jueves, 22 de diciembre de 2011

La caída de De la Rúa (2001)

La revuelta como nacimiento




A diez años de uno de los mayores desastres económicos y sociales de la Argentina, Ñ revisa las huellas que dejó en la cultura. Un análisis de
los movimientos emergentes y sus expresiones.




Por Alejandra R. Ballester















No fue el cambio de siglo. La divisoria de aguas, el tsunami, la grieta que partió en dos la historia argentina comenzó a abrirse en esos días de diciembre de 2001. Ruidoso y espectacular –como el desplome de las Torres Gemelas unos meses antes–, el derrumbe del neoliberalismo local arrastró en su caída empleos, ahorros y sueños, sepultó en la indigencia a quienes ya estaban en el escalón más bajo de la pirámide social e hizo visibles, para quienes habían logrado no verlos antes, los ejércitos de excluidos sobre los que se había montado la fiesta de los 90. Y no sólo eso: sumidos en el estupor general, los argentinos nos enterábamos de que los tumultuosos días y noches del estallido se cobraron 39 vidas en distintas ciudades del país.



Pero fue la dinámica de la revuelta, que nucleó a multitudes de manera espontánea y aunó sectores sociales en el rechazo a un modelo agotado, lo que marcó la impronta de esos días y los años siguientes. El “que se vayan todos” denunciaba en forma masiva la pérdida de legitimidad del sistema político y anunciaba, en su repudio indiscriminado, consignas que, en estos tiempos y en otras latitudes, pueden escucharse en boca de otros indignados.




Trabajadores de fábricas en quiebra, ahorristas, desempleados y piqueteros tomaron el espacio público de las ciudades para la protesta y la movilización. En ese clima, la cultura y el arte fueron convertidas, de manera inédita, en estandarte y herramienta de lucha, en activismo y arena de combate. Las asambleas barriales, las fábricas recuperadas como Brukman o Impa recurrieron al arte en busca de apoyo o como estrategia de supervivencia. A la vez, la energía generada en esos días estimuló las formas colaborativas, la actividad de colectivos de artistas o la creación de grupos y experiencias nuevas. Lo cierto es que la revuelta funcionó como un intenso laboratorio de experimentación y la creatividad desbordó lo artístico y abarcó la escena social. Las experiencias de las fábricas autogestionadas y los clubes de trueque, que construyeron espacios autónomos por fuera de las leyes del mercado, tuvieron su correlato en proyectos culturales como los de la editorial Eloísa Cartonera o el Proyecto Venus, o en cooperativas periodísticas contrahegemónicas como las de La Vaca, Barcelona o la editorial Tinta Limón y el colectivo Situaciones. En el ámbito del teatro, pasado el momento más crítico, se multiplicaron las salas independientes junto con un aumento del público; en literatura, distintos enfoques críticos coinciden en fechar en 2001 el inicio de una nueva narrativa o, al menos, de nuevos circuitos de producción y circulación literarios.




¿Qué quedó, luego de diez años, de toda esa efervescencia? ¿Qué lectura podemos hacer hoy de esa unión de arte y cacerolas? Como lo muestran las notas de este número especial de Ñ, no hubo sector de la cultura que no haya sido impactado o transformado por la conmoción de 2001. Sin embargo, a la hora de analizar el fenómeno social y cultural desencadenado por la crisis, las posturas difieren. Con ironía, Martín Kohan escribe su diario de esas jornadas de diciembre y lo contrasta con el presente, desnudando las contradicciones de una clase media que festejó la fiesta menemista y la convertibilidad, hasta que el derrumbe de esa ficción la obligó a aporrerar cacerolas. En clave sociológica, Ezequiel Adamovsky defiende un punto de vista opuesto: discute la idea de que haya sido la clase media la protagonista de la revuelta de 2001, a la que describe como una rebelión popular multiclasista e insiste en la trayectoria de resistencia al neoliberalismo de los sectores medios en los 90. Para Adamovsky, lo distintivo de esos días fue la coincidencia masiva y la lucha conjunta de obreros, desocupados y clase media empobrecida.




Símbolo de la exclusión provocada por la crisis, los cartoneros hicieron sentir su presencia creciente y silenciosa en los centros urbanos a partir de 2001. Captados por la mirada minuciosa de Daniel Samoilovich, su figura se transformó en poema épico, “El carrito de Eneas”. Su autor recuerda en este número cómo le llamaron la atención cuando nadie reparaba en ellos, y narra la génesis del poema que traza una épica de la derrota, de una Buenos Aires que, como Troya, nunca volvería a ser la misma. Maristella Svampa, por su parte, describe el perfil sociológico de este nuevo personaje urbano y marca su contraste con la “otra gran figura de la otredad, los piqueteros”. Subraya que, a diferencia de ellos, los cartoneros nunca fueron un actor político y que, desde su actividad precaria, provocaron la compasión de los sectores medios en lo más álgido de la crisis.




“Que se vayan todos” fue la frase que unificó la protesta entre cacerolas. Para profundizar en los rasgos que determinaron su eficacia, Ñ convocó a Oscar Steimberg, quien encuentra en su ambigüedad, su “resplandeciente oscuridad”, parte de la clave de su adopción masiva. Por su parte, Marcelo Pisarro ensaya una lectura de los cacerolazos a lo Levi Strauss, un revival estructuralista para nada exento de seducción.




En su lectura, Ana Laura Pérez analiza los textos de ficción y no ficción poscrisis, ya sea que tematicen explícitamente la revuelta de 2001/2002, o que se vinculen de manera no tan directa con un espíritu de época signado por el desaliento. Con respecto a las novelas, se subraya la coincidencia de títulos como La intemperie , de Gabriela Massuh, El desperdicio de Matilde Sánchez y Derrumbe , de Daniel Guebel. Más allá de la elocuencia de los títulos, todas ellas narran un fracaso personal. Ante la derrota de la política y la caída de la ilusión de la representación democrática, postula Pérez, sólo hay lugar para la primera persona y el naufragio privado, el tan mentado giro autobiográfico de la literatura. Otros textos como El trabajo de Aníbal Jarkowsky y El año del desierto de Pedro Mairal, son, de alguna manera contraejemplos de esta hipótesis. Sebastián Hernáiz hace un planteo radical: 2001 sería el momento de un nuevo “golpe de dados” y el nacimiento de una nueva generación de narradores. Con ánimo polémico, este autor cuestiona las lecturas de Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer sobre los escritores de su generación, si bien deja en claro que la lectura esperada está aún por venir.








La fiebre documentalista


No fue todo desaliento en las jornadas de revuelta iniciadas en 2001. Al énfasis puesto en manifestar se le sumó la avidez inusitada por registrar un acontecimiento popular complejo que trajo a este extremo del planeta a activistas como Naomi Klein, Toni Negri y Michael Hardt. Las imágenes de manifestantes, obreros de fábricas recuperadas y cartoneros fueron captadas en numerosos documentales. Diego Brodersen analiza estéticas y propuestas de filmes que se presentaron en festivales y otros que se rodaron con objetivos exclusivamente militantes, en un contexto en el que la crisis argentina tenía repercusión internacional.




Leni González explora lo sucedido con la escena teatral independiente, que tuvo un notable aumento de público a partir de mediados de 2002.




Luego de una década en la que el arte político brilló por su ausencia, la crisis implicó el resurgimiento del activismo artístico. Ana Longoni analiza la tarea de colectivos como TPS, Arde! Arte, Urbomaquia y Partido Transportista de Votantes y marca la continuidad con las acciones que realizan nuevos grupos como Iconoclasistas o los artistas Hugo Vidal y Pablo Russo que ponen su inventiva al servicio de causas políticas. A continuación, Julián Bokser se refiere a la experiencia de las fábricas recuperadas y su alianza con la cultura.




Por último, este número de Ñ hizo foco en dos experiencias culturales de esos años: la iniciativa de la editorial Eloísa Cartonera y el Proyecto Venus, ambos impulsados por artistas y narrados por ellos mismos. Si, tal como dice Roberto Jacoby, “el deseo nace del derrumbe”, el colapso de hace diez años tuvo su secuela más feliz en el plano del arte.





Una bisagra cultural


Las transformaciones que siguieron a la debacle ofrecen materiales privilegiados para analizar los nuevos escenarios.




Por Andrea Giunta




Después de la caída de Wall Street (2008), un analista de la Bolsa de Buenos Aires sostenía que todas las crisis enseñan, pero que ninguna lo había hecho más y mejor que la de Argentina en diciembre de 2001. Esta señaló un antes y un después para el imaginario social y cultural del país. Puso a prueba la solidaridad y la imaginación como únicos recursos desde los cuales podían instrumentarse, sin mediaciones, formas de subsistencia. Ante la defección del sistema económico y de las fuerzas políticas, la acción solidaria fue una táctica de supervivencia que rearticuló el sistema social en función de las demandas cotidianas. El caso argentino fue analizado como anticipación de la crisis del sistema mundial. Los hechos recientes y el enigma que el futuro más inmediato plantea, vuelven este caso significativo, un laboratorio en el que puede observarse el efecto anticipado de una debacle global que parecería no haber tocado fondo.





Cambiar el presente




En el mundo y en la Argentina, el siglo XX terminaba a fines de 2001. Sobre las imágenes de las Torres Gemelas convertidas en polvo, se sobreimprimieron las de las ciudades argentinas, donde multitudes reclamaban ante el estallido del sistema político y bancario y del Estado. Un período llegaba a su fin, sin que pudiese afirmarse qué iba a sustituirlo. La transformación que siguió ofrece materiales privilegiados para analizar conflictos latentes y las economías políticas y simbólicas que organizaron el nuevo escenario.
El arte se insertó en esos cambios con una ductilidad que se explicaba por la historia y al mismo tiempo la excedía. Los jóvenes artistas que participaban en las fábricas tomadas por los trabajadores, en los escraches y asambleas se sentían engranajes de un momento de transformación del mundo. La experiencia colectiva de tener entre las manos el poder de modificar el presente intervenía en las prácticas artísticas. Nuevas formas de organización de la cultura marcaron una nueva fase en el arte. ¿Representaba esto una diferencia sustancial, la aparición de algo nuevo que escapaba a la tradición? ¿Cuáles fueron las formas de organización social y cultural que surgieron de la crisis? ¿Qué condiciones históricas se articularon en las nuevas formas de intervención cultural? ¿En qué medida la ciudad se sumió en la adversidad y la cultura contribuyó a recomponerla? Podríamos perfectamente referirnos a la poscrisis como el periodo que sigue a un cambio violento y radical que hace necesario implementar nuevas soluciones.
El 19 y 20 de diciembre de 2001 la población invadió las calles de la ciudad batiendo cacerolas, reclamando la devolución de sus fondos inmovilizados en el corralito y repudiando a la clase política en su conjunto. El presidente De la Rúa renunció y Adolfo Rodríguez Saá, presidente por pocos días, declaró el default de la deuda pública argentina. El país quedaba fuera del sistema global de la economía como consecuencia del proceso de reforma neoliberal cumplido en los diez años de gobierno menemista. Los cambios involucraron la informalización del empleo, el abandono de políticas sociales, el aumento de la desocupación y un acelerado proceso de marginalización y empobrecimiento de la población.




Crisis for export




Las distintas formas de protesta implicaron la migración de la casa y el barrio a la barricada, la plaza y las calles, donde expresaron frustración, necesidades y demandas. Las imágenes de la crisis argentina ocuparon los noticieros internacionales y atrajeron la atención de analistas e intelectuales del mundo. La “Traslación de una cacerolada” del artista Santiago Sierra, que captaba el ruido en las calles de Buenos Aires un día de marzo de 2002, proponía ampliar la participación a otras ciudades: el 7 de septiembre de ese año se reproducía en las calles de Londres, Frankfurt, Ginebra, Viena, Madrid y Nueva York. La crisis argentina se internacionalizaba en la escena del arte.




Nuevos actores




Uno de los impactos más fuertes fue la emergencia de los colectivos de artistas. La calle y el debate conjunto reemplazaron al taller y al artista individual que, por un tiempo, desapareció inmerso en alguno de los tantos grupos.
Colectivos como el Grupo de Arte Callejero o Etcétera, activos antes de 2001, o los que surgieron con la crisis como el Taller Popular de Serigrafía, Argentina Arde o Arde Arte!, para mencionar sólo algunos, así como el trabajo colaborativo de la revista Ramona o el proyecto Venus, entendieron de otra manera la creación artística, desmarcando el rol del creador y del espectador.
Con modalidades distintas estos grupos se involucraron con la demanda social en el espacio urbano. El Grupo de Arte Callejero (GAC) interviene los signos de señalización para subvertir los sentidos establecidos. Los artistas del grupo no firman sus obras y no les importa que otros se apropien de sus intervenciones. Sus prácticas se mueven entre la militancia y el arte. Las intervenciones del grupo Etcétera, por su parte, vinculan la política y el humor. El colectivo está marcado por un espíritu surrealista proveniente del espacio en el que inicialmente se establecieron: la imprenta del “activista” Juan Andralis, en la que funcionaron las editoriales, Argonauta, Insurrexit y El Archibrazo. Otro ejemplo proviene del Taller Popular de Serigrafía, vinculado a la asamblea popular de San Telmo. El estampado de afiches, remeras o banderas se realizaba en el contexto de la manifestación o de la ocupación, buscando proveer una imagen que sirviera de identificación.
Contagio y organización definen la dinámica de los colectivos. Sus prácticas e intervenciones pensaron nuevas posibilidades de creación. Crisis y creatividad se situaron, por un tiempo, como ámbitos de imaginación extrema. Desde allí interpelaban la realidad al mismo tiempo que, cada día, actuaban para modificarla.







Pequeño infierno de la clase media


Cacerolas, asambleas, trueques, ahorros cautivos. Martín Kohan rememora los tumultuosos días de aquel diciembre confrontados con la realidad actual y se pregunta: ¿qué cosas han variado y qué se mantiene una década después?




Por Martin Kohan












Ya dijimos una vez que nosotros no sabíamos nada. Lo dijimos hace casi veinte años, de manera semejante, con los gestos muy parecidos. Así dijimos: que no, que no sabíamos nada, que no estábamos demasiado enterados, que nadie nos anotició. Hay cosas que no se mencionaban para nada en las playas de Brasil o del Caribe, adonde nos redimimos (por obra y gracia del dólar bajo) de tantos años de chupar frío en las gélidas costas argentinas. De estas cosas no se hablaba mayormente en los cruceros, ni tampoco en los televisores o en las computadoras de alta tecnología que (por obra y gracia del dólar bajo) nos compramos en reemplazo de los viejos armatostes ya caducos.



No sabíamos, no supimos: ¿de dónde salió todo este tremendo montón de pobres? No parece que en poco tiempo pueda fabricarse tanta miseria, pero todos estos lastimosos en penuria a nosotros se nos aparecen de pronto. De pronto, sí, de un día para el otro como quien dice, porque hasta ahora nosotros no nos dimos por enterados. ¿De dónde salen, de dónde vienen? De debajo de nuestra alfombra, probablemente. Porque en estos años también nos compramos (por obra y gracia del dólar bajo) alfombras de lana tejidas a mano y en Pakistán. Ahí abajo barríamos todo. A esta gente, por lo visto, también.




Diario del presente (2011).



Me hacen una encuesta puntual al cumplirse diez años justos de la crisis de 2001. La pregunta es una sola: ¿Puede usted mencionar el nombre de, al menos, uno de los cinco muertos durante la represión del 19 y 20 de diciembre en Plaza de Mayo y alrededores? Me quedo mirando la nada, me rasco la cabeza con un dedo. “Al menos uno”.



No sabe / no contesta. Es una opción contemplada.


No sé. No contesto. Es la opción que contemplo.




Diario de la crisis (2001).



Dicen en la televisión que el doctor Fernando De la Rúa ha partido de la Casa Rosada en un helicóptero presurizado con el aire de su renuncia. Lo que no dicen, sin embargo, es por qué medio de locomoción se retiró el doctor Cavallo. Y nosotros queremos saber sobre el doctor Cavallo. Porque el doctor Cavallo sabe mucho de economía. Tanto que los distintos gobiernos pasan, y él queda. El dijo que un peso valía un dólar. El hizo que un peso valiera un dólar. “In Cavallo we trust”. ¿Adónde se fue? ¿Y por qué medio de locomoción? Él explicaba las variantes de la economía en su más alta complejidad, y nosotros no lográbamos entender nada. Así advertimos, aceptamos, dedujimos que él, de economía, sabe mucho.




Diario del presente (2011).



En diciembre de 2001 se terminó el menemismo. No más primer mundo para nosotros, no más relaciones carnales con los poderosos de la tierra. No más Caribe, Ferrari, pizza, champán; adiós para siempre al cohete que nos llevaría de Buenos Aires a Tokio en apenas unos pocos minutos. ¿De dónde salió todo aquel tremendo montón de pobres, mientras tanto? Nos gustó tanto el menemismo, tanto pero tanto, que nos desesperó verlo morir en manos del doctor De la Rúa. Tanto nos gustó, tanto, que incluso en 2003 hicimos el intento de resucitarlo en las urnas. Porque la mayoría de nosotros, la primera mayoría que alcanzamos a formar, votó por Carlos Menem incluso en 2003.




Diario de la crisis (2001).



¿Qué piden? ¿Plata? Piden comida, piden viviendas. Piden plata, en cierto modo. Y nosotros también pedimos plata: los dólares de nuestros plazos fijos. Por eso digo, decimos, gritamos, cantamos: “la lucha es una sola”. La lucha es una sola. Una sola. Una sola. ¿O no? En cierto modo.



De la alacena de la cocina saco presto una marmita. Marmita de fabricación italiana. Toda nuestra batería de cocina reluce en su fabricación italiana (por obra y gracia del dólar bajo la adquirimos, y hasta en cuotas). Le agrego una cuchara al tono y salgo a golpetear al balcón. A lo lejos oigo bombos, y más cerca a mis vecinos. Mis vecinos golpetean más o menos lo que yo. Tratamos de ir al compás, ya que la lucha es una sola. Pero me temo que, en general, diferimos en el ritmo. Los bombos suenan más fuertes y más pausados: la cadencia de la furia, la cadencia del hartazgo de los que sufrieron y sufren. Nosotros en cambio tocamos más nerviosos, casi histéricos, como en capricho. A destiempo.




Diario del presente (2011).



En las elecciones de este año, casi ninguno de nosotros sufragó por el doctor Duhalde. Porque a nosotros nos gusta recordar el 2001 como una gesta cívica: la forma en que logramos derribar un gobierno con nuestras animadas asambleas vecinales y nuestras cacerolas de última generación. Y el doctor Duhalde, con su sola existencia, nos hace pensar en cambio, en el aparato político activado para la desestabilización, en la agitación dirigida con malevolencia y astucia, en los manejitos a traición a cargo de los que tienen la manija. A nosotros nos gusta recordar la firmeza heroica con que nos plantamos y exigimos: ¡Que se vayan todos! ¡Que se vayan todos! Y el doctor Duhalde, con su sola existencia, nos hace pensar en cambio que, si pasaron y se fueron unos cuantos, no fue sino para que al final quedara él.




Diario de la crisis (2001).



Puse dólares. Quiero dólares.


Puse dólares, quiero dólares.


Puse dólares: quiero dólares.


¡Puse dólares! Quiero dólares.


Puse dólares. ¡Quiero dólares! ¡Puse dólares, quiero dólares! Pusedólaresquierodólares.


Puse. Dólares. Quiero. Dólares.




Diario del presente (2011).


Ahora no puse dólares, pero quiero dólares. Y el gobierno montonero que nos sojuzga no me los deja comprar. Pretenden fijarse primero si estoy al día con mis impuestos.




Diario de la crisis (2001).


Me crucé no pocas veces hasta la coqueta placita del barrio a participar de la asamblea. La palabra nunca la tomé, porque no tengo cosa alguna que decir; pero me encanta aplaudir los discursos más vehementes y alzar la mano junto con los demás para votar las mociones de alto riesgo. Ahí me encontré la otra noche con la vecina del sexto y, por gusto de sacar conversación, le comenté con aire leve: “Esto parece la democracia griega. Gobierno directo. Sin exclusiones”. La vecina sonrió, pero de inmediato me dijo: “La democracia griega no incluía a los esclavos”.




Ante eso me puse a gritar: “¡Piquete y cacerola! ¡La lucha es una sola!”, y la charla terminó de esa manera.




Diario del presente (2011).



El otro día leí en Clarín una cosa sobre el 2011 que por cierto me dejó pensando. Lo leí en “La Nelly”, la tira de Lánger y Mira. La Nelly le hablaba a Norma, su amiga, de su nostalgia por aquellos días tan plenos de solidaridad. En la imagen, sin embargo, se veía otra cosa: al chino del supermercado aquel que lloraba como un chico porque acababan de robarle todo y dejarlo en completa ruina.




Diario de la crisis (2001).



Me gusta el trueque, me siento anarquista. La otra tarde llevé un paquete de pañales de fabricación brasileña (obra y gracia del dólar bajo), que parece que van a empezar a faltar. Sobraron en casa porque por suerte de un día para el otro mi hijita aprendió a pedir. Ultraabsorbentes, noche seca garantizada: me los sacaron de las manos. A cambio obtuve tres latas de choclo Bonduelle, de producción francesa (obra y gracia del dólar bajo). Parece que no van a llegar más. Para la próxima vez me propongo llevar un trompo de Fisher Price. Vamos a ver por qué lo trueco. A nadie le confesaría, pero a mi diario íntimo sí, qué clase de trueque me encantaría en el fondo hacer. He soñado incluso con eso. Mi sueño es que voy al trueque y llevo un peso argentino. Me lo sacan de las manos, y a cambio me dan un dólar.




Diario del presente (2011).



El día que me proponga entender de veras el 2001, calibrar sus ilusiones y sus desilusiones en la escala más verdadera, sopesar sus verdades y sus engaños con el foco lo más abierto posible, voy a hacer lo que hay que hacer: leer La Comuna de Buenos Aires , reunión de crónicas y entrevistas de María Moreno, editado por Capital Intelectual a mediados de este año.




Diario de la crisis (2001).


La vida sigue: ¡Racing campeón! Tenemos un héroe que se llama Chatruc. Y una lección que el deporte nos enseña: todo es posible.


La vida sigue. ¡La vida sigue!







La multitud rebelada


El autor analiza una serie de movilizaciones populares “notoriamente múltiple en su composición social”.




Por Ezequiel Adamovsky















Un fuerte sentido común instaló la idea de que fue la clase media la protagonista de la rebelión de 2001. Fue ella y no otra la que habría animado los cacerolazos y las asambleas, sus dos manifestaciones más emblemáticas. Los sucesos reales, sin embargo, lo desmienten. En realidad, se trató de una rebelión popular notoriamente múltiple en su composición social. Formó parte de una trama de acontecimientos protagonizados tanto por sectores medios como por clases populares en todo el país. Desde el día 12 de diciembre venían sucediéndose movilizaciones de unos y otras. En algunos sitios, como en Entre Ríos, las protestas de esa semana fueron encabezadas por “multisectoriales” que nucleaban a comerciantes y pequeños productores junto a sindicatos obreros. El mismo día 19, antes del cacerolazo nocturno, hubo acciones de una multiplicidad de grupos sociales, incluyendo trabajadores y desocupados, y los saqueos se hicieron más intensos en los barrios pobres. El cacerolazo se inició precisamente como respuesta al anuncio del Estado de Sitio que anticipaba una salida represiva.



Algo similar sucedió con los eventos del día 20. En las acciones que se sucedieron en todo el país, tanto como entre la multitud que combatía en Plaza de Mayo, había gente de sectores medios, pero también desocupados y trabajadores. En fin, fue una rebelión protagonizada por múltiples sectores y no se identificó expresamente con ninguno de ellos en particular.




La cacerola fue uno de los símbolos que más graficó la confluencia de los diversos sectores. Entre diciembre de 2001 y fines de enero de 2002 se hicieron cacerolazos para los fines más diversos, incluyendo demandar subsidios de desempleo, puestos de trabajo, ayuda alimentaria o pago de haberes (como los del 3 de enero en la ciudad de Resistencia). Es cierto que el movimiento asambleario que surgió tras la caída de De la Rúa estuvo compuesto predominantemente por sectores medios. Pero suele subestimarse la cantidad de gente de orígenes más modestos que también se integró. Además, se pierde de vista que la organización asamblearia venía caracterizando también al movimiento piquetero desde su surgimiento en 1996.




Quienes interpretaron entonces que la clase media “por fin” salía a la calle, olvidaban la larga historia previa de resistencia al neoliberalismo que los docentes, pequeños productores rurales, estudiantes y empleados públicos habían animado desde mediados de los años noventa.




El dato más distintivo de 2001 no fue tanto la participación de la clase media, como la confluencia masiva de los reclamos de los diversos sectores afectados por la crisis. Ni en los cánticos que se escucharon el 19 y 20 de diciembre, ni en los reclamos y acciones de las asambleas populares, es posible reconocer una vocación de afirmación sectorial. Por el contrario, las asambleas establecieron fuertes lazos de solidaridad con otros movimientos, como el de los piqueteros y el de fábricas recuperadas. La voluntad de confundirse en una misma rebelión más allá de las diferencias sociales tuvo manifestaciones conmovedoras. El 28 de enero, por ejemplo, se realizó una multitudinaria marcha de organizaciones piqueteras hacia Plaza de Mayo. La marcha recibió la adhesión y solidaridad de las asambleas porteñas y miles de personas de sectores medios aplaudieron el paso de las columnas de los pobres por el centro de la ciudad. La multitud mezclada coreó ese día “¡Piquete y cacerola, la lucha es una sola!”. Y no se trataba tan sólo de una expresión de deseos: en estos tiempos extraordinarios hubo intensos contactos y luchas conjuntas entre gente de sectores medios empobrecidos, obreros y desocupados. Por un momento, existió una fuerte tendencia a que la multitud en rebelión actuara como un sujeto político unificado. Hoy que el recuerdo de esos días aparece tan banalizado, conviene no olvidar que ese encuentro existió y que estuvo cargado de potencialidades que quizá sólo comprendamos del todo en el futuro.







Retrato del cartonero



Soldado del ejército silencioso que destripaba bolsas de basura, su figura inspiró un poema de Daniel Samoilovich y el análisis sociológico de Maristella Svampa.


Por Daniel Samoilovich


TREN BLANCO. Se llamaba el que trasladaba a los cartoneros desde la ciudad hasta los puntos de reciclado.












Me explico: el estudio donde voy a escribir todos los viernes queda por Uruguay y Sarmiento, una zona de muchos comercios textiles, que descartan mucho cartón. Ahí y en el barrio de Once fue donde empezó primero en Buenos Aires el fenómeno de los cartoneros, y los diarios, que son tan afectos a buscar tendencias y fenómenos, tardaron mucho en pescarlo.




Yo salía a la calle y encontraba bolsas y bolsas apiladas en las esquinas y gente cuidando esas bolsas entre montañas de basura. A veces, después de la primera ola de cartoneros organizados venían otros a rebuscar entre lo que había quedado; y muy tarde, quizá lo más desolador, quizás una mujer de edad con una bolsa de ir al mercado buscando lo último de lo último, algo para comer o para llevarse.




Al principio parecía una situación casi onírica. Aparte del aspecto simbólico y político de decenas de personas –en 2011 ya fueron miles– viviendo de lo que las otras tiran, era como en Metrópolis de Fritz Lang, una ciudad subterránea que de pronto asomaba a la superficie de otra ciudad; y sobre todo, estaba la luz blanca de los faroles de la calle sobre las bolsas medio destripadas de polietileno negro, y la basura regada por todas partes, y todo aquel mundo atareado en torno a la basura. Pensé que aquello me estaba pidiendo que escribiera algo, no tenía idea qué.




Lo primero que se me ocurrió fue la idea de que en un carrito de cartonero podrían estar grabadas, como en el escudo que Venus le regala a Eneas, las escenas de aquella ciudad que se derrumbaba. De aquel escudo de Virgilio (como de sus antecedentes en Hesíodo y Homero) lo que me fascinaba era el momento en que el poeta se olvida de que se trata de un grabado y empieza a darle un desarrollo temporal, empieza a contar acciones, como si tuviera unos cuadritos de historieta que de pronto se transforman en pantallas donde se ve una película: o sea, la creación de una zona intermedia entre la descripción y la narración.




La idea de la ciudad representada en un carrito me podía dar un orden, pero todavía no empezaba a escribir. Hice algo que nunca hago, contarles a varios amigos que tenía una idea, sabiendo que me exponía a toparme con la famosa objeción de Mallarmé a alguien que le dijo que tenía una idea para un libro: “Los libros se hacen con palabras, no con ideas”. Pero yo quería obligarme a escribir aquello, y contarlo era generar una situación forzada, una situación en la que yo quedaría en ridículo si al final no lo hacía.




Y sin embargo, no lograba escribir la primera línea; una noche en que me había dicho: mañana empiezo, no sé cómo pero empiezo, esa noche, por casualidad, encontré en el Quijote la descripción que el hidalgo le hace a Sancho de lo que ve en medio del polvo que levanta un rebaño de carneros por el camino: de hecho, ve allí todos los ejércitos de la Tierra, de todas las épocas, y le da la gana de plantarles un desafío (como recordarán, lo hace y termina, como casi siempre, apaleado). Bueno, allí en el polvo del camino manchego, yo tenía mi comienzo. El resto fue coser y cantar. En dos meses tuve un primer borrador completo.




La similitud entre el carrito del cartonero y el escudo de Eneas desató un tono épico, pero épico de derrota, no de triunfo. De pronto, apareció sola la idea de que Buenos Aires era Troya, es decir: esto se acabó, estas son las ruinas de algo que antes hubo. Es que el cartoneo es algo terminal, un punto donde van a hundirse muchas cosas, desde la jornada de ocho horas por la que los trabajadores, desde la época de la inmigración, lucharon tanto, hasta las condiciones controladas de salubridad y la prohibición del trabajo infantil. La ley de pronto caduca ante el desastre, no se puede ejercer y aparece algo completamente diferente de lo que, hasta entonces, pensábamos que era la Argentina.








Figuras de la subalternidad




Por Maristella Svampa - socióloga

Durante 2002, los cartoneros fueron la mayor ilustración del carácter casi apocalíptico que revestía la gran crisis argentina. Figura de frontera y alegoría de la exclusión, adquirieron una súbita visibilidad en los grandes centros urbanos. Tal como ya lo habían hecho los piqueteros, los cartoneros contribuyeron a descorrer el velo de la hipocresía neoliberal, mostrando a través de imágenes perturbadoras los universos de miseria en los cuáles se había convertido el “país real”. Su presencia en las calles, hurgando bolsas y residuos, hizo estallar en mil pedazos los espejitos de colores que tantos argentinos habían sostenido detrás de la ficción del dólar barato, la metáfora del “Primer Mundo” y la expansión de modelos centrados en el consumo.
Durante décadas, los cartoneros fueron “cirujas”, un apelativo que, según el antropólogo Francisco Suárez, reenvía a la analogía médica: “cirujano de la basura”. A partir de 2002, la actividad del cartoneo se multiplicó debido al incremento de la desocupación y de los precios de los materiales reciclables, en la salida de la convertibilidad. Devino una “actividad refugio”, un nicho altamente precario, inestable y degradado de trabajo, pero actividad de supervivencia al fin. Según datos de la Encuesta Permanente de Hogares, en mayo de 2002, en la Capital Federal había 10.800, entre cartoneros y vendedores ambulantes, mientras que en el Conurbano bonaerense, ascendían a 62.000.
Las clases medias de las grandes ciudades sentían una suerte de compasión extrema frente a estos “ejércitos de la noche”, como se los bautizó desde la prensa y a la vez, un rechazo, fundado en la estigmatización de la actividad. La frontera urbana y social se traducía en una suerte de frontera conceptual, que remite a aquello que se entiende por trabajo “digno”.
A lo largo de 2002, la compasión revistió la forma de la solidaridad al compás de la emergencia de nuevas formas de territorialización de la política, con las asambleas barriales. Hubo campañas de cooperación y asistencia, tales como las de la rehabilitación del Tren Blanco, la de vacunación de cartoneros impulsada bajo la consigna asambleísta “Todos somos Cartoneros”, las ollas populares, entre otras. Pero las relaciones de solidaridad estuvieron marcadas por la desigualdad (de recursos económicos, políticos y simbólicos), lo cual también suscitó escenarios de conflicto, como los enfrentamientos en los locales ocupados por asambleístas y “sostenidos” por la permanencia in situ de los cartoneros.
A diferencia de los piqueteros, la otra gran figura de la otredad, los cartoneros nunca fueron un actor político. Probablemente tampoco pretendieron serlo. Aceptaron el lugar de la subalternidad y desde diferentes procesos organizacionales, realizan un trabajo de resignificación positiva de la actividad. Se insertan los cambios en el lenguaje, el pasaje de “cartoneros” a “recicladores urbanos”, lo que no deja de ser un eufemismo. No son pocas las dificultades que en términos de legitimidad genera “un trabajo que se encuentra por fuera de la cartografía de las actividades laborales socialmente aceptadas de la modernidad”, como sostiene Sabina Di Marco.
Más allá de las ambivalencias y los incompletos –o imposbibles– procesos de resignificación identitaria que produce la actividad en sí, a diez años de su explosiva visibilidad, hoy los cartoneros constituyen una figura social institucionalizada –y aceptada– de la subalternidad.











El carrito de Eneas




Mira con cuidado ese carro:
has de saber que a pedido de la diosa
lo forjó Vulcano en sus talleres
bajo el sículo monte, camino a los infiernos.
El barral derecho –el que nosotros,
mirando el carro de frente, a izquierda mano vemos–
lleva grabada, cerca del manubrio,
una escena del amanecer en los chaparros
arbustos de Constitución. Mira, Marforio,
cuán delicadamente cincelado
está ese brazo, que vemos una a una
las plumas de esos animales degenerados,
antiguos dinosaurios que aterraron
alguna vez las pampas; ahora son palomas,
aquí en la triste Asia se apartaron
de su destino reptiliano para volverse,
sin provecho alguno, aves, símbolos
de la paz y del espíritu santo, cagando
sin cesar a través de los siglos
cuanta cosa quedara debajo
de su mierdosa órbita. ¿Para qué
tornáronse aves si no estaban dispuestas
a pegarse un buen flipe a través de los campos,
a escapar, a migrar como ortodoxas aves
toda la noche pasando sobre las curvas naos?
¿No se podrá, ahora que estamos decididos,
ahora sí, a aprovecharlo todo, no se podrá, digo,
vender guano de palomas? ¿No se podrá vender el guano
y comerse las palomas? ¿No se podrá comerse las palomas
manteniendo unas tropillas cagadoras
a fin de tener siempre suficiente
producción de guano? ¡Nadie lo ha
ni tan siquiera intentado!
¡Ahí, sobre el brazo derecho
del carro de Eneas, ahí tienes, Marforio,
un símbolo alado y rampante
de nuestra incuria! ¡Horribles,
enfermizas, el cuello retorcible, tornasol!
Allí las ves en la plaza sobre la cual, ominosa
se proyecta la sombra de la Gran Estación
por cuyo frente desfilan incesantes
los viajeros humanos.
Mira, Marforio, uno por uno están grabados
sus rostros ahí, un poco más lejos del manubrio;
mira cuán verosímil la desgracia
metida en esas caras hasta el tuétano,
dime Marforio si no da la impresión
que los cuerpos que esas testas coronan
fueran a derrumbarse en un instante
y los cientos de escruchantes al acecho
en cada recoveco de la Gran Estación
a correr para hacerse con los restos
del derrumbado. Efectivamente,
algunos mueren, pero nadie les hace
ni puto caso: otra vez, Marforio,
la tendencia asiática al derroche,
a la ganancia fácil. Otros, quizá porque saben
que sus cadáveres no interesan
ni se caen, Marforio, mira;
una ciega costumbre de andar pareciera
que los mantiene andando cuando no hay
ya dónde ir ni de dónde retornar.
¡Y eso que es caro viajar, Marforio, caro!
(¿Aceptan en las boleterías
del tren, el pago en patacones?
Sí, iniciando un expediente
especial de seis a seis y cuarto
de la mañana en Pavón al 9000
y aguardando el resultado cuatro meses.)
Pero déjame soñar, amigo, apartarme
un instante de las crueles escenas
que el Señor de los Incendios ha grabado
en el carro de Eneas.
Has de saber, Marforio, que esta plaza
que ahora ves arruinada, albergó antaño
estatuas colosales, una feria, templos
donde las vestales degollaban
toros como la leche blancos
despellejándolos, según te dije, a la criolla,
amorosamente,
y dejando los restos al Olimpo
y los caranchos locales. ¡Eso sí que era gloria,
era derroche,
galantería turca con las aves y los dioses!
De esta estación, Marforio,
partían convoyes hacia los siete puntos cardinales:
corrían los trenes entonando la suave melopea
de la abundancia a través de los campos
donde las mieses, agobiadas, se curvaban
saludando a los viajeros.
Saltimbanquis de los más afamados
de toda la Europa, tenores, bailarinas,
ecuyères sobre elefantes africanos
entretenían a los niños en vagones
forrados de purpúreo terciopelo.
Ciertos días los entretenedores superaban
en tal número los viajeros pasibles
de ser entretenidos, que se hacían
funciones para el mero ganado
marchando, insensato, rumbo a la degollina.
¡Ah, y si eso era en los vagones,
imagina Marforio, el carnaval
en los andenes, en la plaza!
Eso fue antes de que los malditos misiles
lo derrumbaran todo. Pero no nos distraigamos más
con el pasado; mira, amigo mío, el carrito de Eneas:
amanece en el barral derecho
y las putas, las jamonas blancas de toujours,
y las negras recién llegadas -pobrecitas,
escaparse de la Dominicana y caer en Troya
justo para el incendioregresan
a sus pensiones lóbregas, tan sólo
los travestis no lucen exhaustos,
y si lo están lo disimulan,
orgullo de varón y sonido de collares
subiendo las escaleras atestadas
de cartón, rumbo a la paz del sueño.







“Que se vayan todos”
Sobre la vida actual de una frase de época


El semiólogo Oscar Steimberg recorre el origen y la evolución de una consigna colectiva nacida entre las movilizaciones espontáneas y los cacerolazos de diciembre de 2001, que permitió llegar a “creer así, por un extraño pero insoslayable momento, que la lucha era una sola”.



Por Oscar Steimberg*










Como de otros estallidos, del de diciembre de 2001 se pudo decir que era el cierre de un ciclo. Pero, como en los otros casos, eso era poco decir, y sobre todo no era específico. Siempre hace falta más para hablar de los cortes en el tiempo y la mayor parte de las definiciones elegidas suelen mostrar enseguida su desfasaje temporal, o su referirse a otra cosa.



A lo que sigue le pasará seguramente lo mismo en un lapso breve, pero así sea para el lapso de una conversación, creo que podría volver a considerarse la vida de algunos conceptos traídos por aquellas definiciones, en su momento de circulación, entre ellos: interrupción – intervalo – cambio – corte – fin – caída – muerte… Y, ¿ qué estaba cayendo? ¿Un gobierno, un gobernante, una administración, un partido? ¿Todos los representantes y todos los funcionarios? ¿De los tres poderes? ¿Un Estado? ¿Una etapa de la sociedad? El ronco éxito de un reclamo, de su fórmula, naturalizaba, legitimaba –con paradójico vigor– una ambigüedad.




1. La fuerza de una frase ambigua, oscura…


Ahora podría pensarse que la ambigüedad –la resplandeciente oscuridad– de esa fórmula era necesaria. Había silencios implícitos que debían valer para su momento: nada decía ni implicaba la frase, por ejemplo, acerca de su tiempo de vigencia.




Si se hubiera articulado con alguna propuesta de refundación anarquista, el vacío temporal se habría llenado, al menos, conceptualmente; pero ¿para cuántos? Y esa ambigüedad puede haber sido necesaria además para que en la imagen –abarcativa y borrosa, borrosa por abarcativa– de la escena en que esos todos terminarían dejando el poder pudiera seguir viéndose también, enfrentados a ellos, a esos otros todos que debían constituir el sujeto político del corte histórico.




Unos muy diversos grupos y corrientes de manifestantes de cada día pudieron llegar a creer así, por un extraño pero insoslayable momento, que la lucha era una sola.








2. Las continuidades de la acción, del discurso…


Sí: puede decirse que la lucha fue para muchos, por ese momento, una sola; convendría agregar que la expectativa del conjunto de sectores sociales que la vivieron o imaginaron, obviamente, nunca lo fue: nunca hubo una sola expectativa de lucha, ni siquiera eran en general articulables las que alentaban en cada expresión de sector. La suerte y disponibilidad de los depósitos bancarios fue el tema de una de las redefiniciones políticas del momento… mientras el de la otra era el de la sobrevivencia.




Y no sólo en su sentido más general, sino también en el de la reconstitución de lazos sociales en todos los ámbitos de la cotidianeidad y la cultura.




En los emprendimientos comunitarios surgidos en los barrios carenciados ocurrió el despliegue, junto a la organización del reparto de comida, de un permanente trabajo sobre la palabra y sobre su puesta en escena, trabajo para el que nadie pudo haberse sentido, especialmente en el momento de su puesta en práctica, suficientemente preparado.




Se trataba de una palabra cruzada, en parte, por el discurso histórico de las diferentes corrientes políticas a las que adherían los militantes internos y externos que participaban de las reuniones en las que se definían los nuevos vínculos; pero también por una necesidad inédita de nombrar permanentemente temas y problemas de coyuntura, y de encontrar las formas de fijar las instancias de su formulación.




Hay momentos en los que el que habla se encuentra de pronto esperando oír lo que, en principio, había pensado enunciar, sólo que quién sabe cómo. Es inevitable que se complique la definición de los roles de emisor y receptor cuando los términos de la conversación parecen surgir permanentemente de la circunstancia, o no poder separarse de ella.




Se trata de momentos en los que “toda palabra histórica es política” (por los modos y condiciones de su constitución y no sólo, claro, porque elija entre discursos políticos preexistentes ni porque pertenezca a unas entradas analíticas que previamente se haya podido aprender o procesar).




3... y unos discursos que no terminan de recomenzar.


Por supuesto, a fines de 2001 no se estaba produciendo el primer caso de derrumbe de un gobierno, con estallido de la economía y preanuncio de elecciones anticipadas; pero la memoria histórica muestra nuevos rasgos de singularidad cuando en sus crónicas han tomado lugar episodios como el del surgimiento de un discurso que se mostró como pudiendo ser asumido por todos los que no se consideraran responsables de la catástrofe.




En las catástrofes políticas siempre hay discursos planteados para dar cuenta de ellas: pero se muestran, naturalmente, como discursos sectoriales; y el “que se vayan todos” no era, sectorial o partidariamente, de nadie.




Y, más allá de corrientes y partidos, su enunciación rápidamente mostrada como múltiple impedía que se lo percibiera como emergente de alguna palabra política registrada. Cuando ingresó en discursos de corriente o partido lo hizo conservando, como rastro de continuidades específicas, las huellas de su relación con espacios específicos de conexión o de reconexión social. Pero siguió conspirando contra la posibilidad de su inclusión en un manual político estabilizado la insistencia de esa móvil diversidad inicial de su enunciación.




Es difícil pensar el presente político sin tematizar esas fundaciones. Es decir: sin tematizar la múltiple condición de esas enunciaciones, y de los desarrollos a que dieron lugar.




Los jóvenes que hoy se cuentan entre los protagonistas del debate político local siguen en el intento de planteos de discurso que son siempre, en principio, de discusión o conversación. Como si las fórmulas de la nueva palabra política tuvieran que mostrar en cada caso, junto a una filiación histórica en actualización frecuente, un componente paralelo de atención a las dificultades de procesamiento de su coyuntura. No se trata seguramente de elegir: recuperaciones de memoria como la de los juicios por los desaparecidos pueden obtener parte de su impulso de la generalización de la confianza en la posibilidad de esa nueva palabra pública surgida en los espacios de interpelación y escucha de comienzos de los 2000.




Por otra parte: es el entrenamiento en la atención a la circunstancia y sus renovaciones del contexto lo que posibilita también los (contemporáneos) recomienzos permanentes de la estrategia discursiva.




La fuerza del “que se vayan todos” venía no solamente de su contenido sino también de la brevedad, nitidez, claridad, economía y novedad de su construcción. Y de algo más: de su puesta en escena de una asunción de discurso hecha para centrarse en el presente. Como si se hubiera hecho evidente que para cuidar el futuro era necesario demostrar que en cada presente se iba a hablar de él de una manera reconocedora de su singularidad…, lo que tal vez permitiría recordar mejor, después, que no es conveniente hablar del futuro sin hacerse cargo de lo que está condicionando a la palabra en ese momento preciso en que se está tratando de hacerla oír.




Lo que la está condicionando: unas relaciones sociales, unas gestiones de gobierno, unas representaciones políticas, unos usos de lenguaje, unas modas de discurso, unos gustos y rechazos estéticos… Factores, todos, igualmente importantes, en términos de su condición de necesidades para la vida social, demostrada por la acción y la palabra cotidianas de los que deben vivir y procesar momentos de refundación después de una catástrofe.




*Poeta y semiologo, profesor en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y en el IUNA.










Teoría del cacerolazo


A la luz de la mirada de Lévi-Strauss, surgen preguntas sobre una forma de protesta que simbolizó a un actor social “autodenominado ‘la gente o la clase media’”.


Por Marcelo Pisarro












Es sólo un entretenimiento teórico. Consiste en imaginarse que nada ha sucedido desde la irrupción de las corrientes estructuralistas de mediados del siglo XX y que todo fenómeno social debe ser examinado a partir de esas categorías. ¿Qué diría el antropólogo Claude Lévi-Strauss, la tinta todavía fresca de El pensamiento salvaje o del primer volumen de sus Mitológicas , si se viera transportado al cronotopo “Buenos Aires diciembre 2001”? Tal vez esas herramientas estructuralistas están ya perimidas, pero, ¿y qué? También están perimidos los discos de vinilo y todavía siguen prensándose. Pocos cuestionarán el placer de apoyar la púa sobre el surco. O de ver el mundo en términos de pares binarios simétricos e inversos. Un divertimento especulativo, nada más. Lástima los muertos.



Acaso Lévi-Strauss se preguntaría por qué las cacerolas se volvieron símbolos de un actor social autodenominado “la gente” o “la clase media”. Propondría que las cacerolas pertenecen al ámbito de lo interno/privado/femenino; que cuando emergen al ámbito de lo externo/público/masculino se produce un desplazamiento que disuelve y a la vez reconstituye estos universos dicotómicos. Su función cotidiana es cocinar, y más precisamente, hervir alimentos.




El alimento tiene tres estados: crudo, cocido, podrido. Lo hervido y lo asado son las modalidades principales de lo cocido. El alimento asado se somete directamente al fuego, sin mediación; el alimento hervido, en cambio, resulta de un doble proceso de mediación: agua y recipiente. Por eso lo asado se relaciona con la naturaleza y lo hervido con la cultura. Es un juego estructuralista, a no olvidarlo.




Si el hervido de carnes y verduras pertenece al mundo interno y femenino, el asado de carnes corresponde al mundo externo y masculino. En encuentros partidarios tradicionales es una presencia estable; toma forma de asado con cuero y chorizos. La legitimidad de ese ámbito externo, público y masculino (“lo político”) se disputaba mediante la irrupción de sus simétricos e inversos: el artefacto que involucra lo interno, privado y femenino (“lo no político”). Pero las cacerolas no se usaban para hervir, otra diferencia con prácticas ya establecidas en el campo social. Afiliadas a protestas piqueteras, las “ollas populares” (hervido de alimentos en la vía pública) eran marcas de una confluencia pública específica. Los recipientes vacíos sonaban, no hervían.




La cacerola, como instrumento mediador del fuego, aunaba y separaba por partida doble: empíricamente, porque “la gente” no incendiaba dependencias públicas, no hacía uso directo del fuego, y simbólicamente, porque remarcaba la preponderancia, aún, del orden cultural por sobre su ausencia.




Esas personas, al golpear cacerolas, enfatizaban un tipo cultural definido, nuevamente, de modo doble: “cultura” como comportamiento correcto (racional) opuesto al comportamiento incorrecto (irracional), y “cultura” como “forma de vida”, comprendida como “derecho a”: el derecho de “la gente” a continuar perteneciendo a “la clase media” sin que ese derecho fuera vulnerado por “los políticos” ni por “los piqueteros”.




El golpeteo de cacerolas delimitaba una identidad –fímera, fluctuante, pero reconocible en el cronotopo– forjada en distancias: hacia “arriba” y hacia “abajo”. Que se vayan todos (“hacia arriba”), pero no saqueamos supermercados (“hacia abajo”). Distinguía al actor emergente de formas ya organizadas y establecidas de representación, bien a través del énfasis en lo interior/hervido/femenino en resistencia a lo exterior/asado/masculino (ollas y no parrillas, “la gente” y no “los partidos”), bien a través del uso particular de estos recipientes en la vía pública (protestar significar percutir, no hervir).




“Todo parece ser estructural en este utensilio –escribió Lévi-Strauss, quizá sobre una masa tlingit para matar peces, quizá sobre una cacerola argentina–, que es también una maravillosa obra de arte: tanto su simbolismo mítico como su función práctica.” Un divertimento especulativo, nada más. Lástima los muertos.







Lecciones de desencanto




¿Cómo representa la literatura la crisis de 2001? Una serie de libros publicados en la década se leen, en esta nota, como textos del desamparo, como registros, en clave intimista, del “daño colateral” producido por el repliegue del Estado.


Por Ana Laura Perez









El desperdicio. Derrumbe. La intemperie. Tres sustantivos que podrían adjetivar los meses interminables de la crisis argentina, contados a partir del 19 y 20 de diciembre, nuestro punto de partida, nuestro secular AC/DC: Antes de la Crisis y Después de la Crisis. Tres títulos que aparecieron en simultáneo y cuya lectura en el momento de su edición, entre 2007 y 2008, y su relectura a instancias del insoslayable aniversario dan sentido a la narración de la caída nacional.



Analizadas en conjunto, las novelas de Matilde Sánchez (Alfaguara), Daniel Guebel (Mondadori) y Gabriela Massuh (Interzona), son el relato personal de un fracaso, de un quiebre. Como si el fin de la Política, el gobierno de la tercera persona del plural, se expresara en la primera del singular. Parece que sólo puede ser personal la narración del trauma de esos años, cuando cae la ilusión de la representación democrática y se desnuda como obsoleto el ideal comunitario. Consecuentemente, los tres textos utilizan nombres reales, en algunos casos, y referencias encriptadas, en otros, fácilmente reconocibles no ya por sus amigos y conocidos, sino por el círculo más amplio del cosmos intelectual criollo. Si ya no hay política, ¿cuán eficaz podría ser la denuncia social, la novela comprometida, ¡el thriller a lo Dalmiro Sáenz!? Del mismo modo, declara sus límites la investigación periodística. La crisis activó en los periodistas un aparato disparador de preguntas (en 2002, Martín Caparrós publica en ese género Qué país. Informe urgente sobre la Argentina que viene –Planeta–). O de excusas para crónicas. Parecía imposible, por entonces, la exégesis de un período histórico, como ocurrió con los libros posdictadura y sobre el menemismo. El mejor ejemplo de estos dos géneros está en las páginas del reciente La comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001 (CI) de María Moreno, anfitriona de un debate que tan bien se da con su vocación de polemista, donde compila entrevistas publicadas en Página 12, anotaciones y aguafuertes. “Crisis II” se lee como un cuento moral. La mutación de la relación entre la doctora Burgo, anciana y con Alzheimer, y su cuidadora peruana Chermila Vega muestra que la supervivencia suele tomar la forma del amor.




Por el contrario, para quienes no han caído en la quiebra, el desempleo, el desalojo y la calle, hay esperándolos un naufragio privado: la desilusión del otro o de la otra. La crisis pone fin a parejas que, en otro contexto histórico, podrían haberse prolongado de por vida o apagado quedamente.




Si bien en la novela de Guebel se cuela la preocupación económica (“¡Me paso la vida pensando cómo conseguir plata! Variaciones de la rosa de cobre, la media de bronce, el billete de lotería…”) es en los libros de Massuh y Sánchez que la realidad argentina no cambia, pero interviene fuertemente en el ánimo y la vida de los personajes. Los dos libros giran sobre la bancarrota amorosa. En uno, la protagonista/autora, directora de una institución cultural pasa a compartir su “intemperie” con los cartoneros que clasifican basura a los pies del edificio donde trabaja cuando la abandona su mujer. Como no es una novela política no cabe el debate sobre cuánto desabriga la intemperie –de alcohol, sí, de pena, también– a una hija de la clase alta aunque la animen ideas progresistas.




En el libro de Matilde Sánchez, que comienza con la muerte de Elena, a mediados de 2001, puede leerse el anuncio de la crisis. La decadencia de Elena, promesa de la crítica literaria, es también la del campo, origen de su riqueza. La pampa, símbolo de la Argentina potencia ahora rediviva, fue en los 90 escenario del deterioro: ni mies de trigo como trenzas rubias, ni vacas, ni tractores. Cazadores de liebres, campos inundados y containers abandonados donde duermen los linyeras. Allí vuelve Elena, opacada por una relación de la que no logra salir. Su enfermedad y muerte coinciden en tiempo y forma con la agonía de la Argentina. En los dos libros, la derrota del amor es la derrota de una ilusión mayor, pero nunca la metáfora de la crisis argentina. La crítica Sylvia Saítta incluye (en un trabajo publicado en Alemania el año pasado) estos libros en el movimiento que describe el giro autobiográfico o, según Daniel Link, la categoría de imaginación intimista, donde “novelas en primera persona reformularon, en términos críticos, los vínculos entre escritura y vida, escritura y experiencia y escritura y realidad”.




La escritura es en estos textos, entonces, una forma más de ejercer el desamparo que Zygmunt Bauman describe en su flamante Daños colaterales (FCE) como la imposición de afrontar personalmente las catástrofes que pueden acontecernos a los seres humanos (la enfermedad, el desempleo, la pena) y de los que hasta hace poco se hacían cargo los Estados sociales. Sin la protección de esos Estados, sin representantes y sin política, la catástrofe personal que antes recaía en las espaldas de todos, se vuelve individual.




Ese estar completamente a merced de las circunstancias, que no es la experiencia de los personajes de los libros citados, es sí la de Diana, la mujer que lleva meses desocupada en El trabajo (Tusquets), de Aníbal Jarkowski. No tener para el alquiler, lavar la misma bombacha y corpiño cada noche para salir presentable a la mañana con los clasificados, caminar para ahorrar el colectivo... La humillación y la violencia son un relato solitario. No hay para Diana, ni el mísero consuelo que brinda un duelo amoroso. Menos aún para el pibe que pide monedas a los autos en Ugarte y Cabildo (de Vertice , de Gustavo Ferreyra) que enardece al kiosquero y otros comerciantes, ganados por el discurso prejuicioso y bobo de los noticieros. En estas novelas, donde la crisis es el eje, los personajes están completamente solos para hacer frente a las penurias que les impone el país.




Después de la caída no hay más que sombras del Estado. O, dicho de otro modo, el lado oscuro de la fuerza pública: la policía, displicente en el mejor de los casos, sospechosa la mayoría de las veces. Pero la desgracia del desempleo y la calle no puede ser narrada en primera persona, quizá por el simple hecho de que los narradores –docentes universitarios, clase media– no rodaron al pie de la pirámide, como sí lo hicieron, en cambio, sus personajes.




Apenas repuestos del vértigo de 2001, aparecieron una serie de ensayos, mínimos, urgidos por explicar el caos. Fueron análisis breves de muy pequeño formato: la debacle aumentó los costos de papel e impresión y hasta el tamaño de la letra –¡ignominia de notas al pie!– podía leerse como síntoma de la decadencia. Uno de ellos se transformó en modesto best-séller: Dolor país (del Zorzal) donde la psicoanalista Silvia Bleichmar hablaba del sufrimiento y la desesperación.




Paradojas: fueron los historiadores los que explicaron el caos con la paciencia de un coach a su boxeador grogui.




Luis Alberto Romero reconocía en una entrevista publicada en la revista Viva un año atrás, que el clima “asambleario” había adelantado una década la discusión que, por fuerza, propiciaría el Bicentenario. Se sucedieron Cosecharás tu siembra (Prometeo) de Raúl Fradkin y La crisis argentina. Una mirada al siglo XX (XXI) de Romero. Muy pronto aparecería La protesta social en la Argentina (FCE) de Mirta Lobato y Juan Suriano que, motivada por las movilizaciones de diciembre, inauguraba una serie de publicaciones sobre un nuevo y desafiante actor surgido del AC/DC: los piqueteros. Se sumaron los trabajos de Maristella Svampa Entre la ruta y el barrio (Biblos) y Cambio de época. Movimientos sociales y poder político (SXXI).




El año pasado, en Piquetes y cacerolas... El “argentinazo” del 2001 (Sudamericana) la historiadora Mónica Gordillo describía aquellos hechos como “la puesta en escena de variadas formas de lucha aprendidas y conformadas en distintos momentos” del país. En “caliente”, esos primeros análisis vieron en 2001 el comienzo de un ciclo de movilización, “en el que la acción directa, la autoorganización y la democracia de base instaurarían una nueva ciudadanía e institucionalidad”.




En la misma materia, los escritores encontraron soledad y angustia. O, parafraseando a Matilde Sánchez, aceptaron la lección del desencanto.







Una distopía colectiva


Por Alejandra Rodríguez Ballester


La imagen regresiva, de una sociedad que debe vivir de sus propios desechos, el retroceso que significó el quiebre de 2001/2002, que en pocos meses barrió puestos de trabajo y mostró cuán endebles eran las bases de muchos proyectos de futuro, aparecen reflejados y transmutados –como sucede en la mejor ficción– en la distopía de Pedro Mairal, “El año del desierto”, publicada en 2005. La novela comienza en los primeros días de enero, en los que ya son visibles las primeras señales de la “intemperie” que avanza desde la provincia y hunde cada nueva zona en el deterioro. María, la protagonista, decide mudarse desde Beccar al centro para huir de esa amenaza, mientras a su alrededor proliferan señales de precariedad: las máquinas de escribir reemplazan a las computadoras, los canales de aire al cable y las góndolas ofrecen marcas desconocidas como Teem o Crush. En una ciudad de manzanas amuralladas, departamentos hacinados y casillas que se amontonan en las calles en un clima de violencia desatada, Mairal crea un condensado de significantes sociales contemporáneos: los sin techo, los ocupas, la obsesión por la seguridad, que se enlazan con dicotomías políticas, como el enfrentamiento entre capital y provincia, entre civilización y barbarie. A la disolución social se le suma la disgregación de la Nación y a medida que avanza el relato, esta distopía retrospectiva pasa por los tiempos de la inmigración –ahora hay un Hotel de Emigrantes– y se interna en las luchas de caudillos para llegar a la frontera, a los malones y al salvajismo absoluto. Hasta la lengua se desintegra, en un argot ininteligible. Y María es la cautiva, y el matadero es la empresa en la que trabajaba, donde ahora se faena carne humana. Con el riesgo de la alegoría pisándole los talones, la novela de Mairal es “la” novela de la crisis colectiva de 2001, aligerada por su humor irónico y por el ritmo de una narración que no se detiene.







Novelar y reflexionar



Estos son algunos de los títulos que aparecieron a propósito de los hechos de 2001-2002. El tema es tan fascinante que sigue convocando la interpretación de analistas y la imaginación de narradores que encuentran en la revuelta social terreno fértil para pensar conductas e historias.



2001 Relatos de la crisis que cambió la Argentina
M. Barrientos y W. Isaias
ED. Patria grande
2011, 336 pags.

A través de entrevistas a representantes del campo popular, los periodistas que encararon esta investigación ofrecen los puntos de
vista y las experiencias de quienes fueron protagonistas de los sucesos de diciembre de 2001.


La comuna de Buenos Aires.
Relatos al pie del 2001
María Moreno
Capital Intelectual, 2011
379 págs.

Escritas en los meses que siguieron al estallido y respetando las sintaxis personales de los entrevistados, estas crónicas conservan el
estupor ante los acontecimientos y el carácter de profecías cumplidas, a veces, con triste ironía.

Que se vayan todos.
Enigmas de la representación política
Inés Pousadela
Capital Intelectual, 2005
104 págs.

La tesis central de este libro plantea que la crisis de representación que aquejó a las instituciones y los actores políticos se superpuso a un proceso, más estructural, de metamorfosis de la representación, en un proceso de largo alcance.

Sin patrón.
Fábricas y empresas recuperadas por sus trabajadores
Colectivo La Vaca
La Vaca ed., 2009
302 págs.

Desde Zanón a Bruckman, pasando por Crometal y Chilavert, este libro recoge diez historias de esperanzas y luchas por mantener
los puestos de trabajo y darles un sentido social. También brinda las hipótesis que lo hicieron posible.

El grito
Florencia Abbate
Novela
Emece, 2004
222 págs.

Las cuatro historias de este libro transcurren a fines de 2001, un momento en el que las vidas privadas se desmoronan al ritmo de
los acontecimientos exteriores, mostrando que sociedad y familia ya no son espacios de contención.

El año del desierto
Pedro Mairal
Novela
Interzona, 2005
273 págs.

Construyendo una fantasía en torno de la destrucción de Bs. As., el autor se burla de los miedos de la clase media argentina jaqueada
por la crisis. La degradación que sufren los personajes los instala en un escenario de pesadilla.

El último final
Marcelo Levinas
Novela
Alfaguara, 2005
253 págs.

Entre el 19 de diciembre de 2001 y el 4 de enero del año siguiente, el protagonista, director de la carrera de Historia de la UBA, toma nota de los hechos tratando de comprenderlos, mientras su propia vida se ve envuelta en un misterio.

Pinamar
Hernan Vanoli
Novela
Interzona, 2010
138 pags

A través de un diario íntimo, Lucio le cuenta a su hermano Stany los sucesos que desembocaron en la crisis y las consecuencias en su entorno de clase alta que disfruta del balneario mientras siente amenazados sus privilegios.

Allá arriba, la ciudad
Ramon Tarruela
Novela
Ed. EMcor, 2010
120 pags.

Encerrados en el subsuelo de una fábrica devenido teatro, los protagonistas rememoran historias mientras en el exterior resuenan los cacerolazos, los cascos de los caballos y los ruidos de la represión desatada en diciembre.