martes, 26 de mayo de 2009

Facundo, el filósofo

En “Facundo, un texto de la Filosofía occidental”, José Pablo Feinmann lee Facundo desde la Escuela de Frankfurt y Walter Benjamin, siguiendo las huellas en paralelo entre Sarmiento y Marx. Este ensayo es el estudio preliminar de una edición de Facundo a cargo de la Editorial Universitaria de Villa María (de dicha universidad nacional), publicada en el marco de la colección Letras y Pensamiento en el Bicentenario.

Por Jose Pablo Feinmann



Litografía de autor anónimo sobre el asesinato de Facundo Quiroga en Barranca Yaco.

Durante los noventa estuvieron de moda en las academias de los países del primer mundo las llamadas teorías poscoloniales. Sus representantes fueron esencialmente tres: Gayatri Spivak (India), Edward Said (Palestina) y Homi Bhabha (Pakistán). Si recordamos un libro muy difundido de Edward Said encontraremos en él un minucioso análisis de elementos colonialistas en textos de los países metropolitanos. Said procede del siguiente modo: analiza textos de Jane Austen o de Conrad o de Melville o incluso la ópera Aída y encuentra en ellos la presencia de la mirada del imperio. Es el mismo imperio el que construye la mirada colonial. El colonizador (como el sujeto kantiano con el objeto de conocimiento) constituye la imagen del colonizado y su mundo. Los textos del imperio están escritos por los escritores del imperio. Las colonias no tienen escritores. Están condenadas a verse por medio de la mirada del Otro, del amo imperial. Este amo imperial crea su propia justificación histórica en tanto construye esa historia. La produce y a veces la explicita. Observemos la interpretación que hace Said de una novela como Moby Dick, cuyos rasgos imperialistas pocos se habían detenido a estudiar: “Melville construye en el capitán Achab una alegoría de la conquista del mundo que Estados Unidos desea; está obsesionado, se comporta de un modo compulsivo y se muestra imparable, absorto completamente en su propia justificación retórica y su sentido del simbolismo cósmico”. Siempre hemos visto en Achab a un personaje metafísico en busca de lo absoluto, del sentido de la existencia o, sin más, de Dios. Esto enfurecía a Melville, pero así ocurrió. Said ve en Achab la furia imperialista de Estados Unidos. En suma, el autor colonial (Said) se vale de los textos de los autores del imperio para analizar el colonialismo porque es en ellos donde encuentra su explicitación. O su justificación. Fueron los autores imperiales, no los de las colonias, quienes produjeron los textos que validarían la acción siempre civilizatoria del imperio. Pues el colonialismo de la modernidad se consideró portador de valores inexistentes en las colonias, de aquí su acción benéfica. El concepto de civilización encierra la tarea cultural, moral o religiosa con que el colonialismo embellece y justifica sus acciones. Si Roma conquistaba nuevos territorios lo hacía en nombre de la grandeza de Roma. No tenía una teoría del progreso histórico. El colonialismo sí. Desde que el evangelio y la cruz se unen a la espada en la conquista de América hasta el progreso que Europa dice llevar a todo territorio que conquista, el colonialismo de la modernidad asume un papel de humanización, de rescate de las sombras de la barbarie de todos los territorios periféricos que conquista.
El caso de Facundo es hondamente original. Los escritores poscoloniales debieron llamarse a sí mismos neocoloniales, pues sus países no dejaron de ser espacios dominados por las potencias metropolitanas. Pero se asumieron como países liberados de la dominación colonial y no elaboraron el concepto de lo neocolonial. La élite que escribió los textos que habrían de justificar la acción progresista del imperio se escribieron –-precisamente– en el imperio. No había una élite ilustrada en la colonia. Con el pacto neocolonial, por el contrario, surge una élite ilustrada. En nuestro país: Moreno, Castelli, los rivadavianos y luego los brillantes jóvenes románticos, Echeverría, Alberdi, Juan María Gutiérrez y el poderoso sanjuanino Sarmiento. Ya, en Inglaterra, un talentoso político como Richard Cobden, desde la escuela manchesteriana, desde el liberalismo, reclamaba la emancipación política de las colonias: “¡Que nombren a sus gobernadores, sus inspectores, sus aduaneros, sus obispos y sus diáconos, y que paguen hasta las rentas de sus cementerios!”. Que sean libres. Que tengan bandera, himno, gobierno independiente. Sólo queremos comerciar con ellos. Si lo hacemos, serán nuestros. El inteligente esquema del imperio es ser el taller del mundo y relegar a las ex colonias a la producción de materias primeras. Todo producto sin valor agregado vale menos que otro con valor agregado. El producto industrial de la metrópoli siempre se impondrá (en los términos de intercambio) al de la neocolonia, mero producto de la generosidad del suelo y no del esfuerzo humano. Sarmiento, en Facundo, desarrolla esta teoría con más brillantez que nadie. “Inglaterra nos pondrá el remo en la mano.” Ningún texto colonialista escrito en un país central podría superar a Facundo. He aquí –en suma– la diferencia en las neocolonias y sobre todo en nuestro país: los textos que justifican nuestra integración complementaria a las industrias del imperio fueron escritos por escritores nativos, por hombres de la élite gobernante. Llegará a decir José Hernández que vale tanto un vellón de oveja como una máquina de producir manufacturas. Taller del mundo, Inglaterra. Granero del mundo, Argentina. Este esquema dará origen a una clase ociosa, dispendiosa, que se acostumbrará a gozar de la abundancia fácil. Esta será la Argentina próspera de “nuestros abuelos” que la oligarquía gobernante evoca como el paraíso perdido. Estaba destinado a perderse. Luego de la crisis del ‘29 los términos de intercambio se inclinan drásticamente a favor de los productos manufacturados y no de los primarios. El granero del mundo, la tierra de “los ganados y las mieses”, se derrumba sin piedad.
Facundo proponía la entrada del Progreso (el gran valor del siglo) en el país poseído por la certeza de esa utopía: el Progreso del imperio sería el Progreso del mundo neocolonial. Había una sola senda: la senda de la complementación con la economía y la cultura europeas. Siguiendo esta senda, por ahora detrás de ellos, alguna vez los alcanzaríamos. El Progreso era para todos. Era el tren de la Historia. Algunos ocupaban por ahora la retaguardia. Otros la vanguardia. Pero ese tren era para todos. Porque había una sola vía y por ella marchaban los países imperiales y los neocoloniales. En algún momento sus marchas se igualarían y el mundo sería el del trato entre países de un mismo nivel en la escala del progreso. Sarmiento no sospechaba (nadie lo hizo) que no había un solo carril. Que los países imperiales marchaban por uno. Y los neocoloniales por otro. Que nunca se unirían. Estamos en el siglo XXI y la dulce historia del progreso de toda la humanidad está destruida. Las desigualdades son más crueles que nunca. En resumen: la introducción de la lógica técnico-imperial en los países nuevos no los llevó a la prosperidad sino al atraso. Esa razón técnico-imperial sólo fortaleció –en nuestro país– a la ciudad de Buenos Aires y selló una subalternidad (tomo este término de Gayatri Spivak) que aún continúa. La miseria en la Argentina es una realidad cruel y hasta monstruosa. Las luchas civiles que Buenos Aires emprendió en nombre de la civilización y el progreso sólo dieron como resultado el arrasamiento de los gauchos, de los negros y de los indios. La repartición de la propiedad de la tierra en pocas manos y también un manejo de la política privativo de esas mismas clases respaldadas por un ejército que le sabrá ser fiel hasta los extremos de la Argentina concentracionaria de 1976-1983. Los gobiernos populistas de Yrigoyen y Perón serían abatidos por golpes cívico-militares que restaurarían a los dueños de la “abundancia fácil” (que se consideran, muy naturalmente, los dueños del país porque poseen la tierra) y todo seguirá su camino “racional”.
Y es justamente el tema de la “razón” el que queremos trazar en este Estudio Preliminar. Se ha hablado tanto del Facundo que poco queda por decir. Los historiadores liberales –no bien leen líneas como las que acabo de escribir– lo califican a uno de “revisionista trasnochado”. Como si ellos (con esa concepción oligárquica y liberal) no estuvieran, más que trasnochados, cayéndose a pedazos, carentes de toda credibilidad, aniquilados por las jóvenes interpretaciones de historiadores nuevos y de lectores nuevos que califican como “oficial” o “digna del Billiken” la historia que ellos ofrecen.
Vamos a partir –para nuestro nuevo, creemos, análisis de Facundo– de la Escuela de Frankfurt y de las reflexiones sobre la técnica del segundo Heidegger. También –no considero a este texto como parte de la Escuela de Frankfurt– de las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin. Sarmiento (junto a todos los ilustrados de su tiempo) veía en la introducción de la técnica de la modernidad en el país la única posibilidad de su desarrollo histórico. Era simple: había un único decurso histórico y era el que seguían los países de la centralidad occidental. Unirse a ellos, seguirlos, adquirir sus técnicas de progreso, sus bases culturales y –sobre todo– eliminar a quienes en el país se les oponían era la tarea que hacer. Sarmiento –contrariamente a Heidegger y Adorno–- tiene un desdén profundo por la naturaleza. En esto coincide con Marx, que era, como él, aunque por otros motivos, un enemigo de lo que podríamos llamar materia no trabajada. La pampa es el símil del mar en la tierra. Esta tierra, como el mar, no está aún trabajada, espera la mano del hombre de la cultura, la que le hará rendir sus frutos. Ese hombre no es el gaucho, que pertenece a la tierra, a las campañas. Sino el hombre de la civilización. El hombre de la ciudad. La antinomia entre ciudad y campaña (que es la misma que civilización y barbarie) es la que existe entre el trabajo técnico, el progreso y la extensión inútil, no trabajada, por la que el gaucho ejercita su destino de errancia. “Esta llanura sin límites (...) permite rodar enormes y pesadas carretas, sin encontrar obstáculo alguno, por caminos en que la mano del hombre apenas si ha necesitado cortar algunos árboles y matorrales.”
Esta inmensidad de las llanuras le entregará a Sarmiento una posible simetría que lo seduce: los campos argentinos tienen “cierta tintura asiática, que no deja de ser bien pronunciada”. Sólo hay que señalar aquí que Sarmiento había dialogado durante tres días –en Argelia– con el mariscal Bougeaud, que había conquistado para Francia ese país de Africa. Descubrió en las tácticas del mariscal francés los modos con que habría de luchar contra las montoneras gauchas. Bougeaud no se distinguía por ejercer la piedad sino por lo contrario. Le enseñó a Sarmiento que a la barbarie se la combate con la barbarie. “Debe uno hacerse más bárbaro que los bárbaros.” Así, por este rodeo cruel, entra la civilización moderna en los territorios del atraso. Bougeaud también explica que Argelia entregará a Francia sus materias primas, algo que justifica la dura empresa acometida. De las crueldades de Bougeaud en Argelia (logró derrotar nada menos que a Abd-el-Kader, poderoso caudillo árabe) poco vamos a decir. El imperialismo nunca fue piadoso para enclavar la cultura en los territorios ajenos a ella. Tampoco lo será Sarmiento en nuestro país. Su papel no era ése. Sarmiento fue el más poderoso ejecutor en el Plata de los decursos histórico-dialéctico-progresivos de la civilización de la técnica. Para él, las llanuras asiáticas y las dimensiones inasibles de la pampa eran lo mismo. La mano del hombre debía poner su huella en esa naturaleza intocada. Más aún: la civilización consistía en hendir, en quebrantar el orden natural e imponer ahí su propia legalidad. Su propio orden. El hombre debía conquistar la naturaleza para sumarla a la cultura. Heidegger, por el contrario, encontrará en la subjetividad cartesiana el momento preciso, exquisito, en que el hombre de la subjetividad, que es el de la modernidad capitalista, se afirma en el centro del conocimiento, se asume como el ente privilegiado que va a someter a todos los otros por medio de la instrumentalidad técnica. Esta conquista –que llevará al hombre a la perdición, que es, ya lo veremos en seguida, la del olvido del ser– hace del hombre el amo de lo ente. Este amo de lo ente llegará a su culminación dentro de la historia de la metafísica en la voluntad de poder nietzscheana. Este ente antropológico, que se pone a sí mismo en la centralidad del saber y del hacer apropiativo, olvida por completo el llamado del ser. O, como también suele decirlo Heidegger, aunque de un modo que ya lo acerca al misticismo de sus últimos escritos, el ser se retira. Hay dos movimientos que se corresponden: el hombre, dedicado a la conquista de lo ente, olvida al ser y el ser, a su vez, se retira. Este ente antropológico que se consagra a la conquista de la tierra por medio de la técnica acabará –según las últimas visiones de Heidegger– por destruirla. (Como se notará, estamos a un paso de tal situación. Nunca el poder destructivo del ente antropológico ha sido tan enorme y nunca los fundamentalismos religiosos –este exceso de Dios que define a nuestro tiempo– entregaron tal justificación trascendente para todos los proyectos de destrucción.) De esta forma, en el reportaje póstumo que concede a Der Spiegel, dirá: “Esto en que el hombre vive ya no es la tierra”. También Adorno y Horkheimer, en Dialéctica del Iluminismo, libro que comienzan a trabajar en su exilio en California a partir de 1940, introducirán un cambio de eje en el marxismo. El centro del análisis ya no es la lucha de clases sino la relación del hombre con la naturaleza. El libro parte de una crítica al Iluminismo. Esta filosofía, al haber deificado lo racional en el hombre, ha consagrado también a un amo de lo ente. No usan el lenguaje de Heidegger. El hombre del Iluminismo da origen a la razón instrumental. Esta razón parte de una relación de dominio sobre la naturaleza que luego se desplazará a una relación de dominio sobre los hombres. También Foucault hablará de las ciencias humanas como un instrumento, no para conocer al hombre, sino para dominarlo conociéndolo previamente. Adorno y Horkheimer recurren a la metáfora de Odiseo para mostrar cómo el hombre de la razón instrumental sujeta sus instintos con tal de no perder esa racionalidad que lo constituye. Así, Odiseo se hace atar al mástil: quiere escuchar a las sirenas pero no entregarse a ellas. Hacerlo sería extraviarse. Y el extravío de la razón es la locura. Que, según Foucault, acecha siempre a la razón, pues le recuerda que ella, la locura, existe, y que es parte de la razón. Algo que la razón quiere ignorar, niega compulsivamente y por eso crea los manicomios, para confinar ahí a los locos y evitar que su visión le recuerde sus peligros, es decir: que puede ser la antítesis de sí misma, el extravío total. Lo mismo hace la sociedad con los delincuentes. Esa razón instrumental de Adorno y Horkheimer (que es la razón capitalista, la razón de la modernidad burguesa, como lo es para Heidegger) domina, somete a la naturaleza y a los hombres y esa dialéctica (una dialéctica que avanza por medio del sometimiento instrumental de la naturaleza y de los hombres) culminará en la instrumentalidad de la muerte: en Auschwitz. Freud, por su parte, en El malestar en la cultura, dirá que la cultura es posible porque el hombre ahora, maniata, sujeta sus pulsiones primitivas. Ese hombre maniatado es tanto lo que sofoca en sí que sólo puede generar autodestrucción y destrucción. También Walter Benjamin, en un texto hermético y fascinante, tramado entre el marxismo y el mesianismo judío, describe un cuadro de Paul Klee que amaba. Descubría en él al ángel de la historia. El ángel estaba pasmado. Los ojos muy abiertos, las alas extendidas. ¿Hacia dónde mira el ángel? “Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies.”
Esta visión trágica de la cultura (esbozada en 1930 en Freud y en 1940 en Benjamin) se encuentra muy lejos del papel que Sarmiento le concedía.
Sarmiento era un escritor poscolonial que postulaba la profundización de la –por decirlo así– poscolonialidad para que su patria ingresara en la modernidad europea y extirpara de sí la barbarie de los campos, de la llanura, de lo asiático, de lo bárbaro. Lo dice a lo largo de todo Facundo: hay que europeizar el país. Hacerlo implicó aniquilar sus sentidos históricos laterales. ¿Laterales a qué? Al decurso necesario de la civilización burguesa. Argentina fue rica en producir esos sentidos laterales. Sin ellos, Sarmiento no habría escrito su obra maestra. Juan Facundo Quiroga expresaba un sentido lateral al de la modernidad burguesa, al de la racionalidad occidental. Era un “bárbaro” (un extranjero) ante ella. Pero habitaba en otra territorialidad. Llevaba en sí la posibilidad de una riqueza de sentido. El sentido lateral del proceso imperial de la burguesía debió ser aniquilado para que esa racionalidad se expresara. Sarmiento cuenta esa historia en Facundo. Pero, a la vez, como el gran escritor latinoamericano que era, pinta como pocos o como nadie ese sentido lateral que los grandes filósofos extrañan en la historia de la modernidad. ¿Obedecía a algún determinismo irrefutable su derrota? Para Marx, sí. Pocos coincidieron con Sarmiento como Marx. De aquí que el mediocre y dogmático “marxismo argentino” sea, sin más, sarmientino y, en el peor de sus abismos, abiertamente mitrista. Marx odiaba a la campaña tanto como el sanjuanino. En las páginas del Manifiesto destinadas a cantar las hazañas monumentales de la burguesía escribe: “La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes inmensas; ha aumentado enormemente la población de las ciudades en comparación con la del campo, sustrayendo una gran parte de la población al idiotismo de la vida rural”. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los países bárbaros o semibárbaros a los países civilizados, “los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al Occidente”.
¿No es deslumbrante? No digo el texto de Marx. Hablo de Sarmiento. El, desde este lejano país del sur, provinciano, autodidacta, escribió, en 1845, antes que Marx (el Manifiesto es de 1848), innumerables textos que anticiparon a ése del Manifiesto. ¿Dónde está la diferencia? Marx era un dialéctico hegeliano. Pensaba que esa burguesía conquistadora haría nacer a su propio sepulturero: los modernos proletarios. Sarmiento no lo era: pensaba que esa burguesía conquistadora haría progresar al país, lo enclavaría en el tren de la historia, que era el del progreso, y lo llevaría a un horizonte pleno de prosperidad, de plenitud. Los dos se equivocaron. El proletariado no sepultó a la burguesía. Pareciera, ya decididamente, haber ocurrido lo contrario. Y el tren de la historia con el que soñaba Sarmiento no existía. O en todo caso: no era el mismo para todos. No había uno, había dos. Uno para los países conquistadores, para la modernidad de la burguesía, para el capitalismo de la técnica desbocada. Y otro para los países neocoloniales. Que serían, en el futuro, llamados también subdesarrollados o en vías de desarrollo o emergentes. ¿De qué tienen que emerger los países emergentes? Del atraso al que los condenó la racionalidad burguesa. Esto, Sarmiento ni lo imaginó. Acaso hacia el final de su vida, cuando vio que la clase triunfadora, la que capitalizaba las batallas impiadosas que él, Mitre, Sandes, Irrazábal, Paunero y luego el “héroe del desierto”, Roca, habían ganado sin otorgar misericordia alguna a los vencidos, era una oligarquía dispendiosa, improductiva, enemiga de la industria y seducida por el goce inmediatista de la abundancia fácil, esa oligarquía a la que él definió por el olor de sus ganados, “olor a bosta de vaca”, habrá meditado acerca del triste destino de los protagonistas de sus grandes libros: Juan Facundo Quiroga, Angel Vicente Peñaloza y hasta el Fraile Aldao. Sin embargo, en eso se equivocó menos que en sus visiones proféticas sobre el rumbo progresivo de la civilización que tanto lo deslumbró. Si es así será hora entonces de valorar a Sarmiento (no solo como genial escritor, como político de temple duro y mordaz, como nuestro efectivo mariscal Bougeaud o como gran creador de escuelas) sino como el que mejor escribió sobre el sentido lateral que la razón de la modernidad burguesa aniquiló. Ese sentido lateral fue el que expresaron Juan Facundo Quiroga y los demás caudillos federales. Sarmiento odió a Quiroga. Pero también, y mejor que la mayoría de quienes rodearon al caudillo, lo comprendió, contó su historia, lo admiró, vio en él al personaje más auténtico de la revolución americana. Si hubiera luchado en su contra, lo habría hecho degollar, qué duda cabe. Por propia confesión era un asesino. En Mi defensa escribe: “Ya he mostrado al público mi faz literaria; vea ahora mi fisonomía política; verá al militar, ¡al asesino!”. Pero sus tiempos no se cruzaron. Hizo de él un personaje inmenso. Si Facundo Quiroga expresaba el sentido lateral de la historia, otra cara del devenir histórico, ¡cuánto ha perdido la civilización con su exterminio! Es por Sarmiento, su feroz enemigo, que lo sabemos. Tal vez por estilo debiera culminar este Estudio preliminar con la frase anterior. Pero hay algo que no quiero privarme de confesar. Como él con Facundo, tengo una relación de amor-odio, o de fascinación y rechazo con Sarmiento. Sin embargo, pensemos brevemente en el fárrago filosófico en que hemos comprometido su libro. ¿No encontramos en él los temas fundamentales de la filosofía de la modernidad occidental? ¿Alguien podría decir que lo hemos visto disminuido ante Adorno, Heidegger, Marx o Foucault? De ningún modo. Me permitiré, entonces, decir mi más firme convicción sobre este libro que me honra prologar: Facundo no sólo es una formidable pieza literaria, también es uno de los libros centrales del pensamiento filosófico de Occidente.

viernes, 22 de mayo de 2009

El monumento a Mafalda y la ruta del comic porteño




El Monumental. Escenario de la batalla de El Eternauta.



Acaban de anunciar que van a colocar un monumento a Mafalda delante del que durante muchos años fue el hogar de Quino, un departamento en la calle Chile, en San Telmo Brooklyn. La propuesta no es antipática (¿quien se anima a decir que Mafalda no mecere un monumento?) y transpira intenciones turísticas que el escultor encargado de hacer la obra, Pablo Irrgang, no se preocupa por ocultar: "La idea es que la gente pueda sentarse junto a ella y sacarse fotos, si quiere", dijo, con brutal honestidad. Hay ciudades como Bruselas (la cuna de Tintín) que tienen muy bien montadas sus rutas del comic y creo que a Buenos Aires le da de sobra para tener una propia. Que la cosa nazca con la intención de ser una nueva excusa para entretener turistas no es algo que me mosquee. Siempre será mas edificante que las rutas de los zapatos de cuero o de la prostitución barata, que desde hace tiempo sirven para quitarles los dólares las mujeres y hombres que llegan de visita a la ciudad. Asumamos que el monumento a Mafalda sea el primer hito del recorrido por la "Buenos Aires del Comic". Luego de sacarse la foto de rigor, los sonrientes japoneses del tour podrán deambular por el centro de la ciudad, descubriendo escenarios de historietas míticas como la plaza Congreso, donde estaba el cuartel general extraterrestre en El Eternauta, la estación de Constitución, punto de partida de los tranvías fantasmales de Sherlock Time, de Breccia y Oesterheld, o la Costanera Sur, donde el Comisario Evaristo (un personaje magnífico de Sampayo y Solano Lopez) mantiene un cara a cara con león escapado del zoológico de Palermo. Para cuando llegue el mediodía, nada mejor que hacer escala en las pizzerías de Corrientes, en las que aún pervive el aceitoso tufillo a muzzarela que impregnaba la tira Buenos Aires en camiseta, de Calé. Tirando para el interior de la urbe, la tarde se puede pasar en las callejuelas laberínticas de Parque Chas, donde tenía lugar la fantástica trama del comic de Barreiro y Risso, o bien contemplando la silueta mastodóndica de la cancha de River, donde transcurren momentos fundamentales de la trama de El Eternauta y de Caín, un comic porteño-futurista de Barreiro y Risso que es una maravilla. Más lejos aún, en las lomas de San Isidro, quedan los rastros del paso de Corto Maltés por Buenos Aires, tal como narró Hugo Pratt en su obra Tango. El Gobierno de la Ciudad, que es uno de los grandes valedores de la idea que la cultura y el turismo son prácticamente una misma cosa, bien podría ser consecuente con su propio paradigma y crear de una vez por todas un Museo de la Historieta, para que sea el punto final del recorrido. Me lo imagino lleno de originales colgando en las paredes, con salas para muestras de jóvenes autores, con una tiendita para comprar libros y remeras, y, por qué no, con un barcito para sentarse a leer de garrón las historietas que venden en la tienda. Por qué no.


Publicado por Diego Marinelli el 22/05/2009

jueves, 21 de mayo de 2009

Notas al pie de página

Vol. 1: Llaman a la puerta



En 1983 se editó el álbum debut de Los Violadores, el primer grupo punk argentino en tener cierta prédica en el ámbito local y sudamericano. El disco no llevaba título ―se lo conoce como Los Violadores― y había sido grabado el año anterior, mientras el gobierno militar pegaba sus últimos manotazos de ahogado. Es un disco sucio, rabioso, fresco; nunca se había escuchado algo así en la escena vernácula y, teniendo en cuenta su contexto de producción, es poco probable que vuelva a escucharse algo parecido. Décadas después continúa siendo genial seguirles el juego a canciones como “Represión” o “Viejos patéticos”: tomar posición en un espacio donde, mientras la dictadura avanzaba y los argentinos sólo pensaban en “fútbol, asado y vino”, los hippies que encabezaban el llamado “rock nacional” se tiraban en el pasto a cantarle a las mariposas y las flores. En el mundo simbólico de la música pop, donde las dicotomías identitarias son una mercancía con demanda permanente, donde el mercado crea signos que muy pronto son derrocados por nuevos signos, uno debía elegir entre seguir siendo un hippie mugriento de vocecita afeminada que cantaba acerca de rasguñar piedras, o podía levantar la cabeza, ponerse los pantalones y denunciar: “¡Represión!, a la vuelta de tu casa, ¡represión!, en el kiosco de la esquina...”. Es blanco o negro. Hippie afeminado o punk con pelotas. La magia del pop ―que es siempre un encanto adolescente― no admite matices.
Por todo esto la última canción del lado B de ese disco llama la atención: una versión clashera de “
El extraño de pelo largo”, el clásico beat de 1968 de La Joven Guardia. ¿Por qué incluir una oda a un hippie en el disco debut de Violadores? “Vagando por la calle, mirando la gente pasar/ El extraño de pelo largo sin preocupaciones va/ Hay fuego en su mirada...”, y así sigue, sin mayores sobresaltos, hasta casi el final, cuando la canción se sumerge en una tolvanera de afirmaciones y comentarios. El coro repite “él es un ser extraño” y la voz líder le responde “de pelo largo”; “él es un ser extraño”, y la respuesta: “Con el pelo largo”. Pero cuando la canción comienza a diluirse en el fade out, “él es un ser extraño” obtiene por respuesta un inesperado “¡Todo fue un engaño!”. Y entonces la canción cobra significado, aunque sólo para quienes se quedaron a ver los títulos finales en la sala vacía, con los gritos del vocalista peleándole las lecturas posibles al fade, al negro, al silencio: “¡De pelo, pelo sucio, pelo largo!/ ¡Hippie pachuli sucio!/ ¡Todo fue un engaño!/ ¡Tonto de pelo largo!/ ¿No ves que fue un engaño? Todo fue un engaño...”. La canción se termina y el “hippie pachuli sucio” queda flotando en el aire. Si uno accede a estirar su definición, ese “¡todo fue un engaño!” puede leerse como una nota a pie de página de la canción. Es un breve comentario que modifica el sentido del texto, que trastoca su interpretación en apariencia nítida, quizás comparable con un pasaje del segundo tomo de la Autobiografía, 1914-1944 de Bertrand Russell, donde decía: “Detrás de todas las actividades o placeres que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor, pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido en parte una ilusión”. Entonces venía una llamada, y a pie de página Russell anotó: “Esto, y lo que sigue, ya no es cierto (1967)”. Era una afirmación marginal que negaba la afirmación principal; no sólo la negaba, sino que la corregía, la perturbaba, la dejaba sin efecto, la volvía parte de un pasado que ya no existía. Incomodaba al lector, le hacía preguntarse cómo debía leer “lo que sigue”: si debía interpretarlo como una afirmación o como la negación de una afirmación que por ende se convertía en una nueva afirmación. Lo que seguía era: “Mis sentimientos más profundos han permanecido siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar, las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí que los seres humanos que más quiero”. Pero eso, decía la nota, ya no era cierto: para el Russell de 1967 los seres humanos significaban más que el mar, las estrellas, el viento nocturno.



(Foto: M. Pisarro)



Se dirá que no hay que dar tantas vueltas para definir una nota a pie de página, que alcanza con seguir a la Real Academia Española y establecer que es una “advertencia, explicación, comentario o noticia de cualquier clase, que en impresos o manuscritos va fuera del texto”. Está bien. Pero las notas al pie tienen algo secreto, reservado. Plantean incógnitas, preguntas a medias, abren posibilidades y nuevas lecturas, aunque sólo para quienes se atreven a cruzar un umbral casi metafísico. También son un necesario procedimiento técnico del discurso científico, pero así dicho es menos interesante. Aquellos que se embarcaron en la tarea de codificarlas ―o al menos los mejores entre ellos― hablaron con medias tintas, usaron frases crípticas u observaciones ingeniosas, le dieron vueltas al asunto en lugar de tomar al toro por las astas. Mantuvieron el misterio. El actor y dramaturgo inglés Noel Coward afirmó ―en una expresión ya célebre― que leer una nota a pie de página es similar a dejar de hacer el amor porque golpean a la puerta. El escritor Chuck Zerby observó en The devil’s details: a history of footnotes (2003) que las notas al pie son “uno de los inventos más tempranos e ingeniosos de la humanidad”, “una cita a ciegas, amenazante y excitante, ocasionalmente aburridas pero a menudo entretenidas”. En Los orígenes trágicos de la erudición (1998), libro convertido casi en un pequeño clásico de culto entre estudiosos más bien nerds, el historiador norteamericano Anthony Grafton aseguró que “el murmullo de la nota a pie de página es reconfortante como el zumbido agudo del torno odontológico: el tedio que provoca, como el dolor que provoca el torno, no es aleatorio sino direccional, es parte del costo a pagar por los beneficios de la ciencia y la tecnología modernas”. Y no conforme con eso, Grafton fue más lejos en sus comparaciones:
La nota al pie moderna es tan esencial para la vida histórica civilizada como el
inodoro; como éste, es un tema de mal gusto en la plática cortés y por lo general sólo llama la atención cuando se descompone. Como el inodoro, la nota al pie permite a uno realizar actos desagradables en la intimidad; como sucede con aquél, el buen gusto exige que se la coloque en un lugar discreto; últimamente no se la incluye en el pie de página sino al final del libro. Es el lugar que merece recurso tan baladí: ojos que no ven, corazón que no siente. Las notas a pie de página tienen algo misterioso ―implican hurgar en “rincones oscuros y hediondos”, decía Grafton todavía insistiendo con la imagen del inodoro y las cloacas―, y decir que las notas a pie de página tienen algo misterioso supone seguir dándole vueltas al asunto. Cuando en Rastros de carmín (1989) Greil Marcus se propuso trazar la historia secreta del siglo XX a través de las que consideraba sus notas al pie, afirmó: “La cuestión es demasiado extensa como para abordarla ahora; hay que dejarla de lado, permitir que adquiera su propia forma”. Y entonces no parece fortuito que también él se encontrara hablando sobre misterios: “Los verdaderos misterios no pueden resolverse ―dijo Marcus―, pero pueden convertirse en misterios mucho mejores”.




Vol. 2: De profesión, comentarista






Un buen misterio es cuándo y dónde nacieron las notas al pie de página modernas. Diversos investigadores ubican su emergencia en los siglos XII, XV, XVII, XVIII y XIX, y todos con buenos argumentos. Hay quien se las adjudica a la Reforma Protestante del siglo XVI, o al vuelco de los sectores ilustrados del siglo XIII a la lectura silenciosa ―en detrimento de la lectura pública―, que permitió operaciones de carácter analítico sobre el texto. Aún así, al igual que resulta improbable que algún arqueólogo anuncie haber descubierto los huesos del primer animal doméstico, es poco factible que algún estudioso asegure haber dado con la primera nota al pie. El comentario crítico de documentos viene de lejos, desde los talleres de copistas romanos y griegos hasta los monasterios medievales. Los textos que una comunidad académica o religiosa consideraba importantes se comentaban para que los próximos lectores entendieran sus términos y no malinterpretaran el contenido. Se glosaban palabras desusadas (es decir, se agregaban glosas; de ahí los glosarios) o se explicaba el sentido de párrafos enteros; luego estos comentarios eran objeto de nuevos comentarios.
A veces por descuido y a veces de manera deliberada, en ocasiones estos comentarios comenzaban a formar parte del texto. Los márgenes de los manuscritos y los primeros textos impresos de medicina, teología y derecho están repletos de glosas; las escrituras sagradas de casi todas las sociedades incluyen comentarios y anotaciones. En la Edad Media ―escribió Chuck Zerby― las páginas de la Biblia eran campos de batalla y sus márgenes, las trincheras donde se dirimían las diversas interpretaciones del texto sagrado: Católicos contra Luteranos, Luteranos contra Calvinistas, Calvinistas contra la Iglesia de Inglaterra y la Iglesia de Inglaterra contra todos los demás. La imprenta trajo consigo la necesidad de una forma estandarizada de diseño del
libro. Los textos se rompieron en capítulos, párrafos, etc.; aparecieron elementos que hoy los semiólogos llaman “paratexto”: prólogos, notas, epígrafes, dedicatorias, índices, apéndices, resúmenes, tapas, contratapas, ilustraciones, etc., o en términos del teórico literario francés Gerard Genette: “El discurso auxiliar al servicio del texto”. Los comentarios, al igual que todo lo demás, debían encontrar un lugar estable y determinado; debían sumarse a la previsibilidad (para)textual: una zona o bloque diferenciado en la página con reglas discursivas específicas. Si alguien quería anotar, debía seguir las normas editoriales, las cuales parecen haberse acordado entre autores y editores entre el 1700 y el 1750.



Si bien es común afirmar que las notas al pie tuvieron una época de oro en cuanto a su precisión (algo así como los claustros de Historia de las universidades alemanas del siglo XIX), tienen una prolífica ―aunque desordenada― trayectoria. En el siglo XVIII, cuando los filósofos de la Ilustración no dudaban en presentar los problemas más complejos al lector no especializado, las notas fueron un importante recurso literario: sustentaban las afirmaciones propias y satirizaban las ajenas. Antes, muchos autores renacentistas habían comenzado a pensar ―no sin razón― que escribían para lectores tan distantes como ellos mismos de los clásicos, así que incluyeron notas explicativas para facilitarle la vida a los leedores del futuro. Dante Alighieri, Francesco Petrarca o Johannes Kepler comentaron su propia obra; Voltaire odiaba ese tipo de detalles: “La posteridad los desdeña ―decía―; son las ratas que socavan las grandes obras”. A diferencia de Kant, que las empleaba con profusión, Hegel las trataba ―según otra de las comparaciones marca Grafton― como el médico medieval a las bubas de peste: síntomas de un mal contagioso. Para Alexander Pope, en cambio, eran ―una vez más, Grafton― comparables a la motosierra de las películas de terror norteamericanas: un elemento “para descuartizar a sus enemigos y desparramar sus extremidades sangrientas por todo el paisaje”. Alrededor del 1700, las notas al pie de los textos parecían un sembradío de minas terrestres: no sólo porque había que ver en dónde se pisaba, sino porque resultaban la mejor defensa ante posibles ataques. Había que cuidarse de las ajenas, pero no olvidarse de enterrar las propias. ¿El resultado? Entre los siglos XV y XVII a duras penas podían leerse los textos clásicos, ahogados por glosas, notas sarcásticas, comentarios maliciosos, cacerías de equivocaciones y erudición de variada índole. En el siglo XV, por ejemplo, las páginas de los libros de Virgilio estaban rodeados por una banda mucho mayor que el texto original, impreso en una tipografía diminuta, apenas visible entre las disputas de comentaristas antiguos y contemporáneos; misma suerte corrieron Propercio, Ovidio, Marcial, Livio y muchos otros, editados con el atractivo “cum notis variorum” (con comentarios de varios críticos). En 1743, el escritor alemán Gottlieb Rabener escribió en su sarcástico Hinkmars von repkow noten ohne text que buscaba fama y fortuna, y la manera más fácil de lograrlo no era escribiendo un texto sino comentando los textos ajenos. “Personas sobre las cuales uno está dispuesto a jurar que Natura las ha dotado para cualquier oficio menos para el de erudito; personas que, sin saber pensar, explican los pensamientos de los antiguos y otros hombres célebres; tales personas se vuelven importantes y respetadas, ¿y con qué? Con notas”. Las comparaciones de Grafton son inspiradoras. Basta pensar en esa nueva categoría de figura televisiva que es “el panelista”, básicamente una persona que hace comentarios sobre cualquier texto (audiovisual) que le ponen delante: me gusta, no me gusta. Mediciones de versiones internacionales de shows televisivos del tipo Bailando por un sueño (Cantando por un sueño, Patinando por un sueño, etc., el modelo American Idol en diferentes formatos) señalan que el rating siempre aumenta cuando llega la hora de los comentarios del jurado de notables: lo que importa no es el baile (el texto), sino las apreciaciones del jurado sobre el baile (los comentarios sobre el baile). Y cuanto más maliciosos los comentarios, mayor el interés. Y menos cuento: últimamente vi más de un curriculum laboral donde el aspirante anotó, entre sus actividades, “comentarista” y, a continuación, una lista de blogs donde hace comentarios periódicos. Quizás Rabener tenga razón y uno pueda volverse célebre y respetado haciendo comentarios. Quizás ser comentarista sea una buena opción para hacer carrera, obtener prestigio, admiración y ―vaya― un buen retiro en las Bahamas. "Profesión: comentarista". Hay cosas peores.




Vol. 3: ibíd., op. cit., et. al., cfr.



Cuando las disciplinas científicas adoptaron las notas al pie en los siglos XVIII y XIX, éstas ya estaban bien afianzadas en el terreno literario: podían ser una demostración de erudición, un esfuerzo estético o una sentencia burlona para caldear las aguas y sacar provecho de la situación. Hay miles de buenos ejemplos de notas al pie en narrativa, pretérita y reciente: basta nombrar Moby-Dick (1851) de Herman Melville, La guerra y la paz (1865-69) de León Tolstoy, Estado de miedo (2004) de Michael Crichton, La noche del oráculo (2004) de Paul Auster, Veinte años después (1845) de Alejandro Dumas, Finnegans Wake (1939) de James Joyce, El talón de hierro (1908) de Jack London, El tercer policía (publicada en 1967) de Flann O’Brien, Ada o el ardor (1969) de Vladimir Nabokov o Generación X (1991) de Douglas Coupland, con anotaciones y dibujos en los márgenes. Y por mencionar casos vernáculos, Ficciones (1944) de Jorge Luis Borges, El beso de la mujer araña (1976) de Manuel Puig y el cuento “Nota al pie” de Rodolfo Walsh (según el escritor David Viñas, siguiendo la tradición literaria de jugar carreritas de caballo para ver quién es mejor, con este cuento Walsh superó a Borges y cruzó el disco). Pero éstos son en general experimentos literarios. Si las notas al pie (golpeadas, pero todavía aguantando) tienen un espacio, ése es el científico o académico. Las notas al pie ―afirman muchos editores― sólo van bien con las ratas de biblioteca y con los chicos listos de la universidad. El resto de los lectores las desprecia.
La anotación científica o académica tiene por fin establecer la información del texto del cual proviene una cita o contenido, ejercicio poco frecuente en tratados antiguos pues sus autores citaban de memoria. Por ejemplo, aunque Plinio el Viejo incluyó una lista de autores consultados en su Naturalis historia y Aulo Gelio hizo lo propio en Noctes atticae, Macrobio no dejó constancia de las citas textuales de Saturnalia. Sin embargo, los juristas romanos citaban con suma precisión, y luego, en las universidades del siglo XII, se crearon pautas muy precisas de citación que trascendieron los ámbitos jurídicos. Pero nada de esto ―glosas gramaticales, alegorías teológicas, enmiendas filológicas― se asemeja a las notas al pie modernas. El historiador inglés Edward Gibbon (1737-1794) publicó los seis volúmenes de Decadencia y caída del imperio romano entre 1776 y 1788. El uso de fuentes primarias y notas al pie volvieron a Gibbon, y en especial a Decadencia..., el hito fundador de un método de investigación. Cuando se busca el origen de las notas al pie modernas, no son pocos quienes lo señalan. Hay una anécdota interesante, rescatada por Grafton. Gibbon compartía editor con David Hume, un tal William Strahan; cuando se publicó Decadencia..., Hume escribió a Strahan elogiando el libro, pero también indicó algunas sugerencias para facilitar la lectura: “Son molestas sus notas de acuerdo al método actual de impresión del
libro: cuando se anuncia una nota, uno se dirige al final de volumen y, con frecuencia, no halla sino la referencia a una autoridad: todas estas autoridades deberían aparecer impresas en el margen o al pie de la página”. Es revelador porque señala que originalmente las notas de Gibbon aparecieron al final, y sólo llegaron al pie ―lugar donde se volvieron célebres― por intermedio de Hume; por otro lado, indica que lo novedoso del método de Gibbon fue la combinación de referencias y comentarios, y no la anotación en sí. El recurso ya estaba visto.



Edward Gibbon



En el siglo XIX positivista y romántico, las notas cumplieron un rol ambiguo: algunos las abrazaron y otros bregaron por volver a los buenos tiempos de la narrativa clásica. El alemán Leopold von Ranke (1795-1886), “padre” de la historia científica, insistió en una carta a su editor con que detestaba las notas al pie, aseguró que las hizo tan breves como le fue posible, que desfiguraban al texto y se preguntó si no era preferible ponerlas al final del libro. Como un mal necesario, sólo las usó porque consideró que eran esenciales para “un principiante que aún debe abrirse camino y granjearse confianza”. Más que interrumpir la narración (lo siento, querida, vístete que llaman a la puerta), las notas rompían la ilusión de veracidad del narrador omnisciente de la historia clásica. Citar otras fuentes quería decir que había otras versiones de la historia. Ya entrado el siglo XX el cambio estaba consumado. Se pasó de premiar la erudición y la insolencia de las notas, a emplearlas para sostener hipótesis originales sobre investigaciones y documentación previas. Al aumentar su uso como herramienta intelectual disminuyó su riqueza estilística, reduciéndose a una serie de abreviaciones bibliográficas: ibíd., op. cit., et. al., cfr. Paul Feyerabend contaba que, cuando estudió con Karl Popper, éste le exigía a sus alumnos que lo nombraran al menos una vez por página y por nota al pie, y que escribieran su nombre con mayúsculas: POPPER. Uno de los últimos grandes anotadores fue Marcel Mauss; sus notas al pie devoran páginas enteras: Mauss fue quizás el último investigador en escribir como científico y anotar como erudito. Pero conforme el siglo XX avanzaba, la decadencia de las notas al pie se hizo palmaria, y no son pocos quienes abogan por su caída. “Las notas adquirieron su esplendor en el siglo XVIII ―observó Grafton―, cuando servían tanto de comentario irónico al texto como de prueba de su veracidad. En el siglo XIX, perdieron ese papel protagónico de coro trágico y asumieron la función ingrata de obreros en una vasta fábrica sucia. Lo que comenzó como arte se volvió fatalmente rutina”. Las fábricas fueron declaradas en quiebra; hoy algunos quieren demolerlas y otros quieren vender sus restos al coloso multinacional: Internet.



Las notas al pie forman parte, en la actualidad, de las convenciones del discurso académico. En un aspecto formal se usan para agregar referencias bibliográficas que desarrollen un tema (“sobre este tema ver...”); sirven de referencia interna o externa, es decir, remiten a otros textos u otras partes del mismo texto; amplían, corrigen o regulan afirmaciones; traducen una cita que en el texto aparece en otro idioma; indican, si no se ha usado el sistema autor-año, las referencias bibliográficas. Pero ante todo las notas prueban que uno ha hecho su trabajo: que leyó lo que debía leer y que sus afirmaciones están apoyadas sobre las espaldas de los gigantes newtonianos. A veces revelan el largo peregrinaje recorrido para llegar a una afirmación; otras veces vienen después de la afirmación, como una suerte de legitimidad póstuma. En ocasiones no remiten sólo al material consultado sino a escuelas, teorías, corrientes de pensamiento o autores con que el autor espera que se lo relacione; por el mismo motivo, se ignoran escuelas, teorías o autores que sí fueron consultados, a fin de que no se establezca conexión alguna. Las notas, pues, tienen dos características: son persuasivas (como los diplomas colgados en el consultorio del médico o los discos de oro en el estudio del productor musical) e informativas (indican qué fuentes o trabajos fueron consultados, continuados o refutados). Sin embargo, al haber perdido su calidad artesanal y habiéndose convertido en piezas obsoletas de las fábricas de la industria cultural, las notas se burocratizaron al igual que el resto del discurso científico. Antaño parecían todas iguales, pero no lo eran; si uno era capaz de descifrar sus códigos podía encontrarse verdaderas carnicerías intelectuales. Hoy se usan de manera automática, poco meditada, sin la sana malevolencia erudita: perdieron parte del misterio. Por ejemplo, “cfr.” o “cf.”, “confróntese”, quería decir que podía consultarse un punto de vista diferente y, casi siempre, equivocado: confróntese mi correcta afirmación con esta otra paparruchada carente de argumentos. El inocente cfr. podía ser un dardo mortífero; hoy sólo señala que hay más bibliografía sobre el tema. El mayor tiro de gracia en el ámbito académico se lo propinó el sistema de referencias autor-año, que desde hace unas tres décadas amenaza con volverse hegemónico. En lugar de notas al pie se agrega entre paréntesis el apellido del autor y año de edición de la obra, y en caso de citas el número de página precedido por dos puntos: (Fulano, 1975: 103). Las referencias, entonces, pasan a formar parte del mismo texto y el resultado es una suma de horribles paréntesis presidiendo cualquier afirmación, aún las más sonsas. En los siglos XVIII y XIX muchos sostenían que las notas afeaban el texto, pero el sistema autor-obra fue más lejos: consumó la aniquilación estética del texto científico.



Sin embargo, las notas están muertas: sólo están moribundas. Muchos lectores denuncian, a menudo con justicia, los abusos de editores y traductores: por lo general no pierden oportunidad de meter sus bocadillos, nueve de cada diez innecesarios. A esto se le suma que las casas editoriales parecen haber descubierto que las notas son cosa de pocos, así que volvieron a mandarlas al lugar del que Hume jamás debió haberlas sacado: el final del libro, las arenas del destierro donde se amontonan bibliografía, índice, glosarios. Leer estas notas finales es siempre una tarea engorrosa: primero hay que memorizar el número de cita (digamos 29) y el número de página (digamos 437), ir al final del libro con un dedo en la página 437 y los otros pasando página por página hasta dar con las notas del capítulo correspondiente, momento en el cual debe volverse a la página 437 pues uno ya se olvidó el número de cita, luego regresar al final y encontrarse con un lastimero “op. cit.”. Desde cualquier punto de vista, las notas finales desalientan a los más intrépidos. Las nuevas normas editoriales dicen: más ilustraciones y tapas brillantes, menos notas y bibliografía. Otros editores quieren ser más drásticos: las notas ocupan lugar incluso en el retrete del libro e implican más costos de impresión. ¿La solución? Enviarlas a Internet. ¿Que Internet sigue siendo un medio inestable para albergar archivos académicos? Bueno, a quejarse a otro lado. El cliente siempre tiene la razón y la mayoría ha hablado: a nadie le gusta que las notas al pie le corten el orgasmo textual. Quizás sea por continuar con las expresiones misteriosas, o quizás sólo sea por hacer lobby (para que no mueran a manos de editores inescrupulosos, anotadores vanidosos y lectores quisquillosos), hace más de medio siglo el historiador británico Philip Guedalla observó que Gibbon vivió la mayor parte de su vida sexual en las notas al pie. Quién sabe. Lo cierto es que explorar las cloacas del final del libro es penoso, ni que hablar de las cloacas de Internet. ¿Y si uno no quiere tomarse la molestia? ¿Podrá tener una vida larga y feliz sin notas al pie de página? Sin la anotación al pie de página, muchos creerían que, para Bertrand Russell, el mar y las estrellas siempre significaron más que todos sus seres queridos. La nota al pie dice que eso no es cierto.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Lytton Strachey/Carson Mc Cullers


Lytton Strachey, el escritor británico que reinventó el género de la biografía y lo convirtió en un arma de provocación intelectual, tuvo una vida apasionante y trágica. Ernesto Schoo la cuenta a propósito de la aparición en la Argentina de un texto de Strachey sobre Hume, que anticipamos en forma exclusiva.







LYTTON STRACHEY. Retrato realizado por su íntima amiga Dora Carrington.



No podía haber sido sino inglés. La excentricidad de su apariencia y de la pose, la larga y estrecha figura, la tupida barba, la curiosa expresión facial que mezcla una aparente timidez (¡esos grandes anteojos!) con la inminencia de una salida burlona o una reflexión insólita, las manos de dedos afilados. Todo eso y mucho más, en el célebre retrato, pintado por Henry Lamb en 1914, hoy expuesto en la National Portrait Gallery de Londres [ver página 6]. Desde el cuadro, en una habitación sombría que ni siquiera el enorme ventanal consigue iluminar (a través de él vemos un sendero bordeado de árboles de tupidas copas, un trozo de cielo gris, unas señoras enlutadas precedidas por un perrito blanco), Giles Lytton Strachey (1880-1932) no nos mira a los espectadores, sino a un punto indefinido que está a espaldas nuestras, a un costado. Como absorto en una visión se derrama -literalmente- del sillón de mimbre hacia el piso, donde las piernas larguísimas se enroscan cerca de una silla en la que están apoyados un paraguas y un sombrero.
La melancolía de esta pintura -uno de los retratos más tristes que se hayan pintado jamás- parecería no corresponder con la leyenda de travesura y sarcasmo que ronda a la memoria de Strachey, integrante famoso del Grupo de Bloomsbury, apreciado como uno de los mejores biógrafos en la historia de la literatura inglesa, renombrado especialista en letras francesas y personaje pródigo en anécdotas demostrativas de un uso letal de la ironía. El retratista captó, quizá sin saberlo, el sentimiento que la muerte -en cierto modo, temprana- de su amigo dejó en el ánimo del Grupo. Lytton no cumplió cabalmente la promesa que sus notables dotes de escritor alentaron en quienes lo querían y admiraban, nunca escribió la gran novela que Virginia Woolf, por ejemplo, esperaba de él (y ella lo lamenta, apenada, en su Diario). Quizá Strachey mismo no creía en esa promesa; o, por lo menos, sabía que su talento no daba para tanto: tal vez no fue un gran pintor, sino un refinado miniaturista. Evaluación que no rebaja el mérito, sino que lo ubica en sus límites.
Fue el undécimo hijo (y el quinto varón) de una pareja aristocrática, la de sir Richard Strachey, general ingeniero, y lady Jane Maria Grant, activa sufragista. El general había actuado en la India como mano derecha del virrey, el conde de Lytton, padrino de bautismo del futuro escritor, quien le debe su nombre de pila (precedido de un Giles que nunca usó) y que desde chico mostró un sorprendente talento para las letras y para disfrazarse de mujer y recitar poemas famosos, tanto en inglés como en francés. Esto enfurecía al general y encantaba a lady Jane, quien se propuso dar a Lytton una excelente educación. Terminado el secundario, fracasó en el intento de ingresar a Oxford y se dirigió entonces a Cambridge, donde permaneció entre 1899 y 1905, especializándose en literatura francesa y relacionándose con Thoby Stephen (hermano mayor de Virginia Woolf), Saxon Sydney-Turner, Clive Bell y Leonard Woolf. Siguiendo una tradición universitaria inglesa, los cinco amigos formaron un grupo, The Midnight Society; según Bell, el núcleo inicial del Bloomsbury Group.
Cuando, en febrero de 1904, murió sir Leslie Stephen -padre de Vanessa (1879), Thoby (1880), Virginia (1882) y Adrian (1883)-, los cuatro hermanos decidieron que ya habían tenido bastante de boiseries de roble oscuro, cortinados espesos, muebles complicados y gigantescas plantas de interior: dijeron adiós a los sofocantes interiores victorianos, dejaron el caserón de Hyde Park Gate donde se habían criado y se mudaron a 46 Gordon Street, en Bloomsbury. Sus parientes y amigos clamaron al escándalo: ¿cómo era posible que cuatro retoños de la alta burguesía acomodada y culta, emparentados con la aristocracia, abandonaran un barrio prestigioso para vivir en uno de reputación dudosa? Bloomsbury, en el distrito londinense West Central 1, desplegaba y despliega aún, en los alrededores del Museo Británico, multitud de pequeños locales dedicados al esoterismo y talleres de artistas, restauradores de antigüedades y oficios varios. Nada adecuado para dos señoritas de buena familia, aunque vivieran con sus hermanos. Los Stephen contribuyeron a perfeccionar el rechazo: pintaron todas las habitaciones de blanco radiante, compraron muebles sencillos, funcionales, y colgaron en las paredes los cuadros de Vanessa, notable pintora influida por los fauves franceses, es decir, colores agresivos, crudos, formas distorsionadas: expresión, antes que belleza clásica.
Allí comenzaron a reunirse aquellos amigos universitarios con Thoby, Adrian y sus hermanas, a quienes se fueron agregando el pintor Duncan Grant (primo hermano de Lytton Strachey), el novelista Edward Morgan Forster ( Pasaje a la India, A Room with a View ), el economista John Maynard Keynes, el crítico literario Desmond MacCarthy (y su mujer, Molly), el crítico de plástica y marchand Roger Fry, la novelista Violet Dickinson y, poco a poco, algunos de los nombres del arte y de la cultura ingleses que serían mundialmente famosos al avanzar el siglo XX, como el poeta T. S. Eliot, el filósofo Bertrand Russell, la escritora Katherine Mansfield y muchos más (hasta Ludwig Wittgenstein pasó por allí). Los historiadores rigurosos limitan, sin embargo, la denominación de Grupo de Bloomsbury a aquel núcleo inicial, donde Lytton descollaba, entre tantas inteligencias, por su vasta cultura y su humor incisivo.
Fundamental para el grupo y sobre todo para Strachey fue el aporte de uno de los maestros de Cambridge, el filósofo George Edward Moore, cuyo credo podría resumirse así: "el sumo bien de esta vida consiste en alcanzar una alta calidad humana, en experimentar gratos estados mentales y en intensificar la experiencia mediante la contemplación de las grandes obras de arte".
Un golpe feroz abatió al grupo en noviembre de 1906: Thoby Stephen murió, a los 26 años de edad, de una infección contraída durante el viaje a Grecia que hizo con sus hermanas en septiembre de ese año. Golpe del que no se repusieron nunca: para ellas, como para los amigos íntimos, el apuesto y brillante Thoby era una criatura solar.
Como pudieron, los "bloomsberries" (así denominados por sus detractores, que fueron muchos) siguieron adelante y en el camino adquirieron una especie de hada madrina, de protectora, acaudalada y extravagante: lady Ottoline Morrell, quien puso a disposición del grupo su mansión londinense en Bedford Square y su casa de campo, Garsington Manor, en Berkshire. Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf, en su espléndida biografía de ésta, pinta a lady Ottoline como "una iglesia barroca austríaca, ambulante", de la cual surgían, alternadamente, "el arrullo de una paloma y el rugido de un león".
¿Qué mantuvo unidas a personalidades tan opuestas y que a menudo disentían con vigor? Ante todo, el rechazo al mundo victoriano y sus presuntos valores morales: pura hipocresía, para los de Bloomsbury. También a sus elaboradas ceremonias, la pompa cortesana y los alardes imperiales. El crítico Michael Holroyd, autor de la mejor historia hasta hoy escrita sobre el Grupo (publicada en 2006), dice:
Sus convicciones sobre la naturaleza de la conciencia y su relación con la naturaleza exterior, sobre la fundamental separación entre los individuos, que involucra a la vez aislamiento y amor, sobre lo humano y no humano del tiempo y la muerte, y sobre los bienes ideales de verdad, amor y belleza: todo esto subraya la insatisfacción del grupo con el capitalismo y sus guerras imperialistas. Estas convicciones de Bloomsbury también informan de su crítica del materialismo realista, en pintura y en ficción, así como de sus ataques a la sociedad represiva y no ecuánime en cuanto a la diversidad sexual, y su deseo de instalar un nuevo orden social basado en la liberación de las normas restrictivas del orden establecido.
Suena a anarquía, pero este ideario nunca pudo concretarse en la realidad, y si bien provocó una revolución estética, no impidió que lord Keynes se volviera millonario aplicando sus talentos al juego de la Bolsa, ni que la mayoría de los "bloomsberries" disfrutara de un pasar por lo menos decoroso.
Cuando Lytton dejó el Trinity College de Cambridge, su madre le pagó el alquiler de un departamentito en 69 Lancaster Gate. La generosidad de lady Jane no pasó de ahí: Strachey debió ganarse la vida colaborando en The Spectator y otras publicaciones importantes, y debió hacerlo hasta bien entrado en la madurez: nunca fue rico, como no lo fue casi ninguno de los miembros del Grupo, salvo Clive Bell por herencia familiar y lord Keynes por su astucia financiera. Entre 1910 y 1912, Lytton alternó temporadas en Suecia con estadías en un diminuto cottage en Dartmoor; en ese último año se instaló en otra modesta casa de campo en los Berkshire Downs y publicó su primer trabajo importante: Landmarks in French Literature , elogiado por el Times Literary Supplement . El 9 de mayo de 1911, en carta a su madre le anuncia que se ha dejado crecer la barba, "de un color muy admirado, castaño rojizo, que me hace ver como un poeta decadente francés, o algo igualmente distinguido". Hacia abril de 1914, Landmarks ... había vendido 12.000 ejemplares, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, sin alcanzar la fama y la recaudación a que su autor aspiraba.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, en agosto de 1914, Lytton proclamó su objeción de conciencia y se negó a participar. Sometido a la inquisición de la junta respectiva, hizo alarde de su innata teatralidad, tal como se muestra en el film Carrington, de Christopher Hampton (1995), que le valió a Jonathan Pryce el premio al mejor actor en el Festival de Cannes. Antes de sentarse ante los majestuosos jueces, depositó un neumático sobre el asiento de su silla, anunciando que esto se debía a sus hemorroides. A la clásica pregunta: "¿Qué haría usted si viera que unos soldados alemanes están violando a su hermana?", respondió, según una versión: "Me ofrecería a reemplazarla". La otra versión dice que la respuesta fue: "Me interpondría entre ellos"; que viene a ser lo mismo, pero más sutil. Con sensatez, los jueces decidieron que era mejor mantener a este personaje lejos de los cuarteles y las trincheras. Así fue como, en 1916, lady Jane aflojó de nuevo los cordones de la bolsa y le regaló cien libras, que sumadas a otras tantas de su amigo Harry Norton, más el importe de sus colaboraciones en la Edinburgh Review , le permitieron a Lytton alquilar otro cottage, esta vez en Wiltshire, donde comenzó a escribir el libro que le daría fama y fortuna, Victorianos eminentes .
A todo esto, en el círculo de Bloomsbury ingresó una joven pintora, talentosa y bella, Dora Carrington (admirablemente interpretada por Emma Thompson en el film de Hampton), que se enamoró perdidamente de Strachey. En el Grupo reinaba la más absoluta libertad sexual, y la bisexualidad era habitual: el dios Pan de este Olimpo era el joven y agraciado pintor Duncan Grant, quien revoloteaba de cama en cama sin reparar en el sexo del ocupante. Así fue amante, entre otros, de Keynes (quien se casó después con una bailarina de los Ballets Rusos de Diaghilev, Lydia Lopokova), de Forster, de Strachey y también de Vanesa Stephen, que estaba casada desde 1907 con Clive Bell, con quien tuvo dos hijos: Julian, que moriría en la Guerra Civil Española, y Quentin, el historiador de la familia. Vanesa tuvo con Grant una hija, Angélica, a quien Bell dio, sin embargo, su apellido. Virginia, por su parte, como es sabido, se casó con Leonard Woolf en 1913. En 1909, Lytton le había propuesto un matrimonio que debía ser blanco, naturalmente, pero ella lo rechazó (hay quienes aseguran que también fue blanca la unión con Woolf). Adrian, considerado por sus brillantes hermanos poco menos que un tonto (no lo era, en absoluto: sólo que, como el menor, debió competir con raros talentos), se recibió de médico, se casó con una muchacha que sus cuñadas aborrecieron y terminó dedicado al psicoanálisis.
En 1918, concluida la Gran Guerra, Lytton Strachey publica Victorianos eminentes , su obra maestra. Son las pérfidas biografías de cuatro personajes adorados por la imaginación del público victoriano (y por la reina Victoria en primer lugar): Florence Nightingale, "la dama de la linterna", la enfermera legendaria que organizó el servicio médico y sanitario durante la Guerra de Crimea; el cardenal Manning, que transitó del protestantismo al catolicismo y (según Strachey) perfeccionó el cisma entre ambas iglesias cristianas; Matthew Arnold, creador de la Escuela Pública inglesa; y el general Gordon, el héroe de Khartun, presentado en el libro como un héroe, sin duda, pero a la vez como un hombre atolondrado y terco, que provocó su propia muerte y la de un ejército entero. Lytton Strachey sugiere, con punzante ironía, que estos "victorianos eminentes" no actuaron sino por cálculo personal, que eran unos hipócritas redomados -la hipocresía como base auténtica de esa época remilgada- y que, al fin de cuentas, no causaron sino desastres. Se puede disentir con su tesis, pero no eludir el encanto de la prosa y la sutileza corrosiva de sus velados sarcasmos. Contra la moda victoriana de las biografías ejemplares y sus moralejas idealistas, Strachey opina: "Las biografías victorianas han sido tan familiares como un cortejo fúnebre, y revisten la misma traza de un funeral bárbaro y solemne".
El libro tuvo enorme éxito, fulminado por los críticos tradicionales y adorado por miles de lectores jóvenes. En 1916, Lytton había vuelto a vivir con su madre, pero la atmósfera familiar lo deprimía: uno de sus hermanos mayores, Oliver, y tres amigos, Harry Norton, John Maynard Keynes y Saxon Sydney-Turner, convinieron en pagarle el alquiler de The Mill House, en Berkshire -muchas veces pintada por Carrington-, donde vivió hasta que otro gran éxito editorial, Reina Victoria (1921), le permitió comprar por fin una propiedad a su gusto. Volvamos a Dora Carrington y su amor desesperado por Lytton. Ante el fracaso de numerosos intentos de llevarlo a la cama, concibió un plan que concordaba con la libertad sexual de que el Grupo disfrutaba: se casó con el apuesto Ralph Partridge, amante de Strachey, y los tres se fueron a vivir a la bella casa de campo, Ham Spray House, en Wiltshire, adquirida por el escritor con los réditos de Reina Victoria . Allí vivió Lytton desde 1924 hasta su muerte de cáncer, el 21 de enero de 1932. Por cierto que no reinaba la paz en Ham Spray, como cabe suponer, y eran frecuentes las reyertas, sobre todo entre Dora y su marido, mientras Strachey las soportaba, impasible, abstraído en la lectura. Numerosas fotos ilustran estas curiosas escenas del ménage à trois : Ralph posando completamente desnudo para su mujer, que lo está dibujando, en el jardín, y Lytton, derramado su largo y estrecho cuerpo en una reposera, envuelto en mantas y tocado con un sombrerito de brin blanco, como los usados por entonces en la playa, leyendo siempre. La tragedia clausuró esta situación singular: Dora no soportó la ausencia de su amor imposible y se suicidó de un escopetazo el 11 de marzo del mismo año 32. Los Woolf la habían visitado el día anterior y Dora le había regalado a Virginia una cajita francesa que había pertenecido a Lytton.
De a poco, el Grupo comenzó a disgregarse. Matrimonios, muertes (la de Lytton, la de Julian Bell, hijo de Vanesa, en la guerra de España), la caída de Wall Street en 1929, éxitos y fracasos, la deriva en Europa hacia una situación política compleja y amenazante (las dictaduras fascistas de Mussolini en Italia, de Primo de Rivera en España, de Oliveira Salazar en Portugal, de Hitler en Alemania, después la de Franco), el paulatino descenso del todavía poderoso pero herido Imperio Británico (problemas laborales en Inglaterra, la situación en Irlanda, Ghandi en la India), las frecuentes recaídas de Virginia en estados de perturbación mental... Las esperanzas de una modernidad triunfante, superadora de los viejos males de la civilización occidental, se alejaban velozmente. En los años 30, ya instalada Virginia Wolf como una de las mayores escritoras del mundo, junto a Joyce (a quien detestaba) y a Proust (a quien amaba: "¿Cómo puede alguien escribir después de él?"), acaso el "bloomberry" más notorio era Desmond MacCarthy, con sus charlas en la BBC y su columna en el Sunday Times , junto con lord Keynes, gracias a sus consejos durante la crisis del 29 y después ( La teoría general de la ocupación, el interés y el dinero , 1936).
Al ingresar en el siglo XXI, ¿cuál sería el legado de Bloomsbury, qué nos queda de sus integrantes? Seamos sinceros: de la mayoría de ellos, nada, o muy poco. Sí, por supuesto, las siempre reeditadas novelas de Virginia, los espléndidos textos de Strachey (¿alguien se habría acordado de él, antes del film de Hampton?), la vigencia de Keynes en un mundo que respondería a la tesis del eterno retorno. No es poco, aunque lo parezca en medio de la estridencia contemporánea. En 1995, Michael Holroyd -el mejor historiador de Bloomsbury, ya lo dijimos- escribió en el San Francisco Chronicle : "Fueron los verdaderos progresistas y la encarnación de la vanguardia en los primeros años de este siglo. Cada vez que volvemos a verlos, parecen ofrecer algo al mundo contemporáneo, ya fuere en ética sexual, liberación, biografía, economía, feminismo o pintura."



Por Ernesto Schoo


Para LA NACION- Buenos Aires, 2009







De izquierda a derecha: Edward le Bas, Barbara Bagenal, el crítico de arte Clive Bell y su esposa la pintora Vanessa Bell (hermana de Virginia Woolf), Peter Morris y Lytton Strachey.




La gloria de un ángel de la razón


Este texto sobre el filósofo David Hume, que integra la colección de ensayos La muerte de los filósofos (La Bestia Equilátera), muestra la destreza del autor para retratar a personajes históricos.


Por Lytton Strachey

¿Dónde reside la virtud más representativa de la humanidad? ¿En las obras de bien? Es posible. ¿En la creación de objetos bellos? Quizá. Pero no dejará de haber quien mire en una dirección diferente y la encuentre en el distanciamiento. Para todos ellos David Hume debe de ser un gran santo en el almanaque; porque jamás hubo otro mortal tan libre de los estorbos de lo personal y lo particular, nadie jamás practicó con tanto éxito el arte de la imparcialidad. Y, a decir verdad, carecer de inquinas personales es algo muy noble y raro. Puede decirse que es la antítesis de lo animal. Si se dispusiera una serie de criaturas, ordenadas de acuerdo con su interés decreciente por el entorno inmediato, habría que empezar con la ameba y terminar con el matemático. El máximo distanciamiento puede hallarse entre los matemáticos puros: la mente se mueve según patrones infinitamente complicados, absolutamente libres de consideraciones temporales. Sin embargo, esta libertad misma -la condición esencial de la actividad del matemático- quizá le brinde una injusta ventaja. Puede equivocarse, pero no engañar. El metafísico sí. Los problemas con los que trata tienen una abrumadora importancia para él y para toda la humanidad; su oficio consiste en tratarlos con exactitud tan imparcial como la que se dedica a un problema numérico teórico. Ese es su oficio y su gloria. En la mente de Hume, uno puede mirar con facilidad este equilibrio sobrehumano de oposiciones que contrastan: las preguntas de tan hondo calado, las respuestas de tan suprema calma. Y la misma hermosa cualidad puede ser seguida en el curso de su vida, donde la sabiduría de la filosofía se vincula de un modo triunfal con las vicisitudes de la mortalidad.
Su historia atraviesa tres etapas: juventud, madurez, reposo. La primera fue la más importante. Si Hume hubiera muerto a la edad de veintiséis, su real trabajo en el mundo ya habría sido hecho y habría ganado la fama de un modo irrevocable. Nacido en 1711, hijo menor de un pequeño hacendado escocés, muy temprano fue dominado por la pasión literaria que no abandonó por el resto de su vida. A los veintidós años tuvo una crisis -física y mental- nada infrecuente en jóvenes con genio cuando la adolescencia ha llegado a su fin y se determinan las líneas del destino. Hume se vio de pronto superado por la inquietud, la enfermedad, el desasosiego y la vacilación. Abandonó el hogar, viajó a Londres y luego a Bristol, donde, para ganar su propio dinero, trabajó como oficinista en un comercio. "Pero -como escribió mucho más adelante en su autobiografía- a los pocos meses comprendí que ese escenario era por completo inadecuado para mí." No resulta extraño. Y luego ocurrió aquello, por un golpe de sabiduría instintiva dio el extraño paso que iba a ser el punto de partida de su carrera. Se fue a Francia, donde permaneció durante tres años -primero en Reims, luego en La Flèche, en Anjou- solo por completo, con el dinero justo para llevar una existencia austera en extremo, y con pocas perspectivas. Durante aquellos años escribió el Tratado de la naturaleza humana , la pieza maestra que contenía lo más importante de su pensamiento. El libro abrió una nueva era en la filosofía. Los últimos vestigios de los prejuicios teológicos -que aún eran débilmente visibles en Descartes y Locke- fueron dejados de lado; y la razón, con toda su fuerza y pureza, se instaló en su propio ser. Hume se convirtió en alguien absolutamente comprometido con la razón -a seguir a la razón dondequiera que esta lo condujera, con una completa e imprudente confianza- y en eso consiste el gran encanto de sus escritos. Pero hay mucho más: leyendo a Hume uno jamás se descubre solo, siempre lo acompaña un guía por demás competente. Con asombroso vigor, con angelical lucidez, Hume nos lleva a través del desconcierto y la oscuridad de la especulación. Es como ir en un avión que se ha separado imperceptiblemente del suelo; con estremecedora calma, se eleva y eleva; y sostenido por la poderosa fuerza del intelecto, uno mira hacia abajo para que el mundo aparezca como nunca hasta ahora. En el Tratado hay algo que no vuelve a aparecer en la obra de Hume: un sentimiento de excitación, la excitación del descubrimiento. Por momentos hasta duda y retrocede, asombrado de su propia temeridad.
La visión intensa de estas múltiples contradicciones e imperfecciones en la razón estaba tan grabada en mí, y espoleaba tanto mi cerebro, que estoy dispuesto a rechazar toda creencia y razonamiento y no puedo contemplar ninguna opinión como más probable o más posible que otra. ¿Dónde estoy o qué soy? ¿Qué causa mi existencia y bajo qué condiciones retornaré? ¿De quién tendré que recibir favores, y de quién debo esperar algún disgusto? ¿Qué seres me rodean? ¿Y sobre quiénes tengo influencia, o quiénes han influido sobre mí? Estoy perplejo con todas estas preguntas y comienzo a figurarme a mí mismo en la condición más deplorable que se pueda imaginar, rodeado de la más profunda oscuridad, privado por completo del uso de todo miembro y facultad.
Y luego su coraje regresa otra vez para acelerar toda la exploración.
El Tratado , publicado en 1738, fue un completo fracaso. Por muchos años Hume permaneció en la pobreza e intrascendencia. Se ganaba a duras penas la vida con trabajos precarios como secretario, escribiendo mientras tanto una serie de ensayos sobre temas filosóficos, políticos y estéticos, que aparecían con intervalos en pequeños volúmenes y que, en forma gradual, le fueron trayendo cierta reputación. A los cuarenta años le dieron el puesto de bibliotecario en los tribunales de Edimburgo; recién entonces su empleo se volvió estable. El trabajo no sólo le proporcionó un modesto medio de vida, también puso bajo su mando una gran biblioteca; se propuso escribir la historia de Inglaterra, tarea con la que ocupó los siguientes diez años.
La Historia de Gran Bretaña fue un gran éxito; se imprimieron muchas ediciones del libro; Hume pasó a ser conocido por el público como historiador, profesión que ocupaba la mayor parte de su día. Después de su muerte esta obra fue considerada por muchos años la historia estándar de Inglaterra, hasta que se abrieron nuevos campos de conocimiento y pasó a estar de moda un estilo diferente de escribir la historia. Este libro fue muy típico del siglo XVIII. Fue un intento -uno de los primeros- de aplicar la inteligencia a hechos del pasado. Hasta entonces, con pocas excepciones ( Enrique VII de Bacon fue una de ellas), la historia estuvo en manos de biógrafos como Commines y Clarendon, o de moralistas como Bossuet. Montesquieu, en sus Considerations sur les Romains , fue el primero en abrir el nuevo campo; pero su libro, brillante y voluminoso como era, debe ser categorizado más como investigación filosófica que como narración histórica. Voltaire, casi exactamente contemporáneo de Hume, fue por cierto un maestro de la narración, pero estaba demasiado ocupado en desacreditar al cristianismo como para convertirse en un historiador digno de aceptación. Hume no tenía ninguna segunda intención; sólo quería decir la verdad tal cual como la veía, con claridad y elegancia. Y tuvo éxito.



Traducción: Mónica González



El feroz encanto de contar una vida

Por Jorge Fernández Díaz Director de ADNcultura


Borges era despectivo con el género de las biografías. "Son una ejercicio de la minucia -decía-. Un absurdo. Algunas constan exclusivamente de cambios de domicilio." Sin embargo, escritores a quienes Borges admiraba tenían puntos de vista diferentes. "La biografía es la única y verdadera historia", decía por ejemplo Thomas Carlyle. Se trata de un género noble que viene del principio de los tiempos y que se mixtura y confunde incluso con la mismísima novela. Bernal Díaz del Castillo, gran cronista de Indias, realiza una autobiografía y sin embargo es como si hubiera escrito una de las grandes novelas épicas de todos los tiempos. El Facundo de Sarmiento, en el siglo XIX, y Soy Roca de Luna, en el siglo XX, son dos biografías que a la vez pueden y deben ser leídas como dos novelas grandiosas. Pero luego están las biografías puras y duras, y dentro de ellas las memorias, los diarios, los epistolarios y otras variaciones del simple pero a la vez complejo arte de contar una vida.
Lytton Strachey es reconocido por haber modernizado el género y por haberlo elevado a niveles extraordinarios. Strachey era un inglés que había estudiado en Cambridge y que se había vuelto un especialista en literatura francesa. Extravagante, sufriente, pacifista, homosexual, irónico y trágico, este gran escritor integró en 1907 el denominado Círculo de Bloomsbury. En ese barrio londinense que rodea el Museo Británico, tenía su casa la escritora Virginia Wolf, quien fue la figura aglutinadora de un grupo de intelectuales caracterizados por su severa mirada contra la moral victoriana y contra los dogmas sociales de la religión. Todos eran liberales y humanistas, irredimiblemente individualistas y críticos, y admiradores de Gauguin, Van Gogh y Cézanne.
Strachey y Virginia Wolf compartían noches y tertulias con esa elite secreta donde estaban el economista John Keynes, los filósofos Ludwig Wittgenstein y Bertrand Russell, y los escritores Edgard Morgan Forster y Katherine Mansfield, entre otras mentes brillantes.
También estaba con ellos Dora Carrington, una pintora extraordinaria que siempre estuvo enamorada de Strachey, y que a pesar de que él no podía corresponderle por razones obvias, vivió con él hasta el final. Cuando el gran biógrafo murió por un cáncer de estómago, el 21 de enero de 1932, Carrington (Emma Thompson la interpretó en el cine) cayó en un profunda depresión y terminó pegándose un tiro.
La mayoría de las biografías de los miembros del Círculo de Bloomsbury son igualmente trágicas. Pagaron un alto precio por la libertad sin prejuicios y por la creatividad sin límites. Sus biografías son herederas también del estilo de quien elevó la narración biográfica a la categoría de arte mayor.
Strachey es el protagonista de esta edición porque se publica por primera vez en la Argentina un libro que contiene algunos de sus textos memorables. Uno de ellos, que reproducimos en nuestras páginas, es un breve ensayo sobre el filósofo británico David Hume donde puede apreciarse, en frasco chico, toda su técnica. Ernesto Schoo cuenta además los pormenores de este genio olvidado y de aquel grupo de hombres que discutían en la casa de Virginia Wolf una nueva forma de entender la vida.




Literatura extranjera
Carson McCullers y la iluminación


Ráfagas de visión le revelaban a la escritora estadounidense el mundo de una novela o un relato. Esos instantes de poética lucidez le permitían recrear, a menudo, episodios de una vida dramática que enfrentó con entereza



Por Vlady Kociancich

Para LA NACION - Buenos Aires, 2009



Hay cuentos que arraigan en la memoria solitariamente. Los años se llevan consigo el título, el nombre del autor, la pertenencia al libro que lo incluía, junto con detalles menores del escenario en que trascurre y, poco a poco, sus señas de identidad, quién lo escribió, dónde y cuándo, van perdiendo importancia hasta que ese relato se suelta por completo de un ámbito, ya es un vagabundo que ronda entre otras lecturas, anónimo pero nunca olvidado.
Tuve esta experiencia bastante común y siempre incómoda con un cuento de Carson Mc
Cullers. Es la historia de un hombre casado y con dos hijos, que regresa a su casa después de un largo día de trabajo, preocupado por el alcoholismo de su esposa, y la encuentra borracha, ella en su cuarto, los chicos abandonados a juegos peligrosos en el living. El hombre se ocupa de sus hijos, luego de la mujer que baja del dormitorio tambaleándose, que aterra a los chicos con su ebriedad y sus insultos; al fin, logra calmarla y acostarla de nuevo. Mientras tanto, su resignación inicial se ha convertido en odio. En mi recuerdo del relato, la imagen más vívida y amarga era la del hombre ordenando la ropa interior que la joven esposa había amontonado en una silla. Un corpiño de seda en la mano, el marido la miraba dormir con desgarradora ternura, el odio desvaneciéndose en la contemplación del sueño de ese cuerpo que amaba. Pero el impacto de emoción que me produjo la escena surgía de la escritura, del estilo preciso y contundente del párrafo que cierra el cuento:
Con cuidado, para que Emily no se despertara, se deslizó en la cama. A la luz de la luna miró por última vez a su mujer. Sus manos buscaron la carne inmediata y la pena igualó al deseo en la inmensa complejidad del amor.
Todo gran escritor, aunque hayamos leído su obra apasionadamente, siempre nos reserva una sorpresa. Encontré mi sorpresa en la reciente publicación de El aliento del cielo , un volumen con prólogo y notas de Rodrigo Fresán, que recoge los cuentos completos y tres novelas de Carson McCullers: La balada del café triste, Reflejos en un ojo dorado y Frankie y la boda . Ahí estaba, identificado después de mucho tiempo, bajo un título insípido que casi obliga a pasarlo por alto -"Dilema doméstico"- aquel relato sombrío y magistral de un matrimonio hecho pedazos. Otro bochorno me esperaba. Quizá por el hartazgo de ignorar el nombre del autor, se lo había atribuido a Raymond Chandler, pensando que podría tratarse de uno de la veintena de relatos que Chandler escribió antes de lanzarse de lleno a la novela policial. Una filiación no del todo insensata. Como en "Una pareja de escritores" de Chandler, había un fondo común en el tratamiento del tema: el desencanto y la nostalgia, el realismo de los detalles, la economía del lenguaje. Pero sobre todo, la malignidad del alcohol, el eterno invitado a esa fiesta móvil de la literatura norteamericana que brilló entre los años treinta y los sesenta con inigualable fulgor. William Faulkner, Tennessee Williams, Scott Fitzgerald, Eugene O´Neill, Katherine Ann Porter, John Cheever, Raymond Carver, la lista es interminable. En esa lista irrumpió, para ubicarse con una primera novela entre los primeros lugares, una muchacha del sur de los Estados Unidos. La muchacha se llamaba Lula Carson Smith y tenía veintidós años. La novela que la consagró era El corazón es un cazador solitario. Un corazón hipotecado
Lula Carson Smith nació en 1917, en Columbus, Georgia. Fue la mayor de tres hermanos y sin embargo adquirió para la familia una condición de hija única que nunca perdería, ese estado de privilegio que concentra toda la atención de los padres en un solo niño pero que a la vez inyecta una conciencia de soledad no natural, un aislamiento que termina por proyectarse al mundo y buscar como sea el contacto del otro, un hambre de amor de cualquier suerte. Hambre insaciable que Carson McCullers trasmitiría a toda su obra y todos sus personajes en infinidad de matices. Dos circunstancias establecieron y consolidaron la idea de que nunca sería igual a nadie: su precocidad primero y después la grave enfermedad que contrajo en la adolescencia, una fiebre reumática que la torturó sistemáticamente hasta su muerte, en 1967.
El genio que su madre decía haber detectado en ella cuando todavía era un bebé se manifestaba en la música. Tenía seis años cuando se sentó al piano y tocó una pieza entera que sólo había oído en un film. Empezó a tomar clases y su futuro de concertista parecía definirse. Tanto, que a los trece decidió cambiar su nombre, Lula, que detestaba, por Carson. Pero mientras cursaba la escuela secundaria desganadamente, otro interés se atravesó en el camino de la pianista: la literatura. De hecho, como todos los escritores de raza, descubrió la pasión de la lectura antes de preguntarse sobre la posibilidad de escribir. Amaba a Proust y a Flaubert con la misma intensidad de su amor por hombres y mujeres, niños y viejos, burdeles y puestas de sol, barrios negros del Sur, límpidos suburbios del Norte, pueblos áridos y brutales, las marcas literarias de su encrucijada personal entre la vida y la muerte.
Apenas había cumplido diecisiete años cuando siguió al primero de los impulsos de un corazón que demostraría ser imbatible a pesar del cuerpo enfermo en que estaba guardado. Vendió un anillo de esmeraldas que había heredado de su abuela y partió a Nueva York con la excusa de estudiar música aunque ya decidida a anotarse en materias de literatura. Como en sus libros, ese impulso mayor del corazón terminó en desastre: recién llegada a la ciudad perdió todo su dinero en el subte. Pero no se volvió a Georgia. Trabajó en lo que pudo para pagarse los estudios en la Universidad de Columbia mientras escribía los primeros relatos, sorprendentes por la calidad de una escritura en que se lee no sólo el material tomado de su vida hasta el momento (la música, los personajes solitarios y excéntricos, las preocupaciones intelectuales) sino un punto de vista que dará originalidad y grandeza a toda su obra: la falta de mensaje. El amor, la vida, la muerte, el fracaso simplemente son, pero en "su inmensa complejidad".
En 1935 se enamoró de Reeves McCullers, un cabo del ejército que también aspiraba a convertirse en escritor. "Todo lo que escribo me ha sucedido o me sucederá", confesaría ella en sus memorias. No exageraba. "El instante de la hora siguiente", un relato hecho antes de conocer a Reeves, profetiza la tortuosa y larga unión de la autora con su marido y el alcohol; el cuento al que yo le había perdido el rastro, "Dilema doméstico", trascribe la experiencia. Socios para una mutua destrucción, Carson y Reeves McCullers compartían todo: amigos, relaciones extramatrimoniales, bisexualidad, viajes, inquietudes literarias, enfermedades de uno y otro, en una imparable borrachera, en una cadena de crisis que duró veinte años, que incluyó varias separaciones, un divorcio y un nuevo casamiento, y que no se cortó hasta el suicidio de Reeves en París, en 1953. Se amaban, dijo un testigo, con desesperación. Literalmente.
Es difícil no compadecer a Reeves McCullers. Su vida fue un rompecabezas de valientes intentos echados a perder antes de armarse. Estudió seriamente para escribir pero no pasó de proyectos. Fue un soldado distinguido en las batallas más importantes de la Segunda Guerra Mundial pero salió de la carrera militar como de un sueño pasajero. Reconoció el genio de su esposa pero no supo protegerlo. Le cedió su apellido sólo para verlo ensalzado en una fama ajena, en un éxito tan espectacular que a él lo convertía en una mera sombra de Carson. Y sin embargo, este escritor frustrado logró una gota de inmortalidad en las mejores obras de su mujer. La memoria del hombre que amó Carson McCullers dio el patético lirismo del relato "¿Quién ha visto el viento?". De Reeves, Carson oyó la historia de un escándalo sexual en una base militar que convirtió en una espléndida novela corta, Reflejos en un ojo dorado , donde son reflejos de Reeves la atracción reprimida que ejerce un soldado sobre un oficial, la belleza física de uno y la obsesión mortal del otro, el equívoco que inexorablemente conduce a una tragedia. Ausente y luego muerto el marido, el amigo, el compañero de su tránsito por los infiernos del alcohol, la soledad de Carson se recortaría a enamoramientos no correspondidos o vistos con horror, a un asedio grotesco de las personas que necesitaba amar con la misma violencia con que necesitaba la bebida.
El fin la retrató postrada en una cama, mirando fijamente un vaso de whisky con hielo, sin tocarlo. Ganarse el alma
"La escritura no es sólo mi modo de ganarme la vida; es como me gano mi alma", afirmaba esa mujer que no cesaba de leer y escribir pese al naufragio de su cuerpo en la parálisis de un brazo, en el ahogo de neumonías, mutilado por sucesivas operaciones de una mano, de un pecho con cáncer, de una cadera rota, un cuerpo en su mal tan distante del bien de la imaginación y del talento, que lo consideró un invasor extranjero del territorio más alto que le pertenecía y le hizo frente con sobrehumana indiferencia. Por el contrario, ganarse la vida escribiendo le resultó asombrosamente fácil. La buena suerte también intervino. Le tocó publicar en una época en que los escritores se ganaban el pan vendiendo cuentos a las opulentas revistas como el New Yorker o Harper´s Bazaar , que reclutaban, mediante un pago más que sustancioso, a jóvenes o nuevos autores junto a los consagrados.
McCullers escribió como vivió, peligrosamente, en el sentido de apostarse entera a lo que denominaba "una iluminación", la breve rágafa de segundos en que veía cristalizarse el mundo de una novela, el paisaje de un cuento. No buscaba buenas historias; las llevaba adentro. Historias conmovedoras y profundas en su aparente sencillez, de individuos aislados por un defecto, como en El corazón es un cazador solitario ; farsescas como La balada del café triste , con la mujer gigante enamorada de un enano y la antológica pelea cuerpo a cuerpo de la mujer contra el hombre que le disputa ese amor para vengarse de ella; ríspidas y audaces al límite, como la sordidez de las pasiones que se cruzan entre los cuatro personajes de Reflejos en un ojo dorado ; poéticas como Frankie y la boda , la novela del Sur que pinta la alucinada frontera entre la niñez y la adolescencia de una chica, una "iluminación" concebida con la estructura de una obra teatral, que McCullers y su amigo Tennessee Williams adaptaron para el escenario y que obtuvo un impresionante éxito de crítica y de público. Esas historias, merecidamente, le ganaron el alma que deseaba.
Como su admirado Proust, que sostenía que un verdadero artista no debe arredrarse ante los sentimientos, McCullers usó esa vaga palabra sentimental, alma, para designar el secreto universo de la creación literaria, el toque de una victoria sobre el tiempo que hay en la obra de algunos autores, la suprema neutralidad que borra de la escritura cualquier diferencia establecida a priori por su origen, entre hombres y mujeres, idiomas y nacionalidades, vidas felices e infelices, para darles a cambio una voz poderosa, sin género ni ancla temporal y única a la vez -el estilo-, que nos sigue narrando aunque pasen los años.