domingo, 6 de septiembre de 2015

David Leavitt - Jean-Michel Frank

Domingo, 30 de agosto de 2015
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SIEMPRE ES DIFÍCIL VOLVER A CASA

En su regreso a la novela, David Leavitt retoma alguna de sus mejores armas narrativas. Siguiendo con el ciclo de libros de época que iniciara con Mientras Inglaterra duerme, Los dos hoteles Francfort se sitúa en la neutral Portugal, en la siempre atractiva ciudad de Lisboa y con los nazis entrando en París. En ese clima de inminencia de desastres, con refugiados que quieren regresar a los Estados Unidos, dos parejas cruzan sus destinos y sus neurosis, dando pie a una comedia de enredos dramáticos, porque precisamente uno de ellos no quiere regresar a ninguna parte. En esta entrevista Leavitt explica cómo fue virando hacia las tramas enmarcadas en la Historia y rescata la figura del diseñador de interiores Jean-Michel Frank, quien huyendo del nazismo emigró a la Argentina para la misma época en que transcurre la novela.

Por Laura Galarza
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El diseñador Jean-Michel Frank
En la foto, el departamento se ve vacío. “Hay que pintarlo, ponerle un estilo”, dice David Leavitt en aquella entrevista de este diario a fines de 2011, y en la que parece menos ocupado en la recepción de –en aquel entonces– su nueva novela, El contable hindú, que en la reciente compra de ese departamento en Barrio Norte. Y acá viene el dato de colección: al momento de la foto, Leavitt, además de la idea de vivir algunas temporadas en Buenos Aires, tenía en la cabeza una nueva novela, y lo adelantó en aquella entrevista. La novela, ambientada en los años ’40, estaría inspirada en Jean-Michel Frank, un diseñador de interiores judío, refugiado en Buenos Aires luego de la invasión alemana en Francia donde residía. Hoy Los dos hoteles Francfort acaba de salir, y Leavitt lo confirma a Radar: “Sí, ésa era la novela. Llegó a armarse muy lentamente y pasó por varias estructuraciones y reestructuraciones. La concepción final se me ocurrió en el invierno de 2012, mientras vivía en Buenos Aires”. Leavitt estaba documentándose sobre la vida de Jean-Michael Frank, ese diseñador revolucionario al que siempre admiró, cuando se abrió “desde una puerta trasera” –como le gusta decir a él– el escenario elegido para Los dos hoteles Francfort. 1940, Hitler invade Francia y los judíos franceses y norteamericanos varados en Lisboa, esperan subirse al barco que los llevará de vuelta a casa y a salvo. La guerra no conoce de clases, así que en los hoteles de esa ciudad se mezclan comerciantes y diplomáticos –en una gran puesta por parte de Leavitt que recuerda lo mejor de Casablanca– capaces de entregar a la madre con tal de obtener un visado. Ahí está entonces, la pareja protagonista: Peter, empleado de la General Motors (fanático de la marca Buick) y Julia, típica dama burguesa parisina, hospedados en uno de los hoteles Francfort. Porque tal como lo acredita el plano real al comienzo de la novela, en Lisboa había un segundo hotel con el mismo nombre. En el otro Francfort, a sólo dos cuadras de distancia, se hospeda la segunda pareja protagonista, que hará de contrapunto a la de Peter y Julia (léase: los hará pisar el palito y sacar sus trapos al sol). Ellos son Edward e Iris, escritores que publican juntos una serie de policiales bajo el seudónimo de Xavier Legrand. El primer libro lo escribieron en broma, pero tuvieron tanto éxito que hoy ganan fortunas. (Los escritores dando vueltas por Lisboa también le sirven a Leavitt para darse el gusto de chicanear con la literatura).
A contramano de todos, hay alguien que no quiere volver a Estados Unidos: esa es Julia, la mujer de la primera pareja y quien encarna quizá la historia más dura de la novela. ¿Qué puede haber pasado en la familia para que Julia no quiera volver? ¿No es la familia el último refugio frente a la desgracia? Más allá de los encuentros y desencuentros entre ambas parejas –que está en el corazón de la historia y a la que Leavitt nos tiene acostumbrados– Los dos hoteles Francfort pone el ojo en los males del mundo. Como si dijera: la familia, los vínculos, o simplemente, el otro, son peor que la guerra. ¿O no son acaso las contiendas diarias las que terminan hiriendo más profundamente? Entonces en medio del drama, Leavitt nos arranca una sonrisa cuando pone a esos dos amantes a orillas del mar en un encuentro que debiera ser idílico, y sin embargo la cámara se posa en la piel blanca y regordeta, los anteojos que se llenan de arena.
El amor en su vertiente más neurótica parece ser la llama siempre encendida en la literatura de Leavitt: desde Baile en familia, Amores iguales o Un lugar en el que nunca he estado, a Junto al pianista Martin Bauman o El cuerpo de Jonah Boyd. Y también por qué no se hace presente en sus novelas basadas en hechos históricos como Mientras Inglaterra duerme y ahora Los dos hoteles... De modo que se podría afirmar que de lo que se trata –más allá incluso del montaje de época– es de contar cómo se va la vida en querer armar una vida con el otro.

UN PIONERO

La novela prosperó, pero la idea de pasar temporadas en nuestra ciudad, no. “Vendimos nuestro departamento en 2013. Lamentablemente, la situación financiera había llegado a tal punto que nos fue imposible mantener un hogar allí”. Actualmente Leavitt y su pareja, Mark Mitchell, viven en Gainesville un pueblo de la Florida. “Es cómodo, comparativamente barato, excéntrico. No tenés que preocuparte por cómo te vestís. Hay muchos perros y, durante el año académico, muchos estudiantes. También es fácil trasladarse hacia fuera del pueblo.”
Leavitt huyó de la exposición desde un principio. Desde que a sus 23 años escribiera esos cuentos fuera de serie de Baile en Familia y a continuación El lenguaje perdido de las grúas, publicada en 1986, plantando la problemática gay en el corazón de la literatura norteamericana cuando aún la Organización Mundial de la Salud tenía la homosexualidad en su lista de enfermedades mentales. Baile en Familia fue nominado al Premio Faulkner y aunque no ganó, se convirtió en un bestseller. ¿Quién podría olvidar esa primera gran escena donde dos jóvenes escondidos tras los arbustos de la casa intentan hacer el amor, mientras la madre de uno de ellos sale en medio de la oscuridad a buscarlos con una linterna?
“El futuro no existe”, decía un Leavitt de 24 años en aquel gran ensayo, Manifiesto de mi generación. El escepticismo intacto –quizás atemperado en sus formas por la madurez– trepa todavía por las venas de Los dos hoteles Francfort que trae de regreso al mejor Leavitt. Más allá del escenario histórico tan rigurosamente plantado, aquello que sucede en el pasado bien podría estar pasando hoy. Entonces sería como intentar subir una escalera al revés, no empezar por el principio.

BAILE EN PAREJA

¿Cómo mirás hoy en retrospectiva esos primeros libros como Baile en familia, y El lenguaje perdido de las grúas que sin duda hicieron una marca en la literatura norteamericana?–Era muy joven cuando las escribí, y por eso las escribí casi sin autoconciencia; para citar al epígrafe de El lenguaje perdido de las grúas: “Casi no sabía en qué estaba pensando”, de James Merrill, Días de 1964. Con el paso de los años, me he vuelto más y más autoconsciente, entonces he tenido que aprender a escribir de otro modo, a hacer de la autoconciencia una virtud. Este es el gran desafío y la gran crisis con el que se enfrentan los escritores de mediana edad que empiezan a escribir desde temprano. Mi solución fue escribir, dicho de algún modo, históricamente; tratar a todo, incluso a la experiencia propia, como historia.
Haciendo una lectura de su literatura como política en relación a la defensa de la identidad sexual ¿cómo viviste la reciente aplicación de la ley de matrimonio igualitario en su país?–Tras la decisión, por un par de días estuve maravillado e incrédulo y después me ajusté. Esto es lo que pasa a menudo, cuando ocurre un gran cambio. Una analogía del pasado: como no fumador, durante años tuve que hacer todo lo posible para que cuando volara no sólo me tocase un asiento de no fumador, sino que además me tocase un asiento alejado del sector de fumadores. Luego se prohibió fumar en los aviones, y ahora la idea de que haya existido un tiempo en el que la gente fumaba en los aviones me parece inconcebible, y yo mismo viví ese tiempo. Es lo mismo con el matrimonio. Cuando mi pareja y yo nos conocimos, hace veintitrés años, la idea de que pudiéramos casarnos era completamente inimaginable. Ahora no solo podemos imaginárnoslo, se ha burocratizado: es una cuestión no de cambiar nuestras vidas sino de cambiar cómo pagamos los impuestos, nuestros seguros médicos, etcétera.
¿Cómo fue que surgió escribir novelas inspiradas en escenarios históricos o emblemáticos?, ¿estableciste alguna diferencia en el proceso de construcción con tus otras novelas?–Hoy por hoy, escribo ficción de dos modos. El primero es en un tiempo presente (hablando figurativamente) que permite que no haya realidad más allá de la ficción en la que está ocurriendo la historia. El segundo es en un tiempo pasado (de nuevo, figurativamente) que permite al escritor contextualizar los eventos que está intentando describir. Mi inclinación durante estos últimos años ha sido más hacia este segundo tipo de escritura. Grace Paley, la gran cuentista, dijo una vez: “Para mí hay un largo tiempo entre el saber y el contar”. Supongo que cuando escribo sobre eventos que sucedieron antes de que naciera, estoy extendiendo ese tiempo entre el saber y el contar.
¿Cómo entrelazás la investigación y la escritura, el dato histórico con la inspiración; el escenario real y el ficticio en este tipo de novelas?–Soy un investigador fanático. Para Los dos hoteles Francfort, hice vastas cantidades de investigación online e hice tres viajes a Lisboa. Pasé horas en librerías y archivos de Lisboa, París y Nueva York. Mi meta era aprender tanto sobre el tiempo y el lugar de la historia que pudiese crear la ilusión de haber estado ahí de verdad. Esto requirió dejar afuera el noventa por ciento de lo que había aprendido, porque en nuestras vidas cotidianas nos damos cuenta de muchas menos cosas que el investigador mientras prepara su línea de tiempo y toma sus notas.
¿Cuánto de la vida de Jean-Michel Frank, en quien declaraste haberte inspirado para la novela, quedó finalmente en ella? ¿Qué particularidad de la vida de Frank te cautivó?–En su primera versión, la novela seguía la trayectoria de los últimos dos años de la vida de Jean-Michel Frank: su huida de París en el verano de 1940; las semanas que pasó en Coimbra y Lisboa intentando (en última instancia, sin éxito) obtener una visa americana; su emigración a Argentina; sus meses en Buenos Aires trabajando para Comté; su viaje a Nueva York en diciembre de 1940; y los meses previos a su suicidio en Nueva York en 1941. El problema era que la historia podía ir en una sola dirección: descendente. No podía resolver cómo podría hacer tolerable para el lector una narración que se movía inexorablemente hacia el suicidio. Entonces, redirigí el enfoque hacia dos parejas, ambas inventadas, y convertí a Jean-Michel Frank en un personaje menor, el diseñador responsable del departamento en París de los Winters.
Toda tu obra –desde Baile en familia hasta hoy– gira en torno al desencuentro con el otro, lo fallido de las relaciones en la familia y la pareja. ¿Qué podés comentar al respecto?–¿Qué puedo decir? Es la experiencia humana. Una secuencia de desconexiones, conexiones fallidas, y luego, rara y preciosamente, esos momentos en donde obtenemos la meta a la que alude E. M. Forster en su epígrafe a Howard’s End: “Solo conectar”. Cuando vi el film italiano La Grande Bellezza, lo que más me impresionó fue la habilidad del director para contrastar la atemporalidad de una hermosa ciudad con las vidas episódicas, fragmentarias y frenéticas de los hombres y mujeres que la habitan.
Sobre el final de la novela se enumeran diez normas que debería seguir el aprendiz de escritor para luego quebrarlas. ¿La madurez en la escritura implica romper las normas?–La lista de reglas es una suerte de chiste interno. En Los dos hoteles Francfort rompí todas y cada una de ellas.
¿Qué dirías que tienen en común Grace Paley y Alice Munro para ser admiradas por vos?–Sabiduría. Valentía. Bondad. Impiedad.
¿Qué autores de los que leíste últimamente recomendarías?–De pura rabia (título original Out of Sheer Rage) de Geoff Dyer, que trata sobre el no poder escribir un libro sobre D. H. Lawrence, es una obra maestra, como lo es la serie sobre Patrick Melrose de Edward St. Aubyn. Las obras de escritores que han estado circulando hace mucho pero cuyo trabajo descubrí recientemente: Georges Simenon, Antonio Tabucchi, Joy Williams.
En un diálogo de la novela se dice que pasamos más tiempo preocupándonos por el futuro mientras el presente se nos escapa. ¿Cómo es tu relación con el futuro?–Me preocupo constantemente por el futuro, y me recuerdo a mí mismo constantemente que preocuparme por el futuro es inútil, y sigo preocupándome por el futuro.



Los dos hoteles
Francfort
David Leavitt
Anagrama
302 páginas

Detrás del decorado

Por Laura Galarza
Menos es más, vale para la literatura pero también para la decoración. “Amueblar una casa consiste en quitarle muebles.” El dueño de esa máxima fue el famoso decorador Jean-Michel Frank nacido en París en 1885, de quien recientemente la galería Sotheby’s Paris subastó una pieza única (un gabinete patinado en bronce) vendida en 5 millones de dólares
En 1934, a pedido de Alejandro Bustillo, Frank diseñó todos los muebles del Llao Llao. No conocía la Argentina, pero tenía amigos argentinos que vivían en París. Así que sin saberlo y a la distancia, creó lo que hoy se conoce como el “estilo Bariloche”: muebles hechos en madera tallada de la zona. Pariente lejano de Anna Frank y lector apasionado de Proust, Frank queda huérfano de joven y decide con su herencia, abrir un distinguido local de decoración. Desde ahí se relaciona con la alta sociedad parisina y un círculo muy selecto de artistas: Pablo Picasso, Igor Stravinsky, Gertrude Stein, Peggy Guggenheim, Isadora Duncan, Cole Porter. A ese mismo círculo pertenecía una chilena radicada en Europa, Eugenia Errázuriz, dueña de un gusto refinado y que fue de gran influencia en ese estilo tan personal que desarrollaría Jean-Michel Frank, haciéndolo un creador único. Errázuriz también ofició de puente entre Frank y sus clientes sudamericanos: los Martínez de Hoz, los Born (Jean-Michel les decoró una casa en San Isidro), Adela “Tota” Atucha, marquesa de Cuevas de Vera, Victoria Ocampo, entre otros.
Cuando Hitler invade Francia, lo primero que se le ocurre a Frank es llamar a Nelson Rockefeller (a quien le había decorado su departamento de Nueva York), para que lo ayude a obtener una visa estadounidense. Pero Rockefeller no pudo o no quiso ayudarlo. Fue uno de aquellos clientes argentinos, Ignacio Pirovano, dueño de la prestigiosa Casa Comte (la fábrica de muebles y objetos decorativos más importante de la Argentina de mitad del siglo XX) quien ayuda a Frank a salir de París y refugiarse en Argentina. Pirovano admiraba a Frank y le ofreció integrarse a Comte. Con su llegada, la marca se potencia y al Llao Llao le siguen el mobiliario del casino de Mar del Plata y del Banco Nación de la Plaza de Mayo, el edificio de YPF en la Diagonal y el Kavanagh.
Antes de poder subir al barco que lo llevaría a la Argentina, Frank debió permanecer unas semanas en Lisboa. Aquí es donde Leavitt se inspira para escribir Los dos hoteles Francfort. Imagina cómo será ese verano de 1940. El hacinamiento y la convivencia de los refugiados en los hoteles de los balnearios de Lisboa habitualmente llenos de turistas. Aquello que los franceses llamaron résidence forcée. “Un nombre muy fino para un campo de concentración”, hace decir Leavitt irónicamente a uno de los personajes de su novela.
Frank –cuyo estilo se caracterizaba por destacar tan sólo un objeto precioso o un cuadro en una pared (Picasso, Dalí eran colaboradores habituales)– pasa desapercibido en la novela de Leavitt. Aparece como el decorador del departamento de los Winters (la pareja protagonista). En la novela, Julia le cuenta a Iris cómo lo acababa de decorar cuando tuvo que huir de París: “Conocí un decorador maravilloso, un genio. Dejó las paredes desnudas. Sin nada en absoluto. Esa es su firma”. Y renglón seguido la cámara de Leavitt enfoca la Vogue abierta sobre su falda. La casa de Julia salió fotografiada en ese número y se lee al pie: “Menos de todo Colette en lugar de Proust! ¡Matisse en lugar de Ingres!”
De temperamento melancólico (aseguran que sólo vestía pana gris) durante su exilio Frank añoraba la vida parisina y sobre todo a un joven norteamericano que lo había enamorado: “Thad Lovett, un personaje fascinante y extraño y, como yo, nativo de Palo Alto”, cuenta Leavitt. Frank finalmente obtiene la visa y viaja a Nueva York. Cuando se entera que su enamorado no le corresponde, se mata de la misma manera que lo había hecho su padre: se arroja desde la ventana del hotel.