llegada la adolescencia, cuando Unity se enroló en las Brigadas Fascistas de Mosley y Jessica se hizo comunista. Unity dejó primero la casa paterna: logró que la dejaran viajar a Munich, supuestamente a estudiar alemán, aunque su verdadero objetivo era conocer en persona a su ídolo, Adolf Hitler. Jessica no pidió permiso para irse de casa: se escapó a los dieciséis, junto al sobrino “rojo” de Winston Churchill (Esmond Romilly), a la Guerra Civil Española. Papá Mitford llamó furioso a Churchill para que solucionara el asunto y éste mandó un destructor británico a España para que trajera a los niños, pero ellos ya se habían casado y Jessica estaba embarazada.
Mientras tanto, en Munich, Unity había logrado atraer la atención de su ídolo, luego de asistir día tras día a la cervecería que Hitler frecuentaba con sus hombres y contemplarlo fijamente a la distancia. Tan simpática le resultó Unity a Hitler que aceptó conocer a Diana y a Mosley. El fascista británico hizo muy buenas migas con Goebbels pero no le simpatizó mucho al Führer. Diana, en cambio, le resultó encantadora y ambas hermanas fueron sus huéspedes de honor durante las Olimpíadas de Berlín en 1936. Estando las dos allá, se enteraron de que la esposa de Mosley había muerto inesperadamente en Inglaterra. Mosley apareció a los pocos días en Berlín y se casó con Diana en una ceremonia privada en casa de Goebbels, con Hitler y Unity como testigos.
Unity se quedó a vivir en Munich en un regio departamento que le había conseguido el Führer (cuando Papá y Mamá Mitford fueron de visita, en 1938, ella les contó que el piso había pertenecido a “unos judíos que se fueron tan precipitadamente que dejaron hasta las camas tendidas y la mesa servida”). A pesar de los celos de su entorno, Hitler elogió públicamente a Unity en el periódico nazi Der Sturmer como “perfecto espécimen de femineidad aria”. Ella envió una carta de agradecimeinto a la redacción pidiendo que mencionaran que su nombre completo de bautismo era Unity Walkyrie y que odiaba a los judíos “más que a nada en el mundo”. Cuando Inglaterra le declaró la guerra a Alemania, Unity fue hasta el Englischer Garten de Munich y se disparó un tiro en la sien, con tan mala suerte que quedó viva pero imbécil (ocho años después moriría a causa de las complicaciones cerebrales de aquel balazo).
También el matrimonio Mitford se haría pedazos a causa de la guerra: el padre de las chicas capituló de sus simpatías fascistas en nombre de la patria y abandonó a su esposa cuando ella prefirió mantenerse del mismo lado que Diana (que había sido enviada a prisión junto a Mosley) y Unity (de la cual debió hacerse cargo).
Las Mitford siguieron siendo noticia durante la guerra tal como lo habían sido durante toda la década anterior. Después de que se conociera la separación, Mamá Mitford sólo logró evitar a la prensa escondiéndose con la babeante Unity en una isla perdida en los lagos de Escocia. Mientras Tom, el único hijo varón, moría en el frente, Nancy dejó momentáneamente de lado su vocación por la frivolidad para hacerse cargo de su derrumbado padre y de la adolescente Deborah, además de trabajar como chofer de ambulancias y de funcionarios del gobierno. Pamela, la hermana rural, se ocupó de los dos hijos pequeños de Diana y Mosley hasta que Churchill accedió a liberar a la pareja, cuando la guerra ya se definía en favor de los Aliados. Y Jessica, la hermana comunista, envió desde Estados Unidos una furiosa carta abierta a los diarios cuestionando al Primer Ministro que dejara a su hermana y a Mosley en libertad.
Jessica había partido a Estados Unidos en 1938 con su marido, Romilly, luego de la derrota de los republicanos en España y de que su hijita muriera a pocas semanas de nacer. Cuando Inglaterra entró en la guerra, Romilly se enroló en la Fuerza Aérea canadiense. El encargado de anunciarle a Jessica que su marido había muerto en combate fue el propio Churchill, en un aparte de su reunión con Roosevelt, cuando viajó a Washington en 1941.
Así como todos estos episodios fueron ampliamente cubiertos por la prensa inglesa a pesar de la guerra, las hermanas siguieron acaparando titulares cuando la contienda terminó. Diana y Mosley tuvieron que irse a Irlanda dos años y después se instalaron en París, al comprobar que no podrían volver a vivir en Inglaterra. Mosley intentó sin éxito retomar su carrera política luego de un tibio mea culpa. Diana ni siquiera se dignó a un mea culpa: declaró a los cuatro vientos desde su residencia parisiense (a escasos metros de sus vecinos Eduardo de Windsor y Wallis Simpson) que eran los judíos los que impedían a su marido acceder a la banca que le correspondía en la Cámara de los Lores. Los servicios secretos ingleses durante la guerra tenían catalogada a Diana como “más nazi, más inteligente y más peligrosa que Lord Mosley”. No hacía falta ser del MI5: la irredimible Diana no tenía el menor empacho en comentar, por ejemplo, que nunca se le cruzaría por la cabeza tirar uno de sus broches de diamantes sólo porque tenía forma de svástica.
Nancy también terminó viviendo en París. Lo hizo siguiéndole los pasos al gran amor de su vida, el coronel Gaston Padelwski, mano derecha de De Gaulle, a quien había conocido cuando el gobierno francés en el exilio operaba desde Londres y a ella le tocó hacerle de chofer. Nancy se había hecho rica después de la guerra con la publicación de dos novelas muy autobiográficas sobre la infancia de las seis hermanas de las que hablaremos en breve, y con ese dinero se instaló en París a lo grande. Pero Padelwski nunca correspondió sus sentimientos (de hecho, se casó poco después con otra mujer). Nancy hizo de tripas corazón pero se quedó en París.
Las dos novelas autobiográficas (The pursuit of love y Love in a cold climate) que escribió apenas terminada la guerra eran exactamente lo que Inglaterra parecía necesitar en ese momento, porque convirtieron a Nancy en la escritora del momento. No fueron sólo las dos novelas sino un librito llamado Noblesse Oblige, en donde Nancy dividía el mundo entre lo U (por usable) y lo non-U (o impresentable), que se convirtió en la biblia de la clase media inglesa de posguerra. Cuando Padelwski le rompió el corazón y Nancy decidió dedicar todos sus afanes al buen vivir y buen vestir, todas las mujeres de Inglaterra seguían por las revistas los vestidos de Dior y los cristales de Lalique y las joyas de Cartier que ella acumulaba en su luminoso departamento parisiense, ignorando cándidamente que esa mujer que las fascinaba vivía tan necesitada de amor y abrumada por la soledad como ellas.
Después de unos años de silencio (el método habitual con que se castigaban unas a otras las Mitford), Nancy perdonó a Diana por sus intratables ideas políticas, así como Diana perdonó a Nancy por contar secretos de familia en sus dos novelas: no resistían vivir en la misma ciudad sin poder cotillear. No fue ése el caso con Jessica, que seguía viviendo en Estados Unidos. Diana culpó siempre a Jessica de haber testificado contra ella cuando la mandaron a prisión (aunque había sido Nancy quien la denunció como sospechosa de espionaje –y nunca se animó a confesárselo después–).
Al otro lado del Atlántico, Jessica leyó las dos novelas de Nancy y, al ver todo lo que Nancy había atenuado o dejado afuera, se sentó a escribir su propia memoria de esos años, con los nombres reales y su característico estilo personal (que Hitchens describe como una cruza entre Trotsky y Oscar Wilde). Lo que empezó como un rito privado, en los ratos libres que le dejaba su militancia sindical en la Costa Oeste norteamericana junto a su segundo marido, el activista Robert Treuhaft, terminó para su sorpresa en libro publicado (Hons & Rebels) y fue el comienzo de una formidable carrera como periodista de investigación. Su divisa fue: “Puede que lo que escriba no cambie el mundo, pero avergonzará un poco a los culpables”. Y su libro más conocido es el hoy clásico The American Way of Death (un exposé de la industria funeraria de Estados Unidos, en cuya portada había una foto de Jessica sentadita con las piernas cruzadas, como esperando turno, en un crematorio).
Diana declaró que sólo había una cosa más aburrida que el libro de memorias de Jessica y era cualquier otro libro de Jessica. Nancy, en cambio, le escribió a Jessica diciendo que los había disfrutado enormemente (cosa que, por supuesto, nunca le confesó a Diana). En una de esas cartas Nancy también le contó a Jessica que, cuando se leyó el testamento de Papá Mitford, decía textualmente: “Para Jessica, nada”, subrayado varias veces a mano (ella pidió conservar el documento como recuerdo).
En los años siguientes, mientras Jessica recorría los estados del Sur en un auto desvencijado, como integrante del movimiento de derechos civiles (una vez persiguió a William Faulkner una semana entera hasta lograr que éste firmara un petitorio en favor de un negro acusado de asesinar a un miembro del KKK), Diana y Nancy siguieron íntimas en París. Nancy mantuvo su status de best-seller con una serie de biografías históricas (Madame Pompadour, Federico el Grande). Diana, siguiendo su consejo, escribió la biografía de su amiga Wallis Simpson, después se hizo comentarista de libros para Vogue y finalmente decidió que no podía privar al mundo de sus memorias, que tituló A life in contrasts, y donde dice cosas como “Me consta que Hitler detestaba la crueldad contra los animales”, además de rememorar una infancia que no tiene ni el menor punto en común con los relatos de Nancy y de Jessica.
Mientras tanto, la menor de las seis hermanas, Deborah (bautizada Nine, o Nueve, por sus hermanas mayores, porque ésa era la edad mental en que quedó), logró lo que las otras cinco evitaron: casarse con un noble. Cuando Andrew Cavendish, Duque de Devonshire, llevó a su futura esposa a conocer la imponente y completamente venida abajo mansión familiar, Chatsworth, recién terminada la guerra, la joven decidió que vivirían allí. Y se salió con la suya. Con los años y un verdadero trabajo de hormiga, logró devolverle a la mansión su brillo de otrora. A comienzo de los años ’50 comenzó a cobrar entrada a los visitantes; con ese dinero y sus habilidades ahorrativas (ella misma se dedicó en los primeros tiempos al cuidado de los jardines y puso a Mamá Mitford a trabajar en la boletería), fue restaurando poco a poco la propiedad. También la alquilaba para películas de época (ver, por ejemplo, la versión de Orgullo y prejuicio con la bobita Kyra Knightley). Cuando por fin consideró que su obra estaba terminada, publicó un enorme libro ilustrado contando su odisea y sus dotes como lady of the manor en versión Mitford. Fue un best seller.
También fue un inesperado best seller el ladrillo de novecientas páginas publicado el año pasado, Letters between six sisters, que cuenta la historia de las Mitford a través de una selección de su intensa correspondencia y muestra en su máximo esplendor el brillo que tenía ese idioma que las hermanas empezaron a inventar en su niñez y siguieron perfeccionando hasta la tumba. En ese idioma, Pamela era Wo (apócope de woman, por sus tendencias lésbicas), Unity era Bobo, Nancy era Queen of Spades (“Reina de espadas”, por el filo de su lengua sibilina), Diana era Face (porque era, según Nancy, “la única de nosotras que tenía cara”, léase belleza). Y Diana les decía a todas Susan porque “no puedo acordarme de tantos nombres, lo lamento”.
La manera de apocopar palabras de las seis se incorporó, vía Evelyn Waugh, a la jerga coloquial de las clases altas inglesas (fab en lugar de fabuloso, ridic en lugar de ridículo, bor en lugar de boring, es decir aburrido) y lo mismo sucedió con la idea de que la máxima señal de intimidad en el mundo posh es no ser nunca llamado por el nombre de uno sino por algún sobrenombre, cuanto más absurdo mejor. En esas novecientas páginas delirantes, Unity le explica a Nancy lo que siente por su hermana más querida devenida comunista (el año es 1938): “Naturalmente no dudaría un segundo en disparar contra Jessica si mi causa me lo exigiera, y espero lo mismo de ella. Pero entre tanto no veo por qué no quiere que estemos en buenos términos”. Diana le dice a Deborah: “Nos hemos mentido, fallado, traicionado, quejado, burlado, espiado y despreciado unas a otras, es cierto, pero siempre de una manera muy fraternal” (en inglés, sisterly). Jessica trata de convencer a Nancy de que el desdén discriminatorio venía decididamente por vía paterna, a pesar de los esfuerzo de Mamá Mitford por superarlo: “Recuerda. Todo extranjero era inferior para él, excepto los judíos y los negros, que no calificaban como humanos siquiera. En realidad, creo que no le gustaba nadie en el mundo salvo cinco personas de su edad y de su sexo y de su familia, que se vestían como él invariablemente de tweed, que como él olían un poco a pólvora y otro poco a coliflor, y que tenían todos esa nariz morada que caracteriza al bebedor consuetudinario”.
La primera de las Mitford en morir (después de Unity, claro) fue Nancy, en 1973. Las otras cuatro hermanas convergieron en París para cuidarla en sus horas finales. Fue el único encuentro entre Diana y Jessica desde 1935, y no se dirigieron la palabra ni cuando se pasaban el termómetro por encima de la cama. La siguiente en morir, en 1994, fue la rural Pamela, con su discreción característica: de noche, sola, durmiendo, en su cama. La siguiente fue Jessica, en 1996, con su proverbial estruendo: a su entierro en Nueva York fueron seiscientas personas, hablaron Susan Sontag, Maya Angelou y Gore Vidal, y la industria funeraria norteamericana le rindió público homenaje, bautizando al modelo de ataúd más barato de cada firma con el sobrenombre con que todos conocían a Jessica: Decca. El alto perfil del evento parece que disuadió a las hermanas supervivientes; ninguna viajó al entierro.
Ya se dijo que Debo, o Nine, sigue viva (faltó decir que, a los ochenta y ocho años, le tocó enfrentar su primer episodio mitfordiano de prensa: los diarios sensacionalistas ingleses se hicieron un festín el año pasado revelando que la oronda Duquesa de Devonshire tuvo al parecer un ardoroso romance con John Fitzgerald Kennedy durante los años ’50). En cuanto a Diana, hizo honor al dicho sobre la hierba mala: sobrevivió largamente a todas las personas de su época, incluyendo a su marido. Pero a veces se producen ramalazos de justicia poética: Lady Mosley, también conocida como Diana Mitford, murió a causa de la ola de calor que se produjo durante el verano parisiense de 2003, a los noventa y tres años.
Las hermanas Mitford se inventaron un mundo propio en su infancia, cuando sus padres les prohibieron tratar con otra gente de su edad. Aunque después no se privaron de conocer a nadie, y vivieron literalmente en una vidriera durante más de medio siglo, siguieron habitando su mundo privado hasta que murieron, cada una a su manera. Nancy le dijo una vez a un periodista: “Compadezco a los hijos únicos. Es bueno tener hermanas cuando a una le toca enfrentar las más crueles circunstancias de la vida”. Cuando Jessica leyó esas declaraciones, comentó: “Yo creía que las más crueles circunstancias de la vida son las hermanas”.



Territorios
Demoliendo Buenos Aires
Tan divergentes como atraídos, Borges y Martínez Estrada coincidieron también de manera paradójica al pensar la ciudad de Buenos Aires desde la historia mítica: uno pensó la fundación, el otro su demolición. La ciudad actual, con o sin poesía, sigue planteando la vigencia de la pregunta de La cabeza de Goliat: si se demoliera Buenos Aires, ¿qué quedaría de nosotros?

Por Luciano Piazza
Es común oír que Buenos Aires está mal diseñada, o que carece de planeamiento urbano. Ya es un lugar común porteño compararla con Montevideo, que está construida hacia el río, a diferencia de Buenos Aires, que le da la espalda. La construcción simbólica de la ciudad es menos frecuente como tema, pero de alguna u otra manera cada porteño tiene una opinión formada sobre qué representa mejor a su ciudad. Desde el fervor que generó Buenos Aires en las primeras décadas del siglo pasado, se ha escuchado mucho sobre los poetas que hicieron la “fundación mítica” de Buenos Aires. En cambio, con poca frecuencia se recuerda que Martínez Estrada escribió la demolición mítica de Buenos Aires, pocos años después de su fundación, y la llamó La cabeza de Goliat. Desde allí hablaba de la demolición parcial, a la que estamos acostumbrados en Buenos Aires en permanente cambio estético, a diferencia de una demolición total, para empezar de cero una ciudad planificada.
Toda ciudad ha sido mitificada en su momento de transformación en moderna urbe capitalista. Buenos Aires, post guerra mundial y post oleada inmigratoria, anónima e impersonal, fue la protagonista de la literatura moderna argentina. Buenos Aires de Arlt, de los González Tuñón, de Marechal, de Olivari y, entre otras, la de Martínez Estrada y la de Borges. A pesar de la distancia entre estos últimos, en sus proyectos literarios y en su ideología, coincidieron en habitar los extremos de la historia mítica de Buenos Aires: la fundación y la demolición. Para Martínez Estrada, “Buenos Aires no tiene su poeta ni su poema. Ni Whitman ni Las flores del mal”. En cambio, para Borges al menos existía Evaristo Carriego.
La “Fundación mítica de Buenos Aires” de Borges, poema que él mismo no apreciaba mucho, dejó algunos versos para citar en libros de turismo. En cambio, sí es posible leer una fundación de la ciudad mejorada en los ensayos sobre Carriego (Evaristo Carriego de 1930). Allí llenó el vacío de historia y la ausencia de fantasmas, y les inventó un linaje a las metáforas barriales. A la “Inscripción en los carros” le dio una genealogía universal. Si encontraba escrito en un carro “No llora el perdido”, disfrutaba de algunas interpretaciones, y lo ligaba a los misterios de Browning o a los de Mallarmé. A partir de ese ensayo los mentores de “La canción del barrio” fueron Blake, Hernández, Almafuerte, Shaw, Quevedo, entre otros. Así quedó, entonces, la prosapia del barrio ligada a Europa. El famoso desvío, perversión o estilo borgeano, estaba en ese intento de darle una ubicación a Buenos Aires en el mundo.
En el reverso de esa imagen de fundación se encontraba Martínez Estrada proponiendo destrucción para crear. Para él, Buenos Aires era la ciudad enferma y desmesurada que infectaba al país entero. El comprendía que ni la transformación ni la evolución son soluciones. La única salida es demoler, pensar un proyecto de ciudad a largo plazo y empezar de cero. Su creación mítica surge como una necesidad de sintetizar el problema político del país. Partiendo de esa excusa, recorre la ciudad recogiendo el malestar cotidiano que puede tener cualquier ciudadano: “Los habitantes de Buenos Aires somos sus inquilinos, la ciudad es una inmensa casa de departamentos donde nada nos interesa de nadie”.
Desde esa percepción construye un imaginario de sufrimiento y opresión: una ciudad como cárcel, cuyos carceleros se han olvidado de su existencia; ciudadanos alienados que no se interesan por la realidad de sus vecinos; vigilantes como robots a los que hace funcionar el trajín de la urbe; una ciudad inestable que reposa debajo de otras, y, debajo de todas, está la amenaza de la pampa. Diez años después del Carriego de Borges, Martínez Estrada escribía: “Palermo es todavía una fiesta con invitados que han olvidado el objeto de la visita”. Casualmente, la ciudad ha cambiado, sin demoler la condición de posibilidad para su sentido del humor.
En aparente oposición a la tradición poética moderna reniega de la condición poética de las grandes urbes, sentenciando: “Buenos Aires es destructora de poesía y no creadora”.
La tradición en la que se inscribe Martínez Estrada es la línea de Echeverría, Gutiérrez y Sarmiento, porque jerarquizaba, sobre cualquier principio constructivo del pensamiento, al espíritu libre. Un rasgo más frecuente en el siglo XIX que en el siglo XX. La cabeza de Goliat goza ante todo de la libertad de no tener otro parámetro que el de su poeta. Sólo se le pide al lector que resuelva un interrogante: “Si se demoliera Buenos Aires, ¿qué quedaría de nosotros?”. Disfrutar del recorrido que el pensamiento realiza a partir de esa propuesta no requiere de mucha más preparación que la voluntad de dejar vagar la imaginación. Así podríamos reconocer las napas de las ciudades improvisadas unas sobre otras, la demolición de la noche y la reconstrucción durante el día. Ejemplos de esas cicatrices en la ciudad, abundan: manzanas demolidas por la mitad por el inacabado plan de autopistas de Cacciatore; la reciente demolición de la Casa Benoit en pleno casco histórico (la que habitó el autor del diseño de la ciudad de La Plata), y entre otras la mediática demolición del ex albergue Warnes, devenido en una zona de compras y de paseo.
Es una pena que Martínez Estrada no se haya cruzado con la lectura del “Plan Director de la Ciudad de Buenos Aires”, el que Le Corbusier y sus discípulos circularon entre los años ‘20 y ‘40. Allí proyectaban Buenos Aires como la “ciudad de los negocios” y proponían, entre otras cosas, la concentración de la ciudad con alta densidad en el casco histórico y la organización del resto en ciudades satélites. En 1947 Le Corbusier publicó la introducción a este plan en el que recordaba sus impresiones sobre Buenos Aires, recogidas en su visita de 1929. Allí describía la enfermedad que padecen todas las grandes ciudades, y particularmente Buenos Aires, la ciudad destino de Sudamérica, más enferma que ninguna, que “ha sufrido en su crecimiento relámpago el asalto acelerado de los errores”. Casualmente la llamó “La Ciudad Sin Esperanzas”. En la cual los hombres no podrían conservar ni aún la esperanza de días armoniosos y puros. A menos que Buenos Aires reaccione y actúe.
La cabeza de Goliat estructura la desdicha de los porteños a partir de una ciudad improvisada por la actividad económica de turno. Desde allí se anuncia la demolición de Buenos Aires como prueba necesaria de una civilización en construcción. La propuesta pretende ir más allá de lo simbólico, sale a la búsqueda de imágenes que inspiren la llegada de un David. Aunque se haya frustrado el proyecto de degollar a la nación, las metáforas y exclamaciones de Martínez Estrada se dejan leer con vigencia, como si no hubiera transcurrido más de medio siglo. Con facilidad podríamos divagar en la misma dirección que marcó sobre Buenos Aires y reconocer que esa ciudad está tan presente como la de los otros poetas que la mitificaron. A partir del más mínimo pensamiento coloquial y distraído, cada porteño podría continuar su colección de imágenes, con el desparejo crecimiento que sumó Buenos Aires en los últimos setenta años: las villas, Puerto Madero, los mil y un Palermos, cartoneros, graffitis, incontables autos, shoppings, cadáveres calcinados, un par de estaciones más de subte y lo que quiera agregar la lista personal de cada habitante.

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